Por vía de sacrificio
 La pasión de Cristo realizó también la redención del mundo por vía de sacrificio; y, análogamente, o sea, salvando las debidas proporciones, hay que decir lo mismo de la corre­dención mariana. Pero antes de pasar a demostrarlo es conve­niente precisar el verdadero sentido y alcance de la palabra sacrificio.
En sentido estricto, el sacrificio consiste en la oblación externa de una cosa sensible, con cierta inmutación o destrucción de la misma, realizada por el sacerdote en honor de Dios para tes­timoniar su supremo dominio y nuestra completa sujeción a El.
Esta definición recoge las cuatro causas del sacrificio:
a) Material: la cosa sensible que se destruye (v.gr., un cordero).
b) Formal: su inmolación o destrucción en honor de Dios.
c) Eficiente: el sacerdote o legitimo ministro.
d) Final: reconocimiento del supremo dominio de Dios y nuestra total sujeción a El.
Esto supuesto, vamos a exponer la doctrina referente a Cristo y a María en forma de conclusiones.

1ª La pasión y muerte de Jesucristo en la cruz tienen ra­zón de verdadero sacrificio en sentido estricto. (Doctrina ca­tólica.)
Lo negaron los socinianos, protestantes liberales y los racionalistas y modernistas en general, tales como Renán, Sabatier, Schmith, Harnack, Loisy, etc. Contra ellos, he aquí las pruebas de la doctrina católica:
a) LA SAGRADA ESCRITURA. Ya en el Antiguo Testamento el profeta Isaías vaticinó el sacrificio de la cruz:

«Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores… Quiso quebrantarlo Yahvé con padecimientos. Ofreciendo su vida en sa­criflcio por el pecado, tendrá prosperidad y vivirá largos días…» (Is 53,7 y 1o).
San Pablo insiste repetidas veces en la oblación sacrificial de Cristo:

«Y ahora todos son justificados gratuitamente por su gracia, por Ja redención de Cristo Jesús, a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación* (Rom 3,24-25).
«Vivid en caridad, como Cristo nos amó y se entregó por nos­otros en oblación y sacrificio a Dios de suave olor» (Ef 5,2).
«Porque Cristo, que es nuestra pascua (o sea, nuestro cordero pascual), ha sido inmolado» (1 Cor 5,7)
«Pero ahora una sola vez, en la pienitud de los siglos, se ma­nifestó (Cristo) para destruir el pecado por el sacrificio de sí mismo» (Heb 9,26).
b) EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. La Iglesia ha enseñado siempre y en todas partes, con su magisterio universal ordina­rio, la doctrina de la conclusión. Y aunque no la ha definido expresa y directamente—por ser una verdad tan clara y fun­damental—, la da por supuesta y la define indirectamente al definir otras cosas afines. Véanse, por ejemplo, los siguientes cánones del concilio de Trento relativos al santo sacrificio de la misa:

«Si alguno dijere que en el sacrificio de la misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio…, sea anatema» (D 948),
«Si alguno dijere que el sacrificio de la misa sólo es de alabanza y de acción de gracias o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz…, sea anatema» (D 950).
«Si alguno dijere que por el sacrificio de la misa se infiere una blasfemia al santísimo sacrificio de Cristo cumplido en la cruz, o que éste sufre menoscabo por aquél, sea anatema» (D 951).
c) LA RAZÓN TEOLÓGICA. En la pasión y muerte de Cris­to se dieron en grado excelentísimo todas las condiciones que se requieren para un verdadero sacrificio en sentido estricto, a saber:
MATERIA DEL SACRIFICIO: el cuerpo santísimo de Cris­to inmolado en el madero de la cruz.
OBJETO FORMAL: la inmolación o destrucción del cuer­po de Cristo, voluntariamente aceptada por El a impulsos de su infinita caridad.
SACERDOTE OFERENTE: el mismo Cristo, Sumo y Eter­no Sacerdote, ofreciéndose a la vez como Víctima.
 FINALIDAD: devolverle a Dios el honor conculcado por el pecado, reconociendo su supremo dominio y nuestra com­pleta sujeción a él
Se cumplen, pues en la pasión de Cristo todas las condi­ciones del verdadero sacrificio en grado superlativo. Para mayor abundamiento, escuchemos a Santo Tomás y a San Agus­tín exponiendo hermosamente esta doctrina:

«Propiamente hablando, se llama sacrificio una obra realizada en honor de Dios y a El debida para aplacarle. Ahora bien. Cristo se ofreció voluntariamente en su pasión por nosotros, y el hecho de haberla soportado voluntariamente con infinita caridad fue su­mamente grato y acepto a Dios. De donde resulta claro que la pa­sión de Cristo fue un verdadero sacrificio» 21
«¿Qué cosa podían tomar los hombres más conveniente para ofrecerla por sí mismos que la carne humana? ¿Qué cosa más con­veniente para ser inmolada que la carne mortal? Y ¿qué cosa tan pura para limpiar los vicios de los hombres que la carne concebida en el seno virginal sin carnal concupiscencia? Y ¿qué cosa podía ser ofrecida y recibida tan gratamente sino la carne de nuestro sa­crificio, el cuerpo de nuestro sacerdote?» 22.
Como advierte Santo Tomás, aunque la pasión de Cristo fue un horrendo crimen por parte de los que le mataron, por parte de Cristo fue un sacrificio suavísimo de caridad. Por esto se dice que fue el mismo Cristo quien ofreció su propio sacri­ficio, no aquellos que le crucificaron 23
Advertencias. 1ª En sentido lato, el sacrificio de Jesucristo comenzó en el momento de la encarnación en el seno virginal de María (cf. Heb 10,  5-7), pero no se realizó propiamente y en sentido estricto hasta su real inmolación en la cruz.
2•a En el cielo continúa perpetuamente el sacerdocio de Jesu­cristo (cf. Heb 7,17), pero no su sacrificio redentor, que, por su infinita eficacia, se realizó «una sola vez en la plenitud de los siglos (Heb 9,25), ya que con una sola oblación perfeccionó para siempre a los santificados» (Heb 10,14). En el cielo ejerce Cristo su sacerdo­cio eterno intercediendo continuamente por nosotros ante el Pa­dre (cf. Heb 7,25), siendo nuestro abogado ante El (i Jn 2,1) y co­municándonos la virtud eterna de su sacrificio en la cruz por medio de la fe y de los sacramentos por El instituidos.
2ª Los inmensos dolores de María, sobre todo los de su compasión al pie de la cruz de Cristo, tienen razón de verda­dero y auténtico sacrificio, enteramente subordinado al de Cristo Redentor y en forma análoga y proporcional. (Doctrina cierta y casi común.)
Con su claridad acostumbrada, escuchemos al padre Cuervo exponiendo esta doctrina 24:
Para entender rectamente la compasión de María en la pasión y muerte del Hijo y su cooperación con él en el misterio de nues­tra redención, hay que tener en cuenta las cosas siguientes:
La real asociación de María al orden hipostático y al fin de la Encarnación, en virtud de ja cual tiene una dignidad sólo inferior a la de Jesucristo y una participación de su misión divina de salvar al mundo.
La plenitud inmensa de su gracia, proporcional a su altí­sima dignidad y misión sagrada.
Su unión indisoluble con el Hijo por razón de su mater­nidad divina, de aquella doble asociación con El y de su gracia plenísima.
Los derechos que como madre suya tenía sobre la vida del Hijo, la cual, en cierto modo, le pertenecía a ella también.
Esto supuesto, es fácil deducir:
1º Que todos los trabajos y dolores de María, cualquiera que fuera su origen o procedencia, estaban unidos, por disposición di­vina y de su voluntad informada por la gracia, a los de Jesucristo en el mismo fin de nuestra redención.
2º Que todos los trabajos, dolores, aflicciones y hasta la mis­ma muerte del Hijo en la cruz, espiritualmente eran también dolo­res, aflicciones y muerte de la Madre, por las relaciones de afinidad existentes entre los dos y las sobrenaturales de la gracia, ofrecidos a Dios con unidad profunda de voluntad, de intención y de fin.
3º Que toda la vida de María, después de la concepción del Verbo, moralmente no fue otra cosa más que una con-vida de Je­sús, y que la misma inmolación física que Jesucristo hizo volunta­riamente de sí mismo en la cruz por la redención del género huma­no, la hizo también María de un modo espiritual, juntamente con la abdicación de todos sus derechos sobre la vida del Hijo, que, en cuanto madre, en cierta manera le pertenecía.
Pero María no es Jesús, ni la vida de éste físicamente la vida de María. Los dos están íntima e indisolublemente unidos en un mismo orden y en un mismo fin, pero de muy diversa manera. Jesucristo, como Sacerdote Supremo y Víctima al mismo tiempo; María, como asociada y cooferente espiritualmente. Jesucristo, en cuanto hombre, es Sacerdote Supremo y la Víctima propiciatoria en virtud de la unión sustancial. María, aunque asociada al orden hipostático, no lo está, sin embargo, sustancialmente, sino de una manera puramente relativa. Esta asociación, aunque suficiente para unirla con Jesucristo en el mismo fin de la Encarnación, no la cons­tituye en sacerdote supremo ni en la víctima propiciatoria, por de­fecto en ella de la unión sustancial, ni tampoco formalmente en sacerdote ministerial, por carecer del carácter, sino en algo trascen­dente a este último, o sea, en cooperadora y cooferente realmente de un modo espiritual de todo el sacrificio de Jesucristo, en cuanto madre suya, mediadora y corredentora con El de todo el género humano.
De donde se deduce que el sacrificio de María, subjetivamente considerado, no es formalmente el mismo de Jesucristo, por no en­contrarse en ella de esa manera los elementos constitutivos de aquél, pero sí objetiva y espiritualmente, en la misma proporción de su cooperación espiritual al mismo sacrificio de Jesús en la cruz.
La valoración del sacrificio de María, en su cooperación al de Jesucristo, hay que medirla por su dignidad de orden hipostático, por su inmensa gracia y caridad y por la misma vida del Hijo, que, en cierto modo, le pertenecía. Teniendo en cuenta todas estas cosas, no cabe duda que el sacrificio de María agradaría a Dios por lo me­nos tanto como le desagradó el pecado del hombre; y, por consi­guiente, que la Virgen María cooperó con Jesucristo a nuestra re­dención a modo de sacrificio o con-sacrificio, aplacando la ira divina y reconciliándonos con Dios, en colaboración íntima con su divino Hijo. Y esta cooperación de María a nuestra- redención es análoga a la de Jesucristo con una analogía de proporcionalidad propia, por cuanto la razón de sacrificio se encuentra en María formalmente, pero de muy diversa manera, por lo mismo que sólo espiritualmente es el mismo del Hijo».
¿Fue sacerdotal el co-sacrificio de María al pie de la cruz?
Intimamente relacionada con la corredención mariana por vía de sacrificio se plantean los teólogos la cuestión del llama­do sacerdocio de María. La inmensa mayoría de los teólogos niegan que el co-sacrificio de María al pie de la cruz fuera sacerdotal, sencillamente porque María no recibió ni podía re­cibir—como mujer que era—el sacerdocio ministerial, reserva­do por Dios exclusivamente a los hombres. Pero otros teólogos, empleando en sentido analógico la palabra sacerdote, atribu­yen a la Virgen un real y verdadero sacerdocio, muy inferior al sacerdocio supremo de Jesucristo, pero muy superior al sacerdocio ministerial, que corresponde a los que han recibido el sacramento del orden, y, desde luego, al sacerdocio común, que corresponde a todos los cristianos (cf. r Pe 2,9).
Creemos que, rectamente entendida, es verdadera la sen­tencia que atribuye a la Virgen un verdadero sacerdocio, in­mensamente superior al de los simples fieles e incluso muy superior al ministerial—que de ninguna manera poseyó, pues­to que no recibió ni pudo recibir el sacramento del orden–, aunque infinitamente inferior al sacerdocio supremo de Jesu­cristo. Escuchemos al P. Aldama explicando con gran ponde­ración y serenidad este sacerdocio de María 25:

« ¿Puede decirse que esta cooperación de María (al sacrificio re­dentor) sea estrictamente sacerdotal, de tal manera que el sacrificio de la cruz fue ofrecido juntamente por Cristo y por María, de donde ésta poseería el correspondiente sacerdocio?»
En el Nuevo Testamento se distingue un triple sacerdocio: el primero es el sacerdocio de Cristo, supremo y eterno; el segundo es el sacerdocio ministerial, que existe en la Iglesia por el sacramento del orden; el tercero es el sacerdocio genérico de todos los cristianos, del que habla San Pedro (cf. i Pe 2,9).
La cooperación de la Virgen al sacrificio de la cruz no puede re­ducirse a la actuación de este último sacerdocio (el común a todos los cristianos). No sólo porque este sacerdocio se refiere al sacrificio eucarístico, mientras que María cooperó al sacrificio mismo de la CRUZ, sino también porque María, unida de modo especial a la Víc­tima, fue asociada singularmente con Cristo en la ‘realización de la obra de la redención. Ni puede reducirse tampoco la actuación de María en el sacrificio de la cruz a la actuación del sacerdocio ministe­rial, ya que este sacerdocio no lo tuvo María ni lo pudo tener. Luego parece que hay que concluir que María poseyó un sacerdocio inferior al de Cristo, pero superior a nuestro sacerdocio ministerial».
En una palabra: María no fue sacerdote en el sentido en que lo son los que han recibido el sacramento del orden; pero fue supersacerdote, en cuanto que cooperó intrínsecamente con el mismo Cristo al sacrificio redentor de la humanidad.
Veremos en el próximo artículo la cuarta vía por la que realizó Cristo la salvación del mundo con la cooperación de María.