Elogio del nacionalismo
Amenazados por un nuevo imperialismo, sin rostro, metrópolis ni
ejército, los pueblos buscan refugio en su tierra, su Dios y su bandera
Las palabras patria y patriotismo, o nación y nacionalismo, han
sido desterradas hace tiempo del lenguaje público, y también, aunque en
menor medida, de la conversación privada. Cuando aparecen en boca de
algún político, despiertan suspicacia porque suelen encubrir propósitos
subalternos. Cuando asoman en la charla cotidiana, vienen acompañadas
por la nostalgia, envueltas en la evocación de virtudes cívicas
desaparecidas, o por la cautela, susurradas como quien confiesa
inclinaciones vergonzantes. Esa reticencia a hablar del amor a la patria
o del nacionalismo se explica porque el clima cultural vigente ha
estigmatizado ambas palabras hasta volverlas inconvenientes,
impronunciables, inaceptables para la conciencia política y la acción
ciudadana. Los profesores y los periodistas nos dijeron, y nos dicen,
que expresan regiones oscuras, atávicas, del comportamiento humano, y
que su ocaso está asociado a la modernidad y es inexorable.
Pero patriotismo y nacionalismo reaparecen hoy por todas partes y en
especial en el Occidente que se jactaba de ser su temprano enterrador,
lo que tiene a maltraer a los politólogos profesionales y otros
formadores de opinión. El duelo entre amenazados globalistas,
atrincherados tras montañas de estudios sociológicos y volúmenes de
doctrina, y amenazantes tribalistas, armados con textos sagrados y
relatos históricos, domina el debate y la acción política en este primer
cuarto del siglo XXI.
Las grandes guerras europeas del siglo pasado pusieron el patriotismo
y el nacionalismo en la picota. Es comprensible que los horrores de la
primera, y sus propósitos miserables, despojaran de todo heroísmo la
disposición a morir por la patria, y que los delirios supremacistas de
la segunda convirtieran en anatema la idea misma de nacionalismo: ésa
fue probablemente la respuesta moralmente adecuada en ese momento y en
ese lugar. Pero la respuesta adecuada cayó en las manos inadecuadas, que
se apresuraron a usarla para sus propios fines. La cada vez más
poderosa entente entre la internacional socialista y la internacional
capitalista, que venía coordinando sus músculos desde la gestación de la
Revolución Rusa, aprovechó la ocasión para colocar patriotismo y
nacionalismo, sus opuestos prácticos y teóricos, en el índex universal y
eterno de lo políticamente incorrecto. Sabía que de ese modo apuntaba
contra los cimientos mismos de Occidente, esa orgullosa confianza en el
poder de la razón y de la fe, anclados en un pueblo, una tierra y una
bandera.
El patriotismo era un concepto vigente hace cinco siglos, como lo
atestigua Cervantes; hace veinte siglos, como lo confirma Horacio, y en
los tiempos bíblicos, como lo documentan ambos Testamentos, que son a la
vez arenga y canto al patriotismo del pueblo de Dios. Cuando Jesús se
aproximó a Jerusalén, “vio la ciudad y lloró por ella”, dice San Lucas.
El patriotismo se erigió en parte privilegiada de la experiencia humana
probablemente desde que el hombre empezó a cultivar, se hizo sedentario,
se aquerenció en un paisaje, y estableció unas normas para distribuir
las responsabilidades y asignar el poder. Entraña desde el origen y
hasta hoy el apego a un lugar, la reciprocidad leal hacia el resto de
los miembros del grupo, y el respeto a las normas comunes. Incluye una
lengua, unas formas, unos sonidos y unas narraciones familiares y
compartidas. Presupone la disposición a defender ese patrimonio aún a
costa de la propia vida y va acompañado por el reconocimiento común de
un poder superior, de naturaleza divina. Cultivo, cultura y culto son
palabras hermanas.
El patriotismo es inherente a la cultura occidental, y el
nacionalismo es su forma presente porque la mayoría de sus sociedades
están organizadas hoy en estados nacionales. Los internacionalistas
lanzan continuos ataques contra el nacionalismo como si fuera una
versión perversa del patriotismo. Promueven en los medios el aspecto
sentimental, paisajista, folklórico e inocuo del patriotismo, mientras
apuntan su artillería ideológica contra el nacionalismo, porque el
nacionalismo presupone el estado nacional, es el patriotismo con dientes
y poder de coacción, es el marco jurídico que al menos en teoría
asegura la distribución del poder político y económico. Los
internacionalistas quieren ese poder sólo para ellos.
Describen el rebrote del nacionalismo como una regresión a los
tiempos oscuros, un impensable salto hacia atrás en el proceso
evolutivo, y lo explican apelando al argumento del miedo. Según ellos,
el hombre occidental trastabilla abrumado por el vértigo ante el vasto
horizonte, infinitamente despejado y sin asideros, que le anticipa la
globalización para cuando hayan caído todas las fronteras: políticas,
religiosas, culturales, étnicas, sexuales, etarias. Pasan por alto el
detalle de que el hombre ya vivió en esa intemperie cuando la Naturaleza
era la dueña del poder omnímodo y universal, y que el proceso
civilizatorio necesitó de la trabajosa, secular erección de esas
fronteras para edificar culturas y arrebatarle su poder. Acusan al
renovado nacionalismo de reaccionario, y en esto tiene razón: es la
reacción del que, asomado al abismo de la intrascendencia, de la nada,
da un paso atrás, retorna a la cultura, el culto y el cultivo, lo más
parecido al ser que el hombre ha encontrado en su aventura terrestre.
Los internacionalistas no sólo usan el argumento del miedo para
explicar, sino que recurren al miedo como argumento para disuadir.
Cargan las tintas cuando se refieren, de manera convenientemente
imprecisa, a los “nacionalismos del siglo XX” como si se tratara de
alguna instancia siniestra de la historia occidental, y sobre ese
fantasma basan sus advertencias sobre los peligros que supone su
renacimiento. Pero ¿de qué nacionalismo hablan realmente? Llamados a dar
sustento a sus teorías, se remiten a la Alemania de Hitler, y en menor
medida a la Italia de Mussolini, que son ejemplos de pulsiones
imperialistas más o menos intensas y no asimilables al nacionalismo,
aunque sus líderes hayan apelado a los símbolos y la retórica
nacionalista para sostener su empeño imperial. Pero nada dicen sobre el
nacionalismo británico o el nacionalismo ruso, que fueron los que
derrotaron a Hitler. Hay más distancia entre nacionalismo e imperialismo
que entre nacionalismo y patriotismo. El imperialismo es, en todo caso,
una exacerbación del nacionalismo que aparece cuando un pueblo siente
que su cultura es superior a la de terceros, está en capacidad de
imponerla por la fuerza y carece de motivos morales o materiales para no
hacerlo.
Esos mismos publicistas, que confunden deliberadamente nacionalismo
con imperialismo, son incapaces de ofrecer un solo ejemplo en la
historia moderna de sociedad alguna que haya prosperado, cualquiera sea
el criterio que se emplee para medir la prosperidad, sin la condición
previa de una poderosa conciencia nacional, de un intenso patriotismo,
de un destino imaginado conjuntamente y de una voluntad concertada para
convertirlo en realidad. Esto no ha ocurrido jamás, no sólo en
Occidente, cuya evolución histórica, cultural y económica ha ofrecido,
digamos, las mejores condiciones para prosperar en libertad, sino
tampoco y mucho menos en Oriente, donde el sentimiento de pertenencia a
una comunidad y de sumisión a un destino colectivo es mucho más
acentuado que entre nosotros. Para decirlo claro: sin patriotismo, sin
conciencia nacional, sin nacionalismo, no hay prosperidad posible,
económica o de cualquier tipo, ni aquí ni en la China.
Los internacionalistas no dicen estas cosas porque, a pesar de lo que
declaman, su propósito no es la prosperidad de los pueblos, que supone
un acceso progresivamente repartido al poder económico y al poder
político, sino todo lo contrario. Lo que persiguen, y la dirección –y el
resultado– de sus acciones así lo demuestra, es la concentración de la
riqueza y del poder político en cada vez menos manos, sus propias manos,
internacionales, supranacionales, extranacionales. El internacionalismo
se hizo visible en Occidente desde comienzos del siglo pasado, dio un
gran salto luego de las dos guerras (multilateralismo, Naciones Unidas) y
otro tras la implosión de la Unión Soviética (bloques
político-económicos, Unión Europea) cuando el “fin de la historia”
anunciaba el nacimiento venturoso del “mundo uno”. Su auge se
corresponde con el peso creciente del capitalismo financiero por sobre
la llamada economía real, y con el predominio casi absoluto del marxismo
cultural en la cátedra, los medios y la justicia.
El nuevo orden mundial que propone esta activa e intensa conjunción
de fuerzas esconde un imperialismo de naturaleza desconocida. Los
imperios de antaño estuvieron siempre asociados a una metrópolis, fuese
Roma, París, Berlín, Londres, Estambul o Moscú; estuvieron encarnados en
una corona, la del emperador, el rey, el primer ministro, el führer o
el sultán. Siempre apelaron a la retórica del patriotismo para
expandirse, siempre privilegiaron a su propio pueblo por sobre los
pueblos conquistados. En cambio, este nuevo imperialismo es ubicuo,
carece de rostro humano, no impone su identidad sino que apunta a
borrarlas todas, y no privilegia a los propios sobre los extraños sino
que más bien busca sumir a todos en la igualdad intercambiable de los
esclavos. El imperialismo tradicional basaba su poder en la acumulación
de fuerza, el imperialismo actual teje su poder sobre la acumulación de
información. De información sobre las personas.
Los nacionalismos que se oponen a este designio no pueden asimilarse
sin más a las ambiciones expansionistas del pasado. Son nacionalismos
defensivos, empeñados en proteger un cultivo, una cultura y un culto
determinados contra una amenaza imperialista. No encontré mejor
definición de Nación que la del liberal José Ortega y Gasset, quien la
describió como un “proyecto sugestivo de vida en común”. Esas cuatro
palabras abarcan lo mejor del nacionalismo, y sería posible analizar
cada una por separado. Me detengo en la idea de “proyecto”, por lo que
implica de movimiento hacia el futuro. La patria es la tierra donde
están sepultados los padres, y el patriotismo una expresión de respeto y
veneración por quienes nos precedieron y sus trabajos; la nación es la
casa que preparamos para nuestros hijos, y el nacionalismo la voluntad
de que esa casa sea la más hermosa, acogedora, ventilada y segura del
barrio.
–Santiago González