Más allá de los problemas
doctrinales que entrañan los textos de la reforma litúrgica y el Novus Ordo
de la Misa, el mismo espíritu que empapó los textos de las rúbricas y las
oraciaciones con la nueva teología, ha inficionado el arte que barnizaba
toda la arquitectura de la liturgia, despojándola de la belleza y profundidad
teológica objetiva que tenía. Fray Mario Petit de Murat O.P. dirá que
“la decadencia del arte es un síntoma,
nos muestra el estado deplorable en que está esta Virgen y Madre que es la
Iglesia. El arte es confesional; el arte de la Iglesia es confesión del estado
en que se encuentra su parte humana.
Es necesario que nos reeduquemos para que
el arte cristiano vuelva a la dignidad, a la pureza que alcanzó en otros
tiempos.”
Y hoy la liturgia ha
quedado despojada de su santa belleza atractiva. Muchos santos y hombres de
profunda fe, a través de la historia, han reconocido el atractivo que tenía la
venerable y antigua liturgia, digna de la santidad de su espíritu.
En Adán Buenosayres,
Leopoldo Marechal describe una Misa cantada, una misa tradicional. El relato
del personaje que entra a un monasterio solitario, nos trae a la memoria el
relato del poeta Paul Claudel de su conversión,
al entrar a la catedral de Notre Damme, el cual, es llevado por una curiosidad
artística, y maravillándose por la ceremonia y la música del coro, se desarma
todo su sistema de pensamiento ateo. Aquí el fragmento de Marechal:
“Por senderos montañeses y huellas de
cabras has ascendido hasta el viejo monasterio levantado en plena soledad. Una
razón de arte, y no un motivo piadoso, te ha guiado en aquel ascenso matutino.
Y al entrar en la capilla desierta se deslumbran tus ojos: frescos y tablas de
colores paradisíacos, bajorrelieves adorables, maderas trabajadas, bronces y
cristalerías gozan allá la inmarcesible primavera de su hermosura. Y estás
preguntándote ya quién ha reunido, y para quién, tanta belleza en aquel
desierto rincón de la montaña, cuando una fila de monjes negros aparece junto
al altar y se ubica sin ruido en los tallados asientos del coro. Y te asustas,
porque sólo te ha guiado una razón de arte. No bien el Celebrante inicia la
aspersión del agua, los del coro entonan el Asperges. La casulla roja, con su
cruz bordada en oro, resplandece luego sobre el alba purísima que viste aquel
mudo sacrificador: en su antebrazo izquierdo cuelga ya el manípulo rojo sangre
como la casulla. Y cuando el Celebrante sube las gradas del altar lleno de
florecillas rojas, los monjes de pie cantan el Introito. A continuación los
Kiries desolados, el Gloria triunfante, la severa Epístola, el Evangelio de
amor y el fogoso Credo resuenan en la nave solitaria. Y escuchas desde tu
escondite, como un ladrón sorprendido, porque sólo te ha guiado una razón de
arte. Ofrecidos ya el pan y el vino, una crencha de humo brota en el incensario
de plata; y el Celebrante inciensa las ofrendas, el Crucifijo, las dos alas del
altar; devolviendo el incensario al acólito, recibe a su vez el incienso y lo
agradece con una reverencia; en seguida el acólito se dirige a los monjes y los
inciensa, uno por uno. Y sigues atentamente aquella estudiada multiplicidad de
gestos cuyo significado no alcanzas; y, no sin inquietud, piensas ya que tan
solemne liturgia se desarrolla sin espectador alguno y en un desierto rincón de
la montaña, tal una sublime comedia que actores locos representasen en un
teatro vacío. Pero de súbito, cuando sobre la cabeza del Celebrante se yergue
la Forma blanca, te parece adivinar allí una presencia invisible que llena todo
el ámbito y en silencio recibe aquel tributo de adoración, la presencia de un
Espectador inmutable, sin principio ni fin, mucho más real que aquellos actores
transitivos y aquel teatro perecedero. Y un terror divino humedece tu piel, y
tiemblas en tu escondite de ladrón; porque sólo te ha guiado una razón de
arte”.
Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres (1948), Libro
V, parte I.