miércoles, 20 de marzo de 2019

Elogio del nacionalismo



Elogio del nacionalismo


Amenazados por un nuevo imperialismo, sin rostro, metrópolis ni ejército, los pueblos buscan refugio en su tierra, su Dios y su bandera
Las palabras patria y patriotismo, o nación y nacionalismo, han sido desterradas hace tiempo del lenguaje público, y también, aunque en menor medida, de la conversación privada. Cuando aparecen en boca de algún político, despiertan suspicacia porque suelen encubrir propósitos subalternos. Cuando asoman en la charla cotidiana, vienen acompañadas por la nostalgia, envueltas en la evocación de virtudes cívicas desaparecidas, o por la cautela, susurradas como quien confiesa inclinaciones vergonzantes. Esa reticencia a hablar del amor a la patria o del nacionalismo se explica porque el clima cultural vigente ha estigmatizado ambas palabras hasta volverlas inconvenientes, impronunciables, inaceptables para la conciencia política y la acción ciudadana. Los profesores y los periodistas nos dijeron, y nos dicen, que expresan regiones oscuras, atávicas, del comportamiento humano, y que su ocaso está asociado a la modernidad y es inexorable.


Pero patriotismo y nacionalismo reaparecen hoy por todas partes y en especial en el Occidente que se jactaba de ser su temprano enterrador, lo que tiene a maltraer a los politólogos profesionales y otros formadores de opinión. El duelo entre amenazados globalistas, atrincherados tras montañas de estudios sociológicos y volúmenes de doctrina, y amenazantes tribalistas, armados con textos sagrados y relatos históricos, domina el debate y la acción política en este primer cuarto del siglo XXI.
Las grandes guerras europeas del siglo pasado pusieron el patriotismo y el nacionalismo en la picota. Es comprensible que los horrores de la primera, y sus propósitos miserables, despojaran de todo heroísmo la disposición a morir por la patria, y que los delirios supremacistas de la segunda convirtieran en anatema la idea misma de nacionalismo: ésa fue probablemente la respuesta moralmente adecuada en ese momento y en ese lugar. Pero la respuesta adecuada cayó en las manos inadecuadas, que se apresuraron a usarla para sus propios fines. La cada vez más poderosa entente entre la internacional socialista y la internacional capitalista, que venía coordinando sus músculos desde la gestación de la Revolución Rusa, aprovechó la ocasión para colocar patriotismo y nacionalismo, sus opuestos prácticos y teóricos, en el índex universal y eterno de lo políticamente incorrecto. Sabía que de ese modo apuntaba contra los cimientos mismos de Occidente, esa orgullosa confianza en el poder de la razón y de la fe, anclados en un pueblo, una tierra y una bandera.
El patriotismo era un concepto vigente hace cinco siglos, como lo atestigua Cervantes; hace veinte siglos, como lo confirma Horacio, y en los tiempos bíblicos, como lo documentan ambos Testamentos, que son a la vez arenga y canto al patriotismo del pueblo de Dios. Cuando Jesús se aproximó a Jerusalén, “vio la ciudad y lloró por ella”, dice San Lucas. El patriotismo se erigió en parte privilegiada de la experiencia humana probablemente desde que el hombre empezó a cultivar, se hizo sedentario, se aquerenció en un paisaje, y estableció unas normas para distribuir las responsabilidades y asignar el poder. Entraña desde el origen y hasta hoy el apego a un lugar, la reciprocidad leal hacia el resto de los miembros del grupo, y el respeto a las normas comunes. Incluye una lengua, unas formas, unos sonidos y unas narraciones familiares y compartidas. Presupone la disposición a defender ese patrimonio aún a costa de la propia vida y va acompañado por el reconocimiento común de un poder superior, de naturaleza divina. Cultivo, cultura y culto son palabras hermanas.
El patriotismo es inherente a la cultura occidental, y el nacionalismo es su forma presente porque la mayoría de sus sociedades están organizadas hoy en estados nacionales. Los internacionalistas lanzan continuos ataques contra el nacionalismo como si fuera una versión perversa del patriotismo. Promueven en los medios el aspecto sentimental, paisajista, folklórico e inocuo del patriotismo, mientras apuntan su artillería ideológica contra el nacionalismo, porque el nacionalismo presupone el estado nacional, es el patriotismo con dientes y poder de coacción, es el marco jurídico que al menos en teoría asegura la distribución del poder político y económico. Los internacionalistas quieren ese poder sólo para ellos.
Describen el rebrote del nacionalismo como una regresión a los tiempos oscuros, un impensable salto hacia atrás en el proceso evolutivo, y lo explican apelando al argumento del miedo. Según ellos, el hombre occidental trastabilla abrumado por el vértigo ante el vasto horizonte, infinitamente despejado y sin asideros, que le anticipa la globalización para cuando hayan caído todas las fronteras: políticas, religiosas, culturales, étnicas, sexuales, etarias. Pasan por alto el detalle de que el hombre ya vivió en esa intemperie cuando la Naturaleza era la dueña del poder omnímodo y universal, y que el proceso civilizatorio necesitó de la trabajosa, secular erección de esas fronteras para edificar culturas y arrebatarle su poder. Acusan al renovado nacionalismo de reaccionario, y en esto tiene razón: es la reacción del que, asomado al abismo de la intrascendencia, de la nada, da un paso atrás, retorna a la cultura, el culto y el cultivo, lo más parecido al ser que el hombre ha encontrado en su aventura terrestre.
Los internacionalistas no sólo usan el argumento del miedo para explicar, sino que recurren al miedo como argumento para disuadir. Cargan las tintas cuando se refieren, de manera convenientemente imprecisa, a los “nacionalismos del siglo XX” como si se tratara de alguna instancia siniestra de la historia occidental, y sobre ese fantasma basan sus advertencias sobre los peligros que supone su renacimiento. Pero ¿de qué nacionalismo hablan realmente? Llamados a dar sustento a sus teorías, se remiten a la Alemania de Hitler, y en menor medida a la Italia de Mussolini, que son ejemplos de pulsiones imperialistas más o menos intensas y no asimilables al nacionalismo, aunque sus líderes hayan apelado a los símbolos y la retórica nacionalista para sostener su empeño imperial. Pero nada dicen sobre el nacionalismo británico o el nacionalismo ruso, que fueron los que derrotaron a Hitler. Hay más distancia entre nacionalismo e imperialismo que entre nacionalismo y patriotismo. El imperialismo es, en todo caso, una exacerbación del nacionalismo que aparece cuando un pueblo siente que su cultura es superior a la de terceros, está en capacidad de imponerla por la fuerza y carece de motivos morales o materiales para no hacerlo.
Esos mismos publicistas, que confunden deliberadamente nacionalismo con imperialismo, son incapaces de ofrecer un solo ejemplo en la historia moderna de sociedad alguna que haya prosperado, cualquiera sea el criterio que se emplee para medir la prosperidad, sin la condición previa de una poderosa conciencia nacional, de un intenso patriotismo, de un destino imaginado conjuntamente y de una voluntad concertada para convertirlo en realidad. Esto no ha ocurrido jamás, no sólo en Occidente, cuya evolución histórica, cultural y económica ha ofrecido, digamos, las mejores condiciones para prosperar en libertad, sino tampoco y mucho menos en Oriente, donde el sentimiento de pertenencia a una comunidad y de sumisión a un destino colectivo es mucho más acentuado que entre nosotros. Para decirlo claro: sin patriotismo, sin conciencia nacional, sin nacionalismo, no hay prosperidad posible, económica o de cualquier tipo, ni aquí ni en la China.
Los internacionalistas no dicen estas cosas porque, a pesar de lo que declaman, su propósito no es la prosperidad de los pueblos, que supone un acceso progresivamente repartido al poder económico y al poder político, sino todo lo contrario. Lo que persiguen, y la dirección –y el resultado– de sus acciones así lo demuestra, es la concentración de la riqueza y del poder político en cada vez menos manos, sus propias manos, internacionales, supranacionales, extranacionales. El internacionalismo se hizo visible en Occidente desde comienzos del siglo pasado, dio un gran salto luego de las dos guerras (multilateralismo, Naciones Unidas) y otro tras la implosión de la Unión Soviética (bloques político-económicos, Unión Europea) cuando el “fin de la historia” anunciaba el nacimiento venturoso del “mundo uno”. Su auge se corresponde con el peso creciente del capitalismo financiero por sobre la llamada economía real, y con el predominio casi absoluto del marxismo cultural en la cátedra, los medios y la justicia.
El nuevo orden mundial que propone esta activa e intensa conjunción de fuerzas esconde un imperialismo de naturaleza desconocida. Los imperios de antaño estuvieron siempre asociados a una metrópolis, fuese Roma, París, Berlín, Londres, Estambul o Moscú; estuvieron encarnados en una corona, la del emperador, el rey, el primer ministro, el führer o el sultán. Siempre apelaron a la retórica del patriotismo para expandirse, siempre privilegiaron a su propio pueblo por sobre los pueblos conquistados. En cambio, este nuevo imperialismo es ubicuo, carece de rostro humano, no impone su identidad sino que apunta a borrarlas todas, y no privilegia a los propios sobre los extraños sino que más bien busca sumir a todos en la igualdad intercambiable de los esclavos. El imperialismo tradicional basaba su poder en la acumulación de fuerza, el imperialismo actual teje su poder sobre la acumulación de información. De información sobre las personas.
Los nacionalismos que se oponen a este designio no pueden asimilarse sin más a las ambiciones expansionistas del pasado. Son nacionalismos defensivos, empeñados en proteger un cultivo, una cultura y un culto determinados contra una amenaza imperialista. No encontré mejor definición de Nación que la del liberal José Ortega y Gasset, quien la describió como un “proyecto sugestivo de vida en común”. Esas cuatro palabras abarcan lo mejor del nacionalismo, y sería posible analizar cada una por separado. Me detengo en la idea de “proyecto”, por lo que implica de movimiento hacia el futuro. La patria es la tierra donde están sepultados los padres, y el patriotismo una expresión de respeto y veneración por quienes nos precedieron y sus trabajos; la nación es la casa que preparamos para nuestros hijos, y el nacionalismo la voluntad de que esa casa sea la más hermosa, acogedora, ventilada y segura del barrio.
–Santiago González