Esa comunidad de destino llamada Europa. Por Dominique Venner
Hoy desunida, socavada por influencias
nocivas y deletéreas, Europa se encamina, a gran velocidad, hacia la
disolución de su antigua civilización y la desintegración de sus
naciones, bajo los efectos combinados del envejecimiento, la inmigración
y la esclerosis económica. Las viejas naciones europeas están
amenazadas en su existencia por su crisis demográfica y los efectos de
la inmigración masiva, mientras que los Estados europeos han sido
desplazados por las nuevas potencias mundiales. Sería completamente
ilusorio considerar a la impotente Unión bruselense como un actor capaz
de rivalizar con China, la India, Japón, Rusia o los Estados Unidos, que
son Estados coherentes y pujantes. A falta de recursos propios, sabemos
que los débiles Estados europeos se ven obligados a ceder sectores
enteros de su economía nacional a las sociedades capitalistas chinas,
indias o árabes.
Contrariamente a lo que pretenden los
adoradores de la mundialización, un Estado fuerte, encarnación del
poder, así como el gran espacio estatal, continúan siendo los únicos y
verdaderos actores internacionales. Cuando se comprenda esto,
comprenderemos también que no existirá nunca un conjunto europeo, una
potencia europea capaz de garantizar la supervivencia de sus pueblos y
de sus naciones culturales, hasta que no exista un auténtico Estado
europeo identitario, una robusta República europea de tipo federal que
recupere y proteja la sustancia de las antiguas naciones, instrumento
político al servicio de los pueblos y de los ciudadanos europeos de
origen.
Todo se conjuga, por el momento, contra
la edificación de un Estado político europeo. Los mundialistas,
inventores del sistema bruselense, se complacen en pensar en un mundo
sin enemigos en cuyo seno sus utopías democráticas se difundirían
gracias a un mercado planetario que está arrasando las sociedades
europeas. En el lado opuesto, los soberanistas nacionales se encierran
en un discurso de encantamiento que ignora la brecha entre la debilidad
de las antiguas naciones y sus declaraciones de intenciones. Por otra
parte, los movimientos populistas, engendrados por el hartazgo de las
poblaciones frente a las insoportables condiciones de vida, se encierran
en el ilusorio repliegue prenacional y en el rechazo de la identidad
europea.
Sería,
por tanto, desesperante esta situación si no sobreviniera de forma
imprevista un “choque sistémico”. Un choque causado por una convergencia
de crisis. Esto tiene, como casi todo, su parte buena y su parte mala.
El ineluctable choque sistémico que vendrá necesariamente, provocará que
el poder reinvierta las erróneas imágenes que nos abruman, favoreciendo
la emergencia de una conciencia europea, de “una voluntad comunitaria
de supervivencia y de existencia libre en una misma soberanía”. Con
otras palabras, el surgimiento de un nuevo europeísmo.
Los tiempos difíciles que esperan a la
seudo-Unión europea y a los europeos darán buena cuenta de las
instituciones bruselenses. Pero también obligarán a los europeos a
caminar hacia una mayor unidad. Sin un Estado europeo potente, señala
Gérard Dussouy, sin una auténtica política europea, el Viejo
continente, minado por su debilidad económica y demográfica, lleno de
fracturas y desencuentros, será conducido hacia una mortal marginación
en un mundo dominado por gigantes potencias nada filantrópicas.
El peligro entrañará una brutal revisión
de las “representaciones” caducas. Nuestros pueblos descubrirán que
existe “una vía y sólo una, la del Estado europeo, soberano e
identitario”. Con la prueba de los hechos, captarán finalmente que la
ideología universalista, que subyace en nuestras actuales
representaciones del mundo, les conduce a su perdición. Por necesidad,
superarán sus etnocentrismos respectivos en provecho de ese nuevo
europeísmo.
Al formular este audaz proyecto de un
Estado federal europeo asociado con Rusia, no deben ocultarse sus
obstáculos. Vemos claramente que la falta de comunicación entre los
pueblos de Europa, atados por sus partidos nacionales y los funcionarios
europeos, para la realización de sus objetivos, es el principal
obstáculo para dar forma a una respuesta verdaderamente comunitaria
frente a los desafíos que nos acosan. Pero contamos también con una
nueva cultura política europea que invade a los nuevos partidos
políticos, haciendo nacer una “vanguardia” europea capaz de constituir
un primer “núcleo duro” al que los demás se irían agregando.
Dicho
de otra forma, las nuevas realidades geopolíticas y el choque sistémico
por venir, harán aparecer, frente a los Otros, la afirmación de un
Nosotros europeo que separe claramente lo que pertenece al interior (lo
europeo) de lo que viene del exterior (lo internacional). Una auténtica
supranacionalidad se impondrá entonces como una cuestión de vida o
muerte. Con la creación de un Estado auténtico, nacerá también un
espacio económico europeo homogéneo y desconectado del mercado mundial
del capital y del trabajo.
El malestar social e identitario que
explica el fuerte auge de los nacional-populistas a través de todo el
continente europeo, apunta, paradójicamente, a la comunidad de destino
de los europeos. En el seno de estos movimientos surgirá un día la
conciencia de que es necesario unirse si no se quiere desaparecer. La
promoción de la identidad europea fundará una imagen cultural
reconstituida y no absorbente de las identidades nacionales y
regionales.
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