miércoles, 23 de octubre de 2013

JANSENISMO Y PROGRESISMO:

Jansenismo y progresismo: segundo artículo

Un amigo de nuestra bitácora nos ha enviado un segundo artículo sobre la relación entre jansenismo y progresismo que publicamos completo a continuación. Un trabajo tan recomendable como el anterior. 

Jansenismo y progresismo.
Por Abelardo Pithod.
La facilidad con que ha pasado el cristianismo contemporáneo ‑en una generación‑ del jansenismo al progresismo, bastaría para hacer sospechosa la aparente contradicción entre uno y otro.
Quien tenga costumbre de observar los delicados procesos del desarrollo vital, en todos sus órdenes (biológico, psicológico y social), se sentirá inclinado a sospechar de todo cambio que rompa la inexorable serenidad y continuidad características del auténtico crecimiento. La naturaleza no gusta proceder por saltos. Las rupturas espectaculares y los cortes no caracterizan, precisamente a los procesos sanos. Las revoluciones no son el procedimiento de la vida. Tampoco, por supuesto, el inmovilismo y la esclerosis, el endurecimiento formalista y la complicación asfixiante le pertenecen. Lo verdaderamente vital es lo único que logra perpetuidad a través del constante cambio. Siempre igual y siempre nuevo. El único cambio de la vida es la perpetua renovación de sí misma. Siempre lo nueva surgiendo de lo eterno; remedo temporal de la infinita variedad sin cambio del mismo Dios. La revolución, al contrario, es el triunfo de lo nuevo sobre lo permanente. Pero lo nuevo que no surge de lo eterno es vacío y huero; como la cáscara de la nada. Los cortes, las antítesis y discontinuidades se parecen más a los procesos de la corrupción y la muerte que a los de la vida.
El progresismo es solamente la corrupción del jansenismo y no su cura. Como la fiebre extrema no es el auténtico contrario del frío de la muerte sino su anticipo. Es muy importante no dejarnos engañar por ese genio de la mentalidad moderna que es Hegel. Su pensamiento se nos filtra por todas partes. La dialéctica de la contradicción con la que tan tentados estamos siempre de pensar la realidad, es la caricatura de esa realidad, corno el diablo es la mona de Dios. Si el demonio tuviera una metafísica sería evolucionista dialéctico. Esta metafísica no niega solamente el principio de identidad, sino una menos famosa, pero nada superflua distinción lógica de los clásicos: lo contrario no es lo mismo que lo contradictorio. Entre lo simplemente contrario puede haber perfectamente la continuidad del error. En tales casos pasar de un extremo al otro es dar vueltas en el sinfín del error y no precisamente salir de él. Lo común es que este pasaje de un contrario al otro sea una vuelta de rosca que nos hunda más hondamente porque es de la humana condición que el que no progresa, regresa. Tal, creemos, el paso actual del jansenismo al progresismo.
Pero hay otro síntoma, éste psicológico, más que lógico, de la continuidad entre ambos. Y es el resentimiento. Los que verdaderamente parecen haber superado los errores del cristianismo jansenista de nuestra niñez, no están resentidos y los progresistas frecuentemente parecen estarlo; su ánimo es un poco el de los "iracundos". Asoma un gran enojo tras su actitud y sus desplantes: a menudo salta por motivos desproporcionados. Vedlos, si no, dejarse arrebatar por unas furias iconoclastas que, la verdad, no son para tanto; o empeñarse sañudamente en ahuyentar a los pobres beatos, como despectivamente llaman a los que aún "viven un cristianismo mítico" (sic). Tienen el tipo de enojo del que ha sido sorprendido en su buena fe. Por eso son insolentes: no les cabe ninguna duda de que el que no se indigna con ellos es en el mejor de los casos un débil, y probablemente mental. En muchos casos es comprensible; cuesta que hayan burlado nuestra credulidad y es lo que ellos perciben que se les ha hecho con ese cristianismo bastardeado y enclenque del que se sienten víctimas. Cuesta perdonar que hayan alejado definitivamente de la santidad a unos, de la fe a otros, o sencillamente de la felicidad a tantos con esa mistificación que fue el jansenismo, o, como veremos, con aque1 cristianismo que podríamos llamar genéricamente "burgués".
Sí, el rigor moralista ha producido una ola de resentimientos. Cuando el mundo era invadido por el vitalismo y el desenfreno materialista, la Iglesia permanecía aún en su helado retiro jansenista. El contraste se hace violento[1].
Pero el resentimiento progresista abarca mucho más que el jansenismo. Esto debieran tenerlo muy en cuenta quienes se sienten "comprendidos" por su antijansenismo.
Psicológicamente la virulencia del actual modernismo progresista se debe a que está movido, fundamentalmente, por dos pasiones poderosas: además del resentimiento, el miedo. Es otra de sus motivaciones. Un gran miedo de quedar rezagados en la marcha de la Historia (esa historia que escriben con mayúsculas, como para darle sustantividad, aunque. así la conviertan en un nombre abstracto). Y también hay un poco de vergüenza; la vergüenza que produce el puritanismo en una época desenfadada y mundana. En el Renacimiento se dio igualmente, creemos, después de la época de sobrenaturalismo y religión del terror en la Baja Edad Media, una reacción, resentida de tipo vitalista. Fue la motivación del humanismo neopaganizante. No sólo es Bocaccio o Rabelais, que están más en la línea de un cierto sensualismo medieval, sino Erasmo y el erasmismo. (Es Lutero también, aunque con otro signo). El moralismo no puede menos que provocar estas reacciones. En nuestro tiempo lo prueban Nietzche, el psicoanálisis y aún las filosofías existenciales.

El progresismo como reacción antijansenista

El progresismo es una reacción no una superación. No nos engañe este carácter reactivo al juzgarlo, pues lo encontraremos, por reaccionario, inconsecuente a veces consigo mismo. Lo repetimos, el progresismo no se agota en el antijansenismo, pero se ha alimentado psicológicamente de él en los últimos tiempos. Fue su caldo de cultivo aunque hoy haya crecido, como un cáncer, hasta extremos que la simple posición antijansenista no hubiera soñado. Aquí nos interesará el progresismo particularmente en esa vinculación con el jansenismo.
Dijimos que, en su arremetida contra él el progresismo es capaz de mostrarse incluso inconsecuente consigo mismo. Así por recelo del pasado inmediato suele adoptar formas de cierto arcaísmo religioso, pese a que él mismo se define esencialmente como un "futurismo". Le sucede algo similar que al modernismo en el arte. También porque el jansenismo es una cierta complicación legal y formal, un cierto barroquismo de la conciencia moral y religiosa, el progresismo arremete contra las riquezas acumuladas por la tradición. Las lógicas y justas complejidades de una tradición milenaria lo perturban. Levantando la bandera de la sencillez evangélica desvaloriza lo acumulado por un crecimiento orgánico de la Iglesia desde Cristo. Sin embargo no trepida en presentarse a sí mismo, al mismo tiempo, como "el fruto de una madurez de los tiempos", como la alborada de los tiempos futuros.
Resulta risueño señalar, de paso, que también Jansenio en su momento, siguiendo a Lutero, se presentó reclamando una simplificación de la vida religiosa, en una especie de gran salto atrás hacia las primeras épocas. Jansenio se negaba a pasar de su amado Agustín. Sorprende a cada paso que estos enemigos, jansenismo y progresismo, se parezcan en tantas cosas, cada uno en su estilo, es cierto, al protestantismo. Pero este. es otro tema.
Hechas estas precisiones de matiz podemos, a riesgo incluso de ciertas simplificaciones, lograr una mejor inteligencia de este profundo estado de conmoción espiritual que agita a la Iglesia, cuya forma prístina es el progresismo cristiano, mediante la contraposición de su fisonomía con el Jansenismo. El fue su reactivo. Lo que sigue será más un retrato, tarea de artista, hecho a contrastes, que una exposición sistemática, y valdrá, por tanto, más por la viveza que alcancen sus pinceladas que por el logro estructural de su desarrollo.
El jansenismo es, en uno de sus aspectos medulares, un cierto olvido del primado del amor sobre la ley. La tónica afectiva del progresismo será una violenta reacción libertaria contra el endurecimiento de la ley. Por cierto que el progresismo es un desorden romántico. Se exalta en un cierto informalismo místico. Quiere levantar vuelo rompiendo cadenas. No le gusta aquello de que ni una jota de la ley haya venido a derogarse. La espiritualidad jansenista, fruto al fin de una época racionalista, desconfía de los arrebatos místicos. Prefiere la seguridad de una rígida ascética. El progresismo vuelve por los fueros de la mística y se sacude, singularmente las ataduras ascéticas.
Pero no se crea que su impulso místico lo aleja del mundo. Y no lo aleja tal vez precisamente por no ser ascético. No, el alejamiento del mundo es jansenista. Frente a su desencarnación el progresismo se lanza con decisión al mundo. Reclama un cristianismo del aquende, un cristianismo que no se resigna a que el reino de los cielos no sea de este mundo. Quien sacó hasta el fin las consecuencias de esta actitud fue Teilhard. La esperanza cristiana tiende a ser definitivamente traspuesta al horizonte de esta tierra y de estos tiempos. A la Iglesia se le exigirá entonces vehemente y urgentemente una reconciliación con el mundo. Con el mundo tal cual es y tal cual es hoy. Con eso que hasta aquí los autores cristianos llamaban, peyorativamente por cierto, "el mundo moderno".
La realización mundanal del reino se hará a través del progreso de la Humanidad como un todo. El cristianismo no será ya algo primordialmente individual, un negocio entre el alma y Dios, cuanto una cuestión de interés eminentemente social e histórico. El jansenismo llevó al extremo, con olvido, de la vertiente social del hombre, el individualismo religioso. La salvación es un negocio privado. El progresismo reclama agriamente a la espiritualidad cristiana de los últimos siglos esta posición y al individualismo opondrá el comunitarismo. Este no es sólo religioso o litúrgico, por cierto. Está vinculado a una determinada mentalidad política. En realidad el comunitarismo progresista proviene de la raíz antropológica de su cosmovisión. En lo propiamente religioso, la primera consecuencia es el desmedro de la interioridad. Esto es evidente en ciertas formas de la nueva liturgia. Con ello se colabora, sabiéndolo o no, pero con gusto, a la masificación. El mito de la comunidad, es sabido ha llevado a ver en ella la condición misma de la presencia eucarística, doctrina condenada recientemente por Pablo VI.

Espiritualidad y acción

Vinculada a estas tendencias socializantes del progresismo se halla su inclinación al activismo. Verdad es que la espiritualidad jansenista es “activa”. Contra ella reaccionó el quietismo. Pero el carácter activo de la espiritualidad jansenista se reduce a lo interior. El individualismo jansenista limita esta actividad al trabajo interior. El desconfía del "abandono" al estilo teresiano, ya lo hemos visto. A nada de esto nos referimos cuando ahora decimos que el progresismo es activista. El activismo progresista está volcado al exterior. No es subjetivo, y por eso decíamos que se vincula a sus tendencias socializantes. El progresismo vuelca la actividad hacia afuera. Al activismo interior del jansenismo opone el abandono, la distensión. Pero se lanza a las obras exteriores. Muchos de los problemas actuales con el llamado clero joven provienen de aquí. El moralismo secaba el espíritu de oración, la interioridad amorosa con Dios, alimento de toda actividad apostólica fecunda. Pero el progresismo sencillamente cree poder reemplazarla por la acción, por la acción social y política. Se llega de nuevo al mismo resultado por motivaciones opuestas, porque en el fondo, hay algo en común tras las aparentes contradicciones. Si fueran auténticos opuestos no cabrían estos pasajes y transferencias.
El activismo progresista es también una reacción contra el olvido en que el jansenismo tenía a la omisión. Este olvido de la omisión era la faz pasiva del jansenismo, a la que aquél sale a combatir con las obras exteriores.
En el terreno delas proyecciones sociales, si el jansenismo es fundamentalmente un cristianismo burgués, el progresismo dirige sus preferencias al proletariado. El progresismo ha señalado el olvido burgués, y jansenista, del espíritu de pobreza y sin embargo su proletarismo socialista no es sino una forma de odio a ese espíritu. Como suele suceder, se entremezclan en él oscuramente la compasión por los que no tienen con el resentimiento por los que tienen.
El progresismo odia las virtudes burguesas. La seguridad, el ahorro, las "buenas formas", la respetabilidad. Entre ellas incluye a la "prudencia". A la innegable mezquindad de la prudencia burguesa se opone la generosidad y la "entrega", dejando de lado inadvertida la Prudencia virtud cardinal. Del cristianismo de cofradía se salta al agitador social, del católico bienpensante al compañero de ruta, de la acción católica sacristana y beata a la revolución, del clericalismo e la insolencia; en fin, de las "buenas manera," y del cristianismo de reglamento al romanticismo.
El progresismo ha atacado, asimismo, la actitud negativa y defensiva del espíritu jansenista, que se achaca en general a la Iglesia de la Contrarreforma. El progresista, en cambia se dispone agresivamente a decir sí siempre y a todo. Todo será diálogo. De la Inquisición, pues, a la apertura. De la apologética al complejo de culpa. Es la Iglesia la que debe ahora hacerse perdonar. Pero, claro, de comenzar a pedir perdón por sus fallas históricas de gobierno, presuntas o efectivas, a hacerse disculpar por los dogmas hay un camino más corto y cuesta abajo de lo que muchos optimistas hubieran deseado. Así pronto de la crítica a Pío XII se pasa a la Contrarreforma y de allí, por qué no, a la crítica de la "Iglesia constantiniana", con lo que dos terceras partes de la vida histórica de la Iglesia se hacen, primero, sospechosas, para ser pronto puestas entre paréntesis. Y con ellas todo lo que somos como cultura y pueblo cristianos. Pero como en la actual coyuntura histórica es ese mismo ser el que se juega, el progresismo cobra pronto el rostro de la traición

Jansenismo y progresismo frente a la mística

En el plano de la vida espiritual señalaremos dos caracteres reactivos del progresismo particularmente importantes. A la moral puritana, formalista y esclava de la norma abstracta, el modernismo opone a impulsos de las filosofías de la existencia, la famosa. "moral en situación", condenada por Pío XII junto con otras proposiciones progresistas, particularmente en la olvidada Humani generis. La filosofía existencial suministró al progresismo cristiano algunos argumentos de buen impacto contra el racionalismo moralista del mundo puritano-burgués.
Por otra parte, en el ámbito propiamente religioso se levanta la bandera de un misticismo más libre contra el ascetismo sin mística del mundo moderno El progresista imagina poder volar así, liberado de ejercicios ascéticos, en alas de un amor místico pura generosidad y olvido de sí mismo. El rígido cultivo de las virtudes el desbroce inacabable de los defectos, todo el aparato anexo de los exámenes de conciencia. la confesión meticulosa y frecuente, se le hacen insoportables. No es fácil establecer con claridad las relaciones que mantienen ascética y mística en estos dos mundos del cristianismo jansenista y en el historicista o progresista. Es fácil perderse en aparentes contradicciones. Para evitarlo el observador no debe olvidar ciertas claves. En primer lugar recordemos que el mundo moderno es naturalista, con la burguesía, al nivel humano y social; pero que junto a ese naturalismo coexiste, al nivel espiritual, con el jansenismo, una actitud sobrenaturalista. Entendamos esta aparente contradicción. El mundo moderno, tanto el burgués como el jansenista, escinde la realidad en dos ámbitos estancos. Ambos ven la realidad dividida, optando el burgués por el aquende y el jansenista por el más allá. Religión y vida no se intercomunican. El negocio del alma lo ven ambos como de índole absolutamente privada y al margen de la vida terrestre. Mundos estancos, sin encarnación. Es obvio que, siendo así, en la perspectiva burguesa no quepa la actitud mística. Lo que puede resultar un poco más arduo de entender es que difícilmente quepa también en la posición jansenista pese a su señalado sobrenaturalismo. Es así, no obstante, porque el moralismo jansenista, al centrar la vida religiosa en la ascética tiende a desvalorizar la mística. La primacía de la moral mediatiza la religión. Kierkegaard lo vio claramente: la instancia ética está más acá de la instancia religiosa. Burguesía y jansenismo coinciden en desvalorizar la mística. Y la coincidencia proviene del común origen racionalista de ambas mentalidades[2].

La raíz racionalista

De nuevo los extremos se tocan, unidos en el error. No hay, pues, verdadera contradicción. Si al nivel natural se es racionalista, se niega lo sobrenatural; si al nivel sobrenatural se es racionalista, se niega el misterio. Son dos formas de desvalorización vital por un pecado de razón. Desvalorización de alguna de las dos vidas de este ser anfibio que somos. El racionalismo es la poda, por arriba y por abajo, de las raíces dobles del hombre, planta celeste y terrena. El racionalismo llega las dos fuentes de nuestra vida, o de las tres si se quiere, porque son tres los órdenes ontológicos que confluyen en nosotros: el de la naturaleza dual en sí, espíritu y cuerpo; y el de !a sobrenaturaleza, como injertados que estamos en la vida divina.
La desvitalización jansenista se produce por un desfazamiento de los órdenes natural v sobrenatural, en perjuicio de ambos a la larga, pero inicialmente del primero en presunto provecho del segundo. La reacción progresista gusta presentarse, por eso, a menudo, con ropaje vitalista. Pero es una falsa algarada, como los carnavales sin alegría de nuestras grandes ciudades. La enfermedad persiste, aunque haya entrado en otro ciclo evolutivo, así como suelen sucederse los períodos de excitación y abatimiento. La excitación vital del progresismo no sirve más que para engañar al enfermo respecto de su verdadero estado.
La desvitalización jansenista se presentaba con la debilidad y el egoísmo de la depresión. El jansenismo, que es un egoísmo teológico de la propia salvación, constituye un movimiento de invaginación del ser. El progresismo quiere quemar las últimas energías con una explosión de activismo obteniendo así una falsa sensación de fuerza. El jansenista es el tipo de enfermo preocupado de sí. La motivación psicológica profunda de la teología jansenista, como lo fue de la luterana, es la preocupación centrada en el yo. Teología de la propia salvación en la que Dios cumple un papel casi instrumental. Dios se aleja como un punto impersonal de referencia. Sólo se distinguirá del Dios burgués (impersonal y abstracto también) en que ese punto carecerá ya de referencia.         
Todo esto trae, o es traído, por el individualismo egocéntrico moderno. La consecuencia obvia será la primacía de la praxis como actitud radical frente a la vida. El progresismo, que es todavía un fenómeno tributario de la modernidad, reaccionará mal contra el individualismo y persistirá en el pragmatismo. Frente al primero exalta un comunitarismo que recuerda a menudo más a la aglomeración masiva que a la unión interior de la comunicación personal. En otra parte intentamos mostrar siguiendo a Thibon y De Corte, que esta despersonalización así como los otros fenómenos señalados, tienen su raíz en una cierta pérdida de la tónica vital, propia del hombre racionalista moderno. Los vitalismos contemporáneos –el progresismo en tanto lo es– no han superado sino sólo reaccionando contra ciertos efectos de este proceso cuyo fin no vislumbramos.
Que el progresismo no ha superado estos estados lo muestra, además de su esencial adhesión a la civilización moderna con la que quiere reconciliar a la Iglesia, a la permanencia del pragmatismo, es decir de la primacía de la praxis sobre lo especulativo. Fenómeno modernista, el progresismo no podía escapar al activismo. Su confianza en la eficacia de las obras exteriores, en la planificación de las técnicas apostólicas lo confirman, si hubiera necesidad de más pruebas que las que están ante la vista de todos los que quieren ver.
¿Cuántos de los sacerdotes que han abandonado últimamente su estado no alegan como disculpa justamente eso: la búsqueda de una situación que haga más “eficaz” su acción apostólica?
Es verdad que en la espiritualidad que el progresismo llama “tradicional” y que en realidad es moderna, había un cierto egoísmo fundamental en la actitud. Es el individualismo. Hoy se los sacude airadamente pero no vaya a ser que se aventen con él cosas tales como la simple y sagrada interioridad. Es uno de los peligros de la nueva liturgia.
El retraimiento “prudente” del jansenista espanta al progresismo. Rechaza y con buena parte de razón aunque a veces con muy malas razones, ese aburguesamiento del espíritu. Él ama el activismo de la entrega. Cierto regusto por las poses audaces, un escozor por todo lo reglado y la instintiva confusión del orden con lo limitado y lo mezquino. Es esa mezcla de generosidad e insensatez presuntuosa de ciertos movimientos jóvenes que agitan a la Iglesia. Los hallaréis en las nuevas fronteras del apostolado social, en la apertura intelectual al mundo, incluso en esos violados remansos de la liturgia. Paradójicamente y como en lo de nueva frontera el católico estará siempre retrasado, estos inconformistas pronto tal vez descubran que se están poniendo demasiado a tono con algo que deja de ser el último grito. Pronto descubrirán que sus aficiones izquierdistas no los hacen nada originales. No pasará mucho tiempo probablemente en que lo “último” vuelvan a ser las posiciones reaccionarias y de derecha. ¿Qué harán entonces?

Conclusión

Es hora de terminar ya con nuestro parangón. Para concluir repetiremos un pensamiento de Marcel de Corte que sintetiza y explica el paralelismo de claroscuros entre jansenismo y progresismo. Son, al fin, dos momentos de un mismo movimiento histórico. No hay antítesis y por eso no habrá síntesis posible como superación de ambos errores. La solución está en atacar lo que al unísono a ambos produce y alimenta: el espíritu moderno, el racionalismo.
De Corte sostenía en su “Ensayo sobre el fin de nuestra civilización” que “la forma primitiva del cristianismo burgués es indudablemente el jansenismo”. Para él, todo el movimiento del espíritu moderno, en el que se subsumen jansenismo y burguesía, proviene de una ruptura existencial de las relaciones entre espíritu y vida; una desencarnación del hombre engendrada por el racionalismo. Éste es al mismo tiempo enemigo de la vida natural y de la sobrenatural, porque es una infidelidad del hombre a su esencia. Pero como el cristianismo se define como una relación “sui generis” entre la naturaleza humana y lo sobrenatural, cualquier alteración al nivel de la naturaleza repercutirá en la estructura de esa relación. El proceso moderno de resquebrajamiento de la unidad de la naturaleza humana, espíritu y vida, alterará el primer término de la relación cristiana entre naturaleza y sobrenatural. El cristiano moderno –afectado como hombre por aquella alteración– reaccionará primero, dice De Corte, con una desvalorización de su cristianismo correspondiente a la desvalorización de su ser. Tendremos así la forma burguesa del cristianismo contemporáneo. Pero también puede ocurrir que el cristiano se persuada que la transformación sufrida por él no es algo negativo, sino una nueva etapa de la historia del espíritu humano, y entonces surgirá la forma progresista o historicista del actual cristianismo.

[1] A riesgo de deslizarnos a la anécdota, recordemos no obstante, cómo cuando ya aparecían las "bikinis" en las playas de todo el mundo, todavía las señoritas de Acción Católica (brazo largo de la Iglesia en ese mundo), tenían terminantemente prohibido andar sin medias en el verano y llevar las mangas a no recuerdo si dos, tres o cuatro centímetros por encima del codo. Y no aludimos a principios de siglo. A mediados más bien, al menos en nuestro país. "Nos hacían terrible hasta el uso de los más discretos cosméticos. Nos estaba prácticamente vedado el goce del agua y del sol en vacaciones. Nuestras oportunidades de frecuentar al otro sexo se pasaron en ese enclaustramiento. ¡Muchas les debernos en buena parte nuestras desesperanzadas solterías!", me decía con un aire de broma que no podía disimular el resentimiento una de ellas. Parecidos resentimientos los hemos hallado en sacerdotes y religiosos. Y no se deben sólo a un aflojamiento de las costumbres, que también lo hay, por cierto. Entre ex-seminaristas y ex-novicios son particularmente notorios. Lo grave es que ha venido el progresismo a lanzarlos a una lucha en la que se entremezclan factores emocionales y subjetivos, como los señalados, con planteamientos ideológicos que no tienen por qué ser los de ellos, una lucha que no es la de ellos, a no ser porque esos planteamientos reconocen también una motivación de resentimiento, como son ciertas reivindicaciones sociales de lucha de clases típicas del progresismo. La dialéctica ha sabido capitalizar tales resentimientos. En su indignación, que fácilmente se convierte en odio, se mezclan muchas cosas. Se comienza a veces arremetiendo contra el uso de ciertos hábitos eclesiásticos y se termina dudando de venerables costumbres ascéticas, como el celibato. Muchos de los que se dejan arrastrar por estas tesis no saben la ideología que el progresismo esconde tras ellas. Les parece muy agradable que un P. Evely, y tomo un ejemplo al azar, proponga renunciar a toda forma de mortificación y sacrificio "que no resulte en provecho de otro". Ni más ni menos que el renunciamiento que no esté destinado a satisfacer necesidades, no tiene sentido. Así, de un plumazo, es destruido el sentido sacrificial que siempre tuvieron desde Abel, las prácticas ascéticas (distintas y tan necesarias como la limosna, material o espiritual, con la que Evely viene a confundirlas). Lo que no se dice es que se lo hace porque la antigua concepción de la Divinidad y de nuestras relaciones con Ella, ha sido reemplazada por el inmanentismo mundanal del Teilhardismo.
[2] Tal vez sea necesario insistir aquí en una cuestión importante que ofrece cierta dificultad. Es bien sabido que, en principio, todos los sobrenaturalismos desconfían de la razón y se les hacen sospechosas la sabiduría y la ciencia humanas. ¿Cómo, pues, afirmar que el jansenismo sea en el fondo un racionalismo religioso? Charles Moeller decía con razón que el gnosticismo, arquetipo de dualismo sobrenaturalista, maniqueo, que se repite o resuena en los moralismo modernos, es una tentación racionalista. Es la aspiración a sustraerse al misterio, a dejarlo todo claro o explicado por la humana razón. La renuncia a la razón de los sobrenaturalismos proviene del fracaso de una razón a la que se le exigió más de lo propio. Eso es, precisamente, el racionalismo: la pretensión de agotar el Ser con la inteligencia humana. Es el fracaso de esta pretensión racionalista la que, después, llevará al escepticismo y desvalorización de la inteligencia. Extrema tangunt, de nuevo. Así el irracionalismo, o el agnosticismo escéptico, suelen ser el refugio de una interna negativa de la propia razón a aceptar sus propios y humanos límites, a aceptar la realidad como misterio, sin rechazar por ello su esencial racionalidad. Siempre le es difícil al orgullo humano reconocer que el que la razón no alcance ciertas realidades y las que alcanza las alcance imperfectamente no constituye una prueba de la irracionalidad de lo real, ni tampoco de una constitutiva imposibilidad de acceso racional a él.