Editorial del Nº 105
LA
ENFERMEDAD
“Aquel a quien los dioses
quieren destruir,
primeramente lo enloquecen”
Eurípides
No es necesario saber
a ciencia cierta qué padecimientos reales o ficticios llevaron a la Kirchner a
fatigar costosos y privilegiados nosocomios privados a principios del mes de octubre.
Que recupere pronto la salud si la tiene quebrantada, y que alcance de una vez
la costumbre de decir la verdad, si acaso todo fuera un montaje.
Y no es necesaria en
la ocasión la noble ciencia médica, decimos, porque ni tiroides o hematomas cerebrales son los núcleos
de la enfermedad capital que la aqueja. A ella tanto como a su entorno, su ideologismo,
su modelo y sus fines políticos.
Que un sinfín de ciudadanos
tenga motivos para pensar que la lesión es una fábula urdida para victimizarse
en vísperas electorales de probable derrota; que se especule con que la noticia
de saberla doliente inhibirá éticamente al arco opositor para propinarle merecidos
ataques; que se baraje la posibilidad de que esta huida con aviso y legitimidad
médica atenuará su responsabilidad de hacerse cargo de inminentes desbarres, habla
a las claras de que la paciente es el verdadero y peligroso virus capaz de suscitar
en una sociedad la desconfianza generalizada, la incredulidad creciente y el recelo
indisimulado. Y todo ello porque la corrupción que ha instalado no tiene límites.
Pero que paralelamente
sea el mismo Estado el que no trepide en capitalizar la internación de la primera
mandataria para elevarla al procerato o para atribuirle un patrio gesto oblativo,
es un alarmante signo indicador de que la inmoralidad absoluta cubre y tapona a
esta gentuza.
Párrafo aparte ha de
merecer la conducta de los rentados militantes, cuyas manifestaciones soeces hacia
el conjetural hematoma —tildándolo de gorila—
(sic), o sus vítores ante las atroces arengas de Scoccimarro anunciando que la
presidenta ya come verduras al vapor o depone voluntariamente, prueba que el
tribalismo vuelve una vez más por los fueros de las costumbres peronistas.
Los clásicos, los paganos
o los cristianos después, supieron hacer el elogio tanto de aquellos que pueden
ofrecer el dolor en la infirmitas, como
el de aquellos que respetan al lastimado, sin necesidad de adularlos, excusarlos
o creerlos inmortales. En la enfermedad el alma se recoge a sí misma, escribía
el viejo Plinio. Porque con ella comienza aquella igualdad que la muerte completa
y a todos nos hermana. Pero la soberbia inaudita de la señora y sus secuaces,
lejos de engrandecerse en las tribulaciones sobrenaturalmente aceptadas y ofrecidas,
minimizan u ocultan herméticamente las afecciones, para mantener intacto el mito
de la eternidad e invulnerabilidad presidencial. Necios y ciegos como son, no
trepidan en electoralizar hasta la agonía o la misma muerte si fuera menester. Llenar
las urnas de votos los desvela más que la posibilidad de tener que rendir juicio
postrimero y celeste habitando una urna funeraria. La siniestra moral del éxito
les impide exhibir el honroso retrato humano de la derrota, tome las formas del
fracaso corpóreo o del proyecto terreno.
Y este es el núcleo de
la real, genuina y horribilísima enfermedad que hiere al poder político. Al Régimen,
para ser más precisos y abarcadores. A esa enfermedad, el buen francés Charles
Maurras la llamó democracia. Y aunque ahora sea
pecado decirlo, el único pecado es callar la realidad. Tamaña afección
perdurará antes y después del 27 de octubre, afuera o adentro de los umbrales
de la Fundación Favaloro.
Una vieja canción italiana,
posiblemente nacida entre los legendarios Arditi
de la Guerra del 14, decía Boia chi molla,
que en libre pero no antojadiza versión podría traducirse como traidor aquel que cede.
Pues bien; la misión
que nos toca a nosotros es la de no ceder en el empeño de testimoniar la Verdad,
obrando en consecuencia; esto es, siendo leales a la Cruz. A quienes crean que
es poca cosa, valga recordar una vez más que la historia es una aristocracia. Ella
no consagra la posteridad al ulular de las masas anónimas y rugientes, ni guarda
el podio de los arquetipos a los megalómanos y a las alucinadas rencorosas. La
Historia, en cambio, suele ofrecer sus pliegos más dignos para dar cobijo a los
testigos de la Luz.
Antonio
Caponnetto