Cantando las cuarenta, en gregoriano (2)
Pecados espirituales
Pero no sólo existían las relaciones carnales.
Cuando el gran Dante dividió los estratos infernales en la Divina Comedia, colocó a los lujuriosos en un lugar menos templado que a los simuladores y orgullos.
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¿Por qué? porque es más grave pecar con el alma que pecar con el cuerpo;
es más grave la fornicación espiritual que la carnal. En efecto, el
alma “es de tantos modos esclava” según Aristóteles, que una y otra vez
tiende a agacharse ante los poderes de este mundo y del espíritu. Y el
alma clerical no está exenta de culpa, cosa que Santa Hildegarda sabía.
En
el año 1122, por ejemplo, luego de varias idas y vueltas, se logró
llegar al Concordato de Worms, con el que se dio fin a la famosa
“querella de las investiduras” (disputa de poderes entre la Iglesia y el
Imperio en sus respectivos gobiernos). La Iglesia, por este tratado, se
independizaba del imperio para ser fiel a la Verdad y a sus principios
sin dejarse doblegar por el poder mundano. Era una fidelidad ante todo a
Dios y Su la Iglesia y no al imperio o “a la democracia”, como algunos
prelados creen aún. Pero no todos estaban de acuerdo; había obispos y
papas que preferían el aplauso del mundo a la persecución, agregando
quizás a su credo, la célebre máxima de Groucho Marx: “estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo estos otros”.
La reformadora Hildegarda, movida por la “voz viviente” (como llamaba
a la inexorable voz de Dios) sin transar con poder alguno, se animaba a
corregir a emperadores, papas y a cuanto padeciera el error; porque es la obediencia la que salva, la “obediencia a la verdad”
(1 Pe 1,22). No tuvo empacho entonces, en corregir ni siquiera al
terrible emperador Federico Barbarroja, asolador de conventos y villas, y
–a la vez– benefactor de su propio monasterio:
“Oh Rey, es muy necesario que en tus asuntos seas cuidadoso (…) yo te
veo como un niño, y como quien vive de manera insensata y violenta ante
los Ojos Vivientes, en medio de muchísimos trastornos y contrariedades
(…). Ten cuidado entonces que el Soberano Rey no te derribe a tierra a
causa de la ceguera de tus ojos, que no ven cómo usar rectamente el
cetro del reino que tienes en tu mano”[1]. Y hablando en nombre de Dios, le decía: “Oye esto, rey, si quieres vivir; de otra manera, Mi espada te golpeará”[2].
Si hasta al mismo Papa Anastasio IV, quien había permitido la
ordenación episcopal de un obispo “oficialista”, es decir, nombrado por
el emperador, le reclamó:
“¿Por qué no rescatas a los náufragos que no pueden emerger de sus grandes dificultades
a no ser que reciban ayuda? ¿Y por qué no cortas la raíz del mal que
sofoca las hierbas buenas y útiles, las que tienen un gusto dulce y
suavísimo aroma? (…) ¿Por qué soportas las malvadas costumbres de esos
hombres que viven en las tinieblas de la estupidez, reuniendo y
atesorando para sí todo lo que es nocivo y perjudicial, como la gallina
que grita de noche aterrorizándose a sí misma?” 183. “No erradicas el mal que desea sofocar al bien sino que permites que el mal se eleve soberbio, y lo haces porque temes (…). Tú, oh hombre que te sientas en la cátedra suprema, desprecias a Dios cuando abrazas el mal;
al que en verdad no rechazas sino que te besas con él cuando lo
mantienes bajo silencio –y lo soportas– en los hombres malvados”[3].
¿Qué no diría esta nueva Laurencia (aquella fuerte mujer de Fuenteovejuna)
a quienes hoy intentan todo contubernio con el mundo, quedando con más
olor a bosta de oveja que a oveja misma? Quizás hubiese sido censurada,
máxime cuando hubiesen descubierto la tremenda visión del Anticristo,
donde lo pinta saliendo desde las entrañas mismas de la Iglesia[4].
Cantar las cuarenta
Hildegarda predicaba y actuaba, recorría los conventos y fundaba nuevos.
Dos últimos episodios narraremos aquí que tienen “un gran significado
para el mundo de hoy”, como dijo Benedicto XVI de sus enseñanzas.
En cierta ocasión a una abadesa se le ocurrió acusar de
“discriminación” a la de Bingen por tener un convento exclusivo para
mujeres nobles (como era costumbre en la época). Sin escrúpulos y
sabiendo que la Iglesia era para los pobres pecadores, le respondió:
“Dios hace distinción entre quienes habitan en la tierra como también
entre los habitantes del cielo, donde hay ángeles, arcángeles, tronos,
dominaciones o potestades, querubines y serafines. Y todos estos son
amados por Dios, aunque no tienen igual nombre, esto es, rango (…). Y
escrito está: ‘Dios no rechaza a los poderosos, porque también Él es
poderoso’(Job 36,5)”[5].
Es que Dios no es comunista…
Hildegarda,
casi al final de su vida, debió sufrir una terrible condena por parte
de un obispo cansado de tantas verdades; ante la muerte de un
ex–excomulgado (alguien que se había arrepentido y a quien se le había
levantado la pena), la abadesa permitió darle cristiana sepultura en su
cementerio conventual, lo que implicó un castigo (no se asombre: hubo un
tiempo en que la Iglesia aún no alababa a los pecadores públicos, sino
que les privaba hasta del camposanto).
El castigo por este acto antigonesco fue tremendo tanto para ella
como para sus benedictinas: además de no comulgar (cayeron en
entredicho) se les impidió cantar los salmos, por lo que sólo podían
recitarlos. Un año duró ese duro y penoso silencio salmodial.
La osadía y virilidad de esta mujer que se decidió en tiempos
turbulentos a predicar la Verdad, siguen siendo ejemplo para el hombre
de hoy. Sin temor a censuras mundanas o de todo tipo, es arquetipo y
testimonio perenne de un tiempo en que la verdadera libertad de los
hijos de Dios, se llevaba adelante: la Edad Media.
Santa Hildegarda cantó cuarenta; eso sí, en gregoriano.
Todavía podría decirnos algo a nosotros, católicos evolucionados…
Que no te la cuenten
P. Javier Olivera Ravasi, IVE