viernes, 1 de marzo de 2019

EL VIL METAL





El vil metal. Las cuestiones económicas en "El abismo democrático" (y VII)

Concluimos hoy, con esta séptima entrega, la publicación de diversos extractos del ensayo de nuestro director, Javier R. Portella, el cual será presentado el 13 de marzo a las 19:00 h La Casa del Libro (Gran Vía, 29, Madrid). Quien se interese por el conjunto del libro, sólo tiene que desprenderse de algo (muy poco) de vil metal.
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El vil y dominante metal

Poco hemos hablado hasta aquí de lo que, denominado en otros tiempos vil metal, recibe hoy los honorables nombres de economía y bienestar. Mantengamos el nombre antiguo. No porque lo que representa tal metal sea impuro o vil —que no lo es—, sino porque, como ya hemos dicho y redicho, lo ha envilecido todo al plantar sus reales en el centro del mundo y de la vida.

Lo invade todo el dinero, se infiltra tanto por todas partes, es tanto lo que posibilita que hasta puede facilitar —en la medida en que su más justo reparto facilite el surgimiento de una nueva sensibilidad— que se haga realidad algo tan paradójico como lo que nos interesa aquí: desalojar el dinero —lo económico, en fin— del lugar que tan indebidamente ocupa.


Y desalojarlo significa: echarlo sin caer en la penuria o en la miseria en la que han caído todos cuantos, desde los albores del pasado siglo, pretendieron expulsar el vil metal, no ya del centro del mundo, sino de la faz misma de la Tierra.
Desalojémoslo, pues, pero conservando los principios de propiedad, dinero y mercado que los revolucionarios, en su desvarío, se empeñaron en abolir. Desalojémoslo obteniendo incluso una mayor y mucho más equilibrada prosperidad que la establecida mediante el dominio capitalista del mundo.
 […]
¿Todos artistas?
Somos los más consumados maestros en lo técnico y lo económico, rezuma por nuestros poros una inmensa sensibilidad para lo práctico. La cuestión es: ¿llegaremos algún día a alcanzar algo parecido para la belleza, el arte, el espíritu…?
De eso se trata: de que tal sensibilidad se dé también, y hasta en mayor grado, si cabe, en las cosas de la cultura y el arte, de los ritos y cultos, en la admiración ante la naturaleza, en el fervor ante lo divino…
¿Significa ello que todo el mundo debería estar imbuido de la más alta sensibilidad espiritual?
No, en absoluto. Abandonemos el aciago sueño ilustrado, olvidémonos de la perniciosa ilusión democrática, dejemos de lado las funestas pretensiones igualitarias. No todos tienen que ser artistas. En fin, serlo… No todos tienen que aspirar a ser artistas, no todos tienen que ambicionar ser sabios, no todos tienen que pretender ser cultos, no todos tienen por qué ir a la universidad, no todos los turistas tienen que acceder a todos los museos.
La mejor manera de que nadie sea artista, o culto, o sabio, es que todos tengan la obligación de serlo —o de parecerlo.
La mejor manera de que nadie sea artista, o culto, o sabio, es que todos tengan la obligación de serlo —o de parecerlo.
La mejor manera de impedir que el arte y la belleza empapen el aire del tiempo es pretender que atiborren la cabeza de cada cual.
¿Se debería impedir entonces que la gran cultura (o su barniz) esté al alcance de todos? No, de ningún modo. A la verdadera cultura todos deben tener el derecho de acceder —el derecho: no la obligación.
Lo que se requiere es que cada cual se implique en el ámbito —ya sea práctico o culto— en el que más descuelle, en el que mayor sea su excelencia, al tiempo que la cultura y la belleza impregnan el aire que, envolviéndolo todo, puede ser respirado por todos, al igual que se respiraba, cualesquiera que fuesen las desigualdades y jerarquías existentes, en un teatro de Atenas, en un templo de Roma, en una catedral del Medioevo, en unas fiestas del Renacimiento, en unas procesiones del Barroco…
[…]
 ¡Para qué diablos quieren tanta pasta!
¡Qué demonios puede hacer alguien con unas sumas que ningún ser humano es capaz, no ya de gastar, sino de ni siquiera malgastar en una vida!
Pero no se trata de gastar o de malgastar… No es eso lo que está en juego, no es éste el motor que los mueve.
De lo que se trata es de ambicionar, codiciar, atesorar… Y simbolizar. Se trata de significarse, no como el mejor —aquí la excelencia es lo de menos—, sino como el más fuerte, el más poderoso. Punto. 
Se trata de significarse, no como el mejor, sino como el más fuerte, el más poderoso.
Lo que durante siglos fueron el honor y la gloria, la nobleza y la excelencia públicamente reconocidas a través de todo un entramado de signos compuestos de estrictas normas de cortesía, refinados ceremoniales, cuidadosos protocolos, suntuosos ropajes, engalanados criados, señoriales palacios, fastuosas obras de arte…, todo lo que fue aquel fabuloso andamiaje que se compendiaba en un saber ser y estar en el mundo, todo eso es lo que se ha convertido hoy en secas, meras cifras.
Es eso el capitalismo, su meollo, su esencia. Es eso lo que hace, por ejemplo, que un Henry Ford, un David Rockfeller o un George Soros sean capitalistas con todas las de la ley, mientras que un Creso o un Cayo Mecenas no lo fueron en absoluto, por más gigantescas que hayan sido sus riquezas, por más colosales que hayan sido sus propiedades, minas o latifundios.
Más allá de la propiedad y de la producción, más allá de los beneficios de unos y del trabajo de otros, es eso el capitalismo: no sólo una codicia desbocada, sino una codicia que da vueltas sobre el vacío, que gira sobre sí misma, inagotable, buscando el infinito —ese infinito progreso, decían cuando aún creían en él, que sólo puede desembocar en la muerte de la tierra. Y en la del espíritu.
Es ese meollo del capitalismo lo que hay que extirpar. Con fórceps, de ser preciso. El resto puede y debe quedarse. 
[…]
No son las pequeñas y medianas empresas las responsables ni del gran arrasamiento de la naturaleza, ni del 41.900 por ciento, ni de las míseras migajas del festín, ni de su desenfreno, ni del expolio que nos hace trabajar la mitad de los días para saciar al Fisco, ni de la rapiña usurera de los bancos, ni de las grandes crisis que pauperizan a las clases medias y bajas, ni del loco embalarse de un sistema que hace, por ejemplo, que más del 75 por ciento de las operaciones bursátiles no sean realizadas por ningún ser humano, sino por megaordenadores que aprovechan la menor diferencia infinitesimal de precio para comprar y vender, en nanosegundos y a la velocidad de la luz, activos financieros de todo tipo, hasta el punto de que ciertos días los Mercados intercambian sumas que, sin estar sustentadas por cosas o servicios, equivalen a veinticinco veces el Producto Interior Bruto de la Tierra entera.
¡Cosas, cosas, cosas!... Son cosas, no cifras, no números, no algoritmos, lo que necesitamos que se produzca. Cosas productoras de beneficios, cosas que den ganancias abundantes, sustanciales (¿quién si no se aventuraría a arriesgar, invertir, emprender?). Pero cosas verdaderas: olorosas, fragorosas, enjundiosas, cosas que no sean «las engañifas de vida» de que hablaba Rilke, cosas que relinchen de vida y de ser, cosas que den todo el dinero que se quiera y más, pero que no tengan gusto a dinero, cosas que huelan a tiempo y a vida, cosas heridas de belleza, y cosas —las que no tengan la suerte de ser heridas— que sean al menos cosas bonitas, atractivas, chispeantes; cosas útiles, prácticas, eficaces también —¡cómo vivir, si no!—, pero no cosas adiposamente feas, viscosamente vulgares. Son cosas sedosas o rugosas lo que necesitamos, cosas tiernas como la luz encogida del alba, o cosas duras como el sol crujiente del verano, o cosas olorosas de curtida piel, o cosas cálidas de madera de arce o roble, de pino o nogal, o cosas finas de cristal, gráciles como piernas de mujer: todas las cosas, en fin, del mundo, todas las cosas de la vida. Pero ¡cosas, por los dioses! ¡Cosas, cosas!
[…]

Y como era imposible concluir estos extractos con las cuestiones económicas, vamos a hacerlo con la cuestión que, en últimas, es la fundamental.
Dios… Pero ¿qué Dios?
 No se trata de restaurar los antiguos cultos paganos, tampoco se trata de crear una nueva religión (sería una de esas sectas que corren por ahí). ¿Dónde entonces podría morar el dios que nos puede salvar?
Sólo puede hacerlo en un lugar: en la única religión que, pese a todo, pese a la muerte incluso de su Titular, existe aún entre nosotros: en el cristianismo, en esa religión que constituye, nos guste o no, la única tradición a través de la cual los restos de lo sagrado aún aletean (o dan sus últimos coletazos) en el cuerpo sensible de nuestra cultura.
Sí, os entiendo muy bien y hasta lo comparto en cierto sentido. Hablo de vosotros, de los que me decís que sí, de acuerdo, se le puede achacar al cristianismo todo lo que se quiera, pero es lo que tenemos, lo único que nos queda, esa religión —aña­do por mi parte— que hace que os sigáis aferrando como náufragos a ella, al cristianismo como tradición —decís—, como patrimonio cultural, como herencia de nuestros mayores (¿no estás tú mismo —me reprocháis— tan apegado a la tradición?), a ese culto que es el único que, si quitaran guitarras y ñoñerías, aún se podría practicar, añadís casi temblando, incrédulos como sois en el fondo, pero idólatras también, vosotros que sentís como yo la imperiosa, la vital
La necesidad de rendir culto a las más bellas de todas las imágenes, a esas que son a la vez Vírgenes, Santos y Metáforas.
necesidad de rendir culto a las más bellas de todas las imágenes, a esas que son a la vez Vírgenes, Santos y Metáforas.
Pero ahí os paráis, hasta ahí no llegáis («¡Ah, metáforas, eso sí que no!»), temiendo que si aceptarais la naturaleza poética de lo divino (y sin embargo lo sabéis, lo reconocéis: nada hay más grande, más divino que la belleza y el arte), ello significaría echar por la borda ese cristianismo que es, por otra parte, constantemente zarandeado y vilipendiado por materialistas y progres de toda calaña («¡Arderéis como en el treinta y seis!», amenazan; «¡Saca tu rosario de mis ovarios!», insultan), ataques que hacen que uno se deba situar en el mismo lado de la barricada que los cristianos, codo con codo frente al enemigo común, combatiendo a ese enemigo para vencer al cual, para imprimir al mundo un nuevo y gran impulso espiritual, es imposible no contar con los cultos y las tradiciones de lo que fue durante milenio y medio la cristiandad.
Por eso precisamente, porque si el cristianismo no se transforma, difícilmente podrá transformarse el resto de nuestro mundo, hay que dejar las cosas lo más claras posible. Y por eso, cogiendo el toro por los cuernos y olvidándome de cortesías, tácticas y estrategias —os pido disculpas, amigos creyentes—, he abordado críticamente y atacándolos de frente los principios doctrinales del cristianismo. 
Ese dios «amoral» y «poético» que se nos ha ido apareciendo a lo largo de estas páginas.
Porque una cosa son sus tradiciones, ritos y cultos; una cosa son sus iglesias, monasterios y catedrales; una cosa es la apoteosis de sus arcos y bóvedas, columnas y vidrieras; una cosa es la llamarada de sus misas cantadas en latín; una cosa es el retumbar de gloria de los órganos y la desnudez esbelta del gregoriano, y otra cosa muy distinta son los principios doctrinales del cristianismo, los cuales tendrían que transformarse muy profundamente para que el Dios cristiano pudiera llegar a parecerse algo, por poco que fuese, a ese dios «amoral» y «poético» que se nos ha ido apareciendo a lo largo de estas páginas.