Nunca hubo genocidio español en América. Por José Javier Esparza
El 12 de octubre de
2005, la agencia oficial argentina Télam emitía un texto donde aseguraba
que “con la llegada de los conquistadores se inició un exterminio que
arrasó con 90 millones de pobladores de la región y quebró el desarrollo
cultural de este lado del Atlántico. […] El mayor genocidio de la
historia”.
¿En qué se basa esta
acusación? Se basa en datos que proceden de la propia época. Uno, muy
concreto, son los censos de población india realizados por los españoles
en el siglo XVI, que reflejan una reducción brutal del número de
nativos. Por ejemplo, los taínos de Santo Domingo pasaron de 1.100.000
en 1492 a apenas 10.000 en 1517. Es decir, en un cuarto de siglo había
prácticamente desaparecido la población precolombina de Santo Domingo y
las Antillas. ¡Un millón noventa mil muertos en sólo veinticinco años!
Esas cifras se extrapolaron después al resto del continente.
Sorprende
que un número exiguo de españoles fuera capaz de matar a tanta gente en
tan poco tiempo, pero, al fin y al cabo, hay un testimonio de la época
que lo afirma con toda claridad: el del dominico Fray Bartolomé de las
Casas, que contrapone la mansedumbre de los indios a la crueldad de los
españoles. Los españoles, en una generación, han matado a más de quince
millones de indios, dice fray Bartolomé. Unas líneas más adelante, en
ese mismo texto, el buen dominico multiplica esa cifra por dos.
Irrefutable, ¿no? Pues no.
El genocidio imposible
Primero, las cifras
del genocidio son imposibles: ¿Noventa millones de muertos en un siglo y
pico a manos de sólo 200.000 españoles, que más no fueron los que
pasaron a América? Eso cuadra mal. ¿Un millón de muertos en poco más de
veinte años, en un solo sitio, las Antillas, y en el siglo XVI, a base
de ballesta y arcabuz? Es impracticable, sobre todo si tenemos en cuenta
que, al mismo tiempo, los Reyes Católicos habían dado órdenes muy
estrictas de tratar bien a los indígenas. Por otro lado, ¿quién hizo el
censo? ¿Son fiables esas cifras? Respecto a Las Casas, ¿por qué denuncia
tantos crímenes y, sin embargo, nunca dice dónde ni cuándo se
produjeron, como tampoco da el nombre del criminal? ¿Y por qué da unas
cifras y después, a medida que se va calentando, va subiendo el número
de muertos sin temor a la contradicción?
Y además, si esto pasó
en América, ¿por qué no pasó en Filipinas, donde no hay noticia de
genocidio alguno (no, al menos, hasta el que perpetraron los
norteamericanos a principios del siglo XX)? Aún peor: Las Casas logró su
objetivo y en 1547 la Corona prohibió el sistema de encomiendas, que
según fray Bartolomé era la causa de las muertes, pero los indios
siguieron muriendo. No sólo eso, sino que por dos veces se le autorizó a
construir una especie de “república de indios”, que era lo que él
reclamaba, y las dos veces sus asentamientos fueron atacados por los
propios indios. ¿Por qué? ¿Qué pasa aquí? Nada encaja. Vamos a explicar
lo que pasó de verdad.
Primero, el asunto de
la población. Directamente: los censos de la época no valen. Eso lo ha
demostrado una norteamericana, Lynne Guitar, de la Universidad de
Vanderbilt, que fue a Santo Domingo a estudiar la historia de los taínos
y se quedó allí: hoy es profesora del Colegio Americano en Santo
Domingo. Y la profesora Guitar descubrió que los censos no es que no
sean fiables, sino, más aún, que son inútiles: cuando un indio se
convertía al cristianismo y vivía como un español, o más aún si se
mestizaba, dejaba de ser censado como indio y era inscrito como español.
Y si luego venía otro funcionario con distinto criterio, entonces
volvía a ser inscrito como indio, y así hay casos de ingenios de azúcar
donde los indios pasan de ser unos pocos cientos a ser 5.000 en sólo dos
años, y después la cifra decrece radicalmente para, de repente, volver a
aumentar. Para colmo, los encomenderos –los españoles que regentaban
tierras y explotaciones– mentían en sus censos, porque preferían
trabajar con negros, a los que podían esclavizar, que con indios, cuya
esclavitud estaba prohibida por la Corona, de manera que
sistemáticamente ocultaban las cifras reales. Es decir que las cifras
censales de los indios en América, en el siglo XVI, son papel mojado.
¿Cuántos
indios había realmente en América? Según los cálculos de Rosemblat, que
siguen siendo los más serios, la población total de la América indígena
no pasaba de los 13 millones desde el Canadá hasta la Tierra del Fuego.
Le recuerdo a usted la nota de la agencia oficial argentina Télam
citada al comienzo: “un genocidio de 90 millones de indios”. Jamás hubo
tantos. ¿Mentía entonces fray Bartolomé al hablar de aquel exterminio?
Quizá no a conciencia. Las Casas vio graves casos de crueldad. Y vio
también muertos, muchos muertos. Era fácil conectar una cosa con otra.
Pero hoy sabemos que la gran mayoría de aquellos muertos, que sin duda
se contaron por cientos de miles, fueron causados por los virus, algo
que ningún español del siglo XVI podía conocer.
La guerra de los virus
También sobre esto hay
estudios incontestables. Desde muy pronto se pensó en la viruela; se
cree que la introdujo en América un esclavo negro de Pánfilo de Narvaéz,
hacia 1520, y se sabe que hizo estragos en Tenochtitlán. Cuando Pizarro
llegó al Perú, encontró que la población estaba diezmada por la viruela
mucho antes de que ningún español hubiera asomado por allí la nariz: el
virus había viajado por selvas y cordilleras a través de los animales.
Estudios posteriores, como el del doctor Francisco Guerra, señalan sobre
todo a la gripe porcina, la llamada “influenza suina”, como causante de
la mortandad indígena a principios del XVI. El hecho es que los
indígenas americanos, que habían vivido siempre aislados del resto del
mundo, recibieron de repente y en muy pocos años el impacto combinado de
todos los agentes patógenos difundidos por los buques europeos, sus
cargamentos, sus animales, sus pasajeros. Un investigador de la
Universidad de Nueva York, Dean Snow, precisa que la gran mortandad no
tuvo lugar en el siglo XVI, sino después, cuando empezaron a llegar
niños, es decir: tosferina, escarlatina, paperas, sarampión; fue letal.
Del mismo modo que los primeros establecimientos españoles en América
fueron diezmados por las fiebres, así también los indios, en gigantescas
proporciones, fueron diezmados por los virus. Virus que sus cuerpos
desconocían y que no pudieron resistir. ¿Recordamos algún caso más
reciente? Entre los años 1918 y 1919, la llamada “gripe española” causó
la muerte de más de treinta millones de personas en todo el mundo. Lo de
América no fue inusual.
Los estudios de los
últimos treinta años son prácticamente unánimes: hubo ciertamente altas
cifras de mortandad entre las poblaciones amerindias, pero las cifras se
reparten por igual entre los indios aliados de los españoles y entre
sus enemigos, y aún más, las cifras de mortandad entre los propios
españoles son, proporcionalmente, más elevadas aún que las de los
nativos. Es decir que la mortandad es cierta, pero no el genocidio.
Hoy ningún
investigador serio discute que la causa principal de la mortandad entre
nativos y entre españoles fueron los virus: los indígenas cayeron a
mansalva bajo el efecto de enfermedades que los españoles llevaron
consigo y que en aquel mundo eran desconocidas, mientras que los
españoles quedaban aniquilados por enfermedades tropicales –malaria,
dengue, leishmaniasis, tripanosomiasis, etc.– que no sabían cómo tratar.
Ya hemos citado el caso del Perú: cuando llega Pizarro, la población
del Imperio inca lleva varios años soportando los efectos de una dura
epidemia de viruela mucho antes de que ningún español hubiera asomado
por allí el morrión. Otro dato: cuando Hernando de Soto se encuentra con
la misteriosa Dama de Cofitachequi, en la actual Carolina del Sur, lo
que halla a su alrededor es un poblado convertido en necrópolis por el
efecto de las enfermedades. La llegada a las Indias de los primeros
niños europeos, con su carga de varicelas, sarampiones, paperas y demás,
fue más letal que cualquier ejército. Mientras tanto, las expediciones
de Bobadilla, Ovando y Pedrarias, por ejemplo, contabilizaban hasta un
50 por ciento de bajas mortales apenas dos meses después de haber
desembarcado, los de Pizarro caían fulminados por infecciones, etc. Los
avances de la medicina en el último medio siglo han permitido explicar
numerosos episodios de este género. Es asombroso que aún hoy tantos
historiadores sigan renuentes a introducir el factor médico en sus
narraciones de la Conquista.
De
manera que hubo, sí, una mortalidad mayúscula de indios en América,
pero no fue un genocidio. Un genocidio requiere que haya voluntad de
exterminio. Eso no pasó en la América española. Pasará después en la
América anglosajona, que sí ejecutó proyectos de exterminio deliberado
de la población indígena. Esa misma América anglosajona que ahora
maldice a Colón y los españoles.
La verdad de la Conquista
La conquista española
de América –la cruzada del océano– fue propiamente una conquista, es
decir, una operación de dominio, de poder, y en su crónica surgen
inevitablemente los mismos episodios de violencia, depredación y guerra
que en cualquier otra conquista de cuantas la Historia conoce. Pero, al
mismo tiempo, fue una empresa guiada por un innegable espíritu de misión
en el sentido religioso del término: se trataba de convertir a la Cruz a
pueblos que vivían al margen de ella, y por eso en la aventura aparecen
elementos tan insólitos como la prohibición de la esclavitud, la
protección legal de los indígenas, el mestizaje o la multiplicación de
catedrales, universidades y hospitales a lo largo de todo el territorio
conquistado. El resultado de todo eso fue un mundo nuevo: un mundo que
ya no era el de las culturas amerindias, pero que tampoco era
propiamente una España
ultramarina, porque la
América hispana muy pronto tuvo su singular personalidad. El
antecedente más parecido que se le puede encontrar a este magno proceso
es la construcción del Imperio romano: del mismo modo que Roma creó en
Europa un mundo sobre la base de su lengua, sus legiones y su derecho,
así España creó en América un mundo sobre la base de su religión, su
idioma y su ley.
Enfrente estaban los
indios, por supuesto. Pero también sobre este particular hay que hacer
infinitas matizaciones y revisar numerosos tópicos. Los excesos
románticos de la literatura indigenista nos han vendido la imagen del
pérfido depredador español que llega a las Indias para explotar al buen
indio, que dormitaba tranquilamente en la puerta de su bohío. Es una
imagen ridícula. Primero y ante todo: los indios son tan protagonistas
de la Conquista como los propios españoles. Colón jamás habría podido
instalarse en La Española sin la aquiescencia de una buena parte de los
taínos. Cortés jamás habría conquistado México sin los tlaxcaltecas y
otros pueblos aliados, como Pizarro jamás habría conquistado el Perú sin
los tallanes, los huancas y los chachapoyas, entre otros muchos.
Segundo y no menos fundamental: taínos, tlaxcaltecas, tallanes y demás
pueblos aliados de los conquistadores se unieron a los españoles porque
estaban siendo salvajemente explotados por los caribes, los aztecas y
los incas, respectivamente. Ésa era la realidad.
La estampa del indio
que dormitaba feliz a la puerta de su bohío es estrictamente falsa. Las
comunidades amerindias, prácticamente sin excepción, eran sociedades muy
conflictivas, muy violentas, donde unos pueblos aniquilaban a otros sin
la menor contemplación, donde la esclavitud era una institución
absolutamente convencional, donde las mujeres –en términos generales–
eran usadas como objeto de cambio y donde los sacrificios humanos
formaban parte de la vida cotidiana. Todo esto no fue un invento de los
cronistas para legitimar la hegemonía española; todos los hallazgos
arqueológicos lo confirman. Por eso los pueblos más débiles, los que
sufrían la violencia de los más fuertes, se unieron a los españoles de
muy buen grado: aquellos sujetos barbudos envueltos en hierro eran su
única salvación. La Conquista no se sustancia, pues, en un simple
esquema “europeos contra indios”. La realidad fue muchísimo más
compleja. Y así como hubo algunas poblaciones indígenas enteramente
aniquiladas, hubo otras –de hecho, la mayoría– que abrieron las puertas a
la Conquista y contribuyeron a la radical transformación del
continente. Las cosas fueron así. Nunca hubo un genocidio español en
América.
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