domingo, 21 de septiembre de 2014

Cantando las cuarenta, en gregoriano (2)

Cantando las cuarenta, en gregoriano (2)

Hildegarda de Bingen (anticristo saliendo de la Iglesia) 
Pecados espirituales
Pero no sólo existían las relaciones carnales.
Cuando el gran Dante dividió los estratos infernales en la Divina Comedia, colocó a los lujuriosos en un lugar menos templado que a los simuladores y orgullos. 
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¿Por qué? porque es más grave pecar con el alma que pecar con el cuerpo; es más grave la fornicación espiritual que la carnal. En efecto, el alma “es de tantos modos esclava” según Aristóteles, que una y otra vez tiende a agacharse ante los poderes de este mundo y del espíritu. Y el alma clerical no está exenta de culpa, cosa que Santa Hildegarda sabía.
 
En el año 1122, por ejemplo, luego de varias idas y vueltas, se logró llegar al Concordato de Worms, con el que se dio fin a la famosa “querella de las investiduras” (disputa de poderes entre la Iglesia y el Imperio en sus respectivos gobiernos). La Iglesia, por este tratado, se independizaba del imperio para ser fiel a la Verdad y a sus principios sin dejarse doblegar por el poder mundano. Era una fidelidad ante todo a Dios y Su la Iglesia y no al imperio o “a la democracia”, como algunos prelados creen aún. Pero no todos estaban de acuerdo; había obispos y papas que preferían el aplauso del mundo a la persecución, agregando quizás a su credo, la célebre máxima de Groucho Marx: “estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo estos otros”.
La reformadora Hildegarda, movida por la “voz viviente” (como llamaba a la inexorable voz de Dios) sin transar con poder alguno, se animaba a corregir a emperadores, papas y a cuanto padeciera el error; porque es la obediencia la que salva, la “obediencia a la verdad” (1 Pe 1,22). No tuvo empacho entonces, en corregir ni siquiera al terrible emperador Federico Barbarroja, asolador de conventos y villas, y –a la vez– benefactor de su propio monasterio:
“Oh Rey, es muy necesario que en tus asuntos seas cuidadoso (…) yo te veo como un niño, y como quien vive de manera insensata y violenta ante los Ojos Vivientes, en medio de muchísimos trastornos y contrariedades (…). Ten cuidado entonces que el Soberano Rey no te derribe a tierra a causa de la ceguera de tus ojos, que no ven cómo usar rectamente el cetro del reino que tienes en tu mano”[1]. Y hablando en nombre de Dios, le decía: “Oye esto, rey, si quieres vivir; de otra manera, Mi espada te golpeará”[2].
Si hasta al mismo Papa Anastasio IV, quien había permitido la ordenación episcopal de un obispo “oficialista”, es decir, nombrado por el emperador, le reclamó:
“¿Por qué no rescatas a los náufragos que no pueden emerger de sus grandes dificultades a no ser que reciban ayuda? ¿Y por qué no cortas la raíz del mal que sofoca las hierbas buenas y útiles, las que tienen un gusto dulce y suavísimo aroma? (…) ¿Por qué soportas las malvadas costumbres de esos hombres que viven en las tinieblas de la estupidez, reuniendo y atesorando para sí todo lo que es nocivo y perjudicial, como la gallina que grita de noche aterrorizándose a sí misma?” 183. “No erradicas el mal que desea sofocar al bien sino que permites que el mal se eleve soberbio, y lo haces porque temes (…). Tú, oh hombre que te sientas en la cátedra suprema, despre­cias a Dios cuando abrazas el mal; al que en verdad no rechazas sino que te besas con él cuando lo mantienes bajo silencio –y lo soportas– en los hombres malvados”[3].
¿Qué no diría esta nueva Laurencia (aquella fuerte mujer de Fuenteovejuna) a quienes hoy intentan todo contubernio con el mundo, quedando con más olor a bosta de oveja que a oveja misma? Quizás hubiese sido censurada, máxime cuando hubiesen descubierto la tremenda visión del Anticristo, donde lo pinta saliendo desde las entrañas mismas de la Iglesia[4].
 
Cantar las cuarenta
Hildegarda predicaba y actuaba, recorría los conventos y fundaba nuevos.
Dos últimos episodios narraremos aquí que tienen “un gran significado para el mundo de hoy”, como dijo Benedicto XVI de sus enseñanzas.
En cierta ocasión a una abadesa se le ocurrió acusar de “discriminación” a la de Bingen por tener un convento exclusivo para mujeres nobles (como era costumbre en la época). Sin escrúpulos y sabiendo que la Iglesia era para los pobres pecadores, le respondió:
“Dios hace distinción entre quienes habitan en la tierra como también entre los habitantes del cielo, donde hay ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones o potestades, querubines y serafines. Y todos estos son amados por Dios, aunque no tienen igual nombre, esto es, rango (…). Y escrito está: ‘Dios no rechaza a los poderosos, porque también Él es poderoso’(Job 36,5)”[5].
Es que Dios no es comunista…
 
Hildegarda, casi al final de su vida, debió sufrir una terrible condena por parte de un obispo cansado de tantas verdades; ante la muerte de un ex–excomulgado (alguien que se había arrepentido y a quien se le había levantado la pena), la abadesa permitió darle cristiana sepultura en su cementerio conventual, lo que implicó un castigo (no se asombre: hubo un tiempo en que la Iglesia aún no alababa a los pecadores públicos, sino que les privaba hasta del camposanto).
El castigo por este acto antigonesco fue tremendo tanto para ella como para sus benedictinas: además de no comulgar (cayeron en entredicho) se les impidió cantar los salmos, por lo que sólo podían recitarlos. Un año duró ese duro y penoso silencio salmodial.
La osadía y virilidad de esta mujer que se decidió en tiempos turbulentos a predicar la Verdad, siguen siendo ejemplo para el hombre de hoy. Sin temor a censuras mundanas o de todo tipo, es arquetipo y testimonio perenne de un tiempo en que la verdadera libertad de los hijos de Dios, se llevaba adelante: la Edad Media.
Santa Hildegarda cantó cuarenta; eso sí, en gregoriano.
Todavía podría decirnos algo a nosotros, católicos evolucionados…
Que no te la cuenten
P. Javier Olivera Ravasi, IVE