Luz del Tabor
Si Cristo es «la luz del
mundo» (Jn 8, 12), los misterios de su vida son misterios de luz. Dentro de la
tradición oriental, de manera singular, la luz tiene un papel de primordial
trascendencia en relación con la vida espiritual. La luz tiene su fuente última
en la Trinidad (San Gregorio de Nazianzo). Dios, incomunicable por naturaleza,
se comunica mediante sus manifestaciones; se da a conocer mediante sus
“energías”. La Luz eterna se encarna en Cristo, luz verdadera que ilumina a
todos los hombres, luz que brilla en las tinieblas, fuego arrojado en la tierra
para que se haga incendio.
La luz de la
contemplación es el camino hacia la iluminación plenaria. Los Padres griegos no
han dejado de relacionar la teología con la luz divina. San Gregorio de Nyssa,
por ejemplo, afirma que no hay teología sin contemplación, y esta no se da sin
una iluminación interior. Asimismo, los Padres se refieren al progreso
espiritual en términos de luz. El mismo Gregorio describe el ascenso del alma
que oye una voz que le dice: “te has hecho hermosa acercándote a mi luz”.
En la impugnación de los
misterios de luz algunos alcanzan alto grado de frikismo. Por ejemplo, al
designar a los misterios luminosos
como misterios illuminatis. Si se
tomaran la molestia de investigar un poquito en los Santos Padres, verían que
el bautismo es denominado como un misterio
de iluminados… Misterio, pues así se denominan los sacramentos en griego; de
iluminados, porque el bautizado recibe a la luz de Cristo y está llamado a
iluminar a los demás.
Transcribimos ahora unas páginas
de un libro del P. Alfredo Sáenz cuya lectura recomendamos vivamente. Todo el
capítulo cuarto, titulado “La
transfiguración de la materia por la luz y el color” merece una lectura
atenta.
LA LUZ DE LA TRANSFIGURACION O LUZ TABORICA.
Ya hemos aludido, si bien someramente, a este
misterio. Con todo, merece una consideración más prolongada. El
hecho de la Transfiguración es para el mundo oriental un
acontecimiento central entre los misterios de Cristo. Y está en conexión
directa con el sentido luminoso de los iconos, al punto que la primera
imagen que había de hacer el artista era el icono de la
Transfiguración...
a) El misterio de la Transfiguración
"Se transfiguró delante de ellos; su
rostro resplandeció Como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como
la luz" (Mt 17, 2; cf. Mc 9, 3; Lc 9, 29). Jesús se manifestó a sus
discípulos no ya en su "forma de siervo", sino como Señor.
Dice San Pablo que antes de su encarnación
Cristo existía "en forma de Dios" —in forma Dei—, pero luego se
anonadó tomando la "forma de siervo" —forma servi— (cf. Fil
2,6-7). Existir in forma Dei es vivir en el "esplendor de la
gloria" —splendor gloriae— (Heb 1, 3). El Hijo se despoja
voluntariamente de su gloria, se vacía de sí, por decirlo de alguna manera,
se reduce a forma humana, sin dejar por cierto de ser Dios. La forma Dei y
la forma serví se encontraron cuando el Verbo se hizo hombre, pero
entonces la naturaleza divina veló su gloria al revestir la "forma
servi"; en cambio, a partir de su resurrección, la naturaleza humana
se despojó de la "forma servi", des-velando la "forma
Dei". Pero debe quedar bien en claro que así como antes, al abajarse,
no dejó de ser Dios, así ahora, al elevarse, no deja de ser hombre.
Sin embargo advertimos por el evangelio que
aun antes de su resurrección en algunas ocasiones dejó
transparentar la gloria que escondía, como por ejemplo
al realizar milagros tan sobrenaturales. Algo semejante acaeció en momento de su Transfiguración sobre
el Tabor. Su cuerpo íntegro se convirtió, por así decirlo, en el
vestido luminoso de su divinidad. "En lo que concierne al carácter de
la Transfiguración —afirman los Padres del Séptimo Concilio
Ecuménico— ella tuvo lugar no de manera que el Verbo abandonase la imagen
humana, sino más bien mediante la iluminación de esta imagen humana
por su gloria".
San Juan Damasceno se refirió repetidas veces
a la Transfiguración. En una de sus homilías sobre dicho
misterio afirma que Cristo, al encarnarse, en modo alguno perdió el
esplendor de su divinidad sino que tan sólo lo veló por milagro fue el
permanente ocultamiento de su gloria. Y así "en la Transfiguración,
Cristo no se convirtió en lo que no era antes, sino que se mostró a sus
discípulos tal cual era, abriéndoles los ojos, dándoles la vista a los que
eran ciegos". Aquel a quien los apóstoles veían sobre el Tabor era el
Jesús de siempre, pero ahora habían recibido el poder de contemplarlo en
su gloria eterna, de percibir la "energía" de su naturaleza
divina. "Lo divino lo eleva [sobre lo creado] y comunica al
cuerpo el resplandor propio de su gloria". Es la aplicación de la
doctrina energética a la cristología: la naturaleza divina permanece
inaccesible en sí misma, pero su energía gloriosa penetra la naturaleza
creada, la impregna con su esplendor. La humanidad de
Cristo refleja a Dios.
(…)
b. Hacerse luz
En la Transfiguración el Señor mostró su gloria. Pero de poco
hubiera valido que Cristo resplandeciese si nadie hubiese sido capaz de
contemplarlo tal, si los allí presentes no hubiesen tenido ojos para
percibir la transformación. Siguiendo la enseñanza arriba consignada del
Damasceno, podríase decir que la Transfiguración no implicó un
cambio en Cristo, ni siquiera en su naturaleza humana, sino que
el cambio se produjo en el interior de los Apóstoles que
recibieron por un momento la facultad de ver a su Maestro tal cual
era, resplandeciendo con la luz eterna de su divinidad… la Transfiguración de Cristo fue de hecho la
transfiguración de las facultades receptivas de los apóstoles. Por algunos
instantes, sus ojos físicos se abrieron, se transformaron, se hicieron
capaces de trascender las apariencias humildes de quien tomó la forma de
siervo, atisbando su gloria encandilante. Sólo se puede entrever
la luz divina con los ojos corporales si el que la
contempla participa en dicha luz, es transformado por ella.
Viene aquí al caso volver a
aquella frase tan recurrida de San Ireneo, que se suele citar en forma
trunca, y a la que nos hemos referido páginas atrás, donde se reúnen los
temas de la luz, la gloria y la visión: "La gloria de Dios es
el hombre vivo, mientras que la vida del hombre es la visión de
Dios". Dicha frase remata lo
que había dicho poco antes, a saber, que el Hijo de Dios se había hecho
hombre para que la luz de su Padre invadiese su cuerpo, y desde allí
llegase hasta nosotros.
La luz eterna de Dios se concentró en Cristo,
y los discípulos sólo pudieron percibirla... Ya hemos visto cómo los
orientales distinguen la luz sensible, la luz inteligible y la luz divina.
Dios se da a conocer al hombre entero de modo que éste, partiendo de
lo sensible y pasando por lo inteligible, trascienda a su modo el tiempo y
el espacio, y entre en la esfera divina, más allá de las fronteras de la
naturaleza creada. "Quien participa en la energía divina —escribe
Palamás—, se convierte, de alguna manera, en luz; está unido a la luz y,
con la luz, ve con plena conciencia todo lo que permanece escondido a
los que no tienen esta gracia...; porque los puros de corazón ven a Dios
que, siendo luz, habita en ellos, y se revela a aquellos que lo aman, a
sus bienamados".
El Antiguo Testamento nos ofrece una especie
de prefiguración del Tabor cuando nos muestra a Moisés hablando con Dios
"cara a cara", como se habla con un amigo (cf. Ex 33, 11; Deut 34, 10). Fue un encuentro personal con un Dios personal, aunque envuelto en el
misterio, en las sombras (cf.
Ex 33, 18-23). En otra ocasión alternó con Dios en la cumbre del Sinaí, y
nos dice el texto que cuando bajó de la montaña, su rostro aún estaba radiante (cf. Ex 34, 29), porque
reflejaba el rostro luminoso de Dios, cumpliéndose aquella fórmula de
bendición imperada por el mismo Yahvé: "Que haga resplandecer su rostro sobre ti" (Num 6, 25)…
Son las realidades del siglo futuro las que
acá se dejan entrever. Pero dichas realidades están de algún modo
presentes en todos los cristianos, si bien incoativamente, porque no
otra cosa es la gracia bautismal. Ya hemos dicho que antiguamente los
bautizados recibían el nombre de "fotismoi", iluminados, y
cuando eran revestidos con túnicas blancas, según el rito litúrgico, se les
decía que se cubrían con los vestidos luminosos de Cristo tal como El los
mostró en su Transfiguración. "Habiéndose acercado a la luz,
el alma se transforma en luz", explicaba San Gregorio de Nyssa.
Pero la gracia de la iluminación recibida en el sacramento no es estática,
sino que debe ser alimentada y profundizada mediante el progreso
espiritual. Cuando esa luz no encuentra tropiezo en los corazones, "transforma
en luz a los que ilumina", según las categóricas palabras de
San Simeón.
Tomado de:
Sáenz, Alfredo. El icono esplendor de lo sagrado. Ed. Gladius (Buenos Aires), p.
202 y ss.