jueves, 1 de agosto de 2013

“LA SODOMÍA ES PESTILENTE PARA MÍ Y DESAGRADABLE HASTA PARA LOS MISMOS DEMONIOS”

DIÁLOGOS DE NUESTRO SEÑOR Y SANTA CATALINA DE SIENA: “LA SODOMÍA ES PESTILENTE PARA MÍ Y DESAGRADABLE HASTA PARA LOS MISMOS DEMONIOS”

Santa Catalina de Siena, en uno de sus díálogos con Dios Nuestro Señor, transmite las palabras de Jesús sobre el pecado de la impureza (en especial el de la sodomía), que la describe como “algo nauseabundo ante la Divina Majestad” y “desagrable hasta para los demonios”.
Te hago saber, queridísima hija, que a vosotros y a ellos (los sacerdotes) os exijo tanta limpieza en este sacramento (del Santo Sacrificio de la Misa) cuanta es posible al hombre en esta vida. En cuanto esté de vuestra parte, y de la de ellos, debéis procurarla sin cansacio. Debéis considerar que si fuese posible que una naturaleza angélica se purificase para este misterio, sería necesario que lo hiciera de nuevo. No es posible, porque un ángel es puro, pues no puede caer en el veneno del pecado. Te indico esto para que veas cuánta pureza os exijo en este sacramento a vosotros y especialmente a ellos. Pero hacen lo contrario, porque van completamente sucios a este misterio; no sólo con la inmundicia y fragilidad a que naturalmente os halláis inclinados por vuestra débil naturaleza.Ellos (los que caen en impureza), desgraciados, no sólo no dominan esta fragilidad, aunque la razón lo puede hacer cuando lo quiere el libre albedrío, sino que obran aún peor, porque cometen el maldito pecado que es contra la naturaleza (la sodomía). Como ciegos y tontos, ofuscada la luz de su entendimiento, no reconocen la pestilencia y miseria en que se encuentran, pues no sólo me es pestilente a mí, sino que ese pecado desagrada a los mismos demonios, a los que esos desgraciados han hecho sus señores. Tan abominable me es ese pecado contra la naturaleza, que sólo por él se hundieron cinco ciudades como resultado de mi juicio, al no querer mi divina justicia sufrirlas más; que tanto me desagradó ese abominable pecado. Es desagradable (la sodomía) a los demonios, no porque les desagrade el mal y se complazcan en lo bueno, sino porque su naturaleza fue angélica, y esa naturaleza rehúye -le repele- ver cometer tan enorme pecado en la realidad. Cierto es que antes les ha arrojado la saeta envenenada por la concupiscencia; pero, cuando el pecador llega al acto de ese pecado, el demonio se marcha por las razones dichas.
Si te acuerdas bien, sabes cómo antes de la mortandad (la plaga de 1374) te manifesté lo desagradable que me resultaba este pecado y cuán corrompido se hallaba el mundo por él. Por lo que, elevándote sobre ti misma con santo deseo y con sublimación de espíritu, te mostré el mundo entero, y viste en casi toda la gente este miserable pecado y cómo los demonios escapan de él, como te he dicho. Y sabes que recibiste tanta pena, que te parecía estar casi a la muerte. No encontrabais lugar dónde refugiaros, tú y los otros servidores míos, para que esta lepra no os contagiase. No encontraste quien te pudiera cobijar entre los pequeños ni con los grandes, con los jóvenes ni con los viejos, con los religiosos ni con los clérigos, con los prelados ni con los súbditos, se hallaban contaminados por esta maldición.
Te lo manifesté en general; no lo hice con los particulares que por excepción no se contaminaron, pues entre los malos he guardado algunos buenos. La santidad de éstos detiene a mi Justicia para que no mande a las piedras que se vuelvan contra ellos, ni a la tierra que se los trague, ni a los animales que los devoren, ni a los demonios que les saquen el alma del cuerpo. Más bien voy encontrando caminos y modos para poder hacer misericordia, esto es, para que se enmienden, y como instrumentos tomo a mis servidores, que están sanos y leprosos, para que intercedan por ellos.
Alguna vez mostraré a éstos, como una vez hice contigo y como tú sabes, estos miserables pecados, para que sean más solícitos en buscar la salvación y me ofrezcan oraciones por ellos con mayor compasión y dolor por los pecados y por la ofensa que me hacen. Si te acuerdas bien, una bocanada de esta pestilencia te afectó tanto, que no podías más, como me dijiste: “¡Oh Padre eterno!, ten misericordia de mí y de tus criaturas. Sácame el alma del cuerpo, porque parece que no lo sufro más, o dame refrigerio y enséñame el lugar de los otros servidores, los tuyos, donde podamos descansar, para que esta lepra no nos pueda dañar ni quitar la limpieza de nuestra alma y de nuestros cuerpos”.
Yo te contesté volviéndome hacia ti con ojos de piedad, y te dije y repito: “Hijita mía: sea vuestro reposo dar gloria y alabanza a mi Nombre e incensarme con la oración continua por estos pobrecillos que se hallan en tanta miseria, haciéndose dignos del juicio divino por sus pecados. El lugar donde os cobijéis sea Cristo crucificado, mi Hijo unigénito, habitando y escondiéndoos en la caverna de mi costado, donde gozaréis, por afecto de amor, en la naturaleza humana de Cristo, mi naturaleza divina. En aquel corazón abierto encontraréis mi caridad y la del prójimo, pues por honor a mí, el Padre eterno, y por la obediencia que le impuse para vuestra salvación, sufrió la afrentosa muerte en la santísima Cruz. Viendo y experimentando este amor, seguiréis sus enseñanzas alimentados en la mesa de la Cruz, es decir, soportando por caridad a vuestro prójimo con verdadera paciencia: en penas, tormentos y fatigas, vengan de donde vengan. De esta manera combatiréis la lepra y huiréis de ella.
Este es el remedio dado a ti y a los otros; pero, con todo eso, no se quitaba de tu alma la sensación de la pestilencia y de tiniebla de los ojos del entendimiento. Mi divina providencia, sin embargo, lo remedió, dándote del Cuerpo y de la Sangre de mi Hijo, Dios y hombre entero, tal como lo recibís en el Sacramento del Altar. En señal de que era verdad, se quitó el hedor por medio de la fragancia que recibiste en el Sacramento, y las tinieblas desaparecieron por medio de la luz que en él recibiste. De modo admirable, tal como plugo (place) a mi bondad, quedaste con la fragancia de la sangre en la boca y en el paladar de tu cuerpo durante muchos días, tal como sabes.
Ves, por tanto, hija mía, lo abominable que es este pecado a toda criatura. Piensa ahora que lo es mucho más en aquellos elegidos por mí para que vivan en estado de continencia, entre los que se encuentran los sacados del mundo por medio de la vida religiosa, como plantas sembradas en el cuerpo místico de la santa Iglesia; entre ellos se encuentran los ministros del Altar. Nunca podréis entender cuánto me desagrada ese pecado entre ellos, además del que recibo de los pecadores del mundo en general, porque están puestos sobre el candelero, son administradores míos, de verdadero Sol, para luz de la virtud y de santa vida; y, sin embargo, lo administran estando ellos en tinieblas.
Tan llenos se encuentran de ellas (las tinieblas), que de la Sagrada Escritura no ven ni entienden más que la corteza, la letra, debido a la hinchazón de su soberbia. Por ser inmundos y lascivos, aunque tienen luz de por sí, de donde la tomaron mis elegidos por razón: es la luz sobrenatural que procede de mí, verdadera Luz, tal como te dije en otro lugar, la reciben sin sacarle el gusto, por no estar en orden el paladar de su alma. Corrompidos por el amor propio y la soberbia, con el estómago atiborrado de inmundicia, deseando dar satisfacción a sus desordenados deseos, repletos de codicia y de avaricia, cometen sin pudor sus pecados. Caen en el pecado de la usura muchos miserables, aunque esté prohibida por mí.
Santa Catalina de Siena
[De El diálogo de la Divina Providencia, en Obras de Santa Catalina de Siena, Madrid: BAC, 1991, p. 292]