Cuidado: spoilers. Si tiene usted previsto ser espectador de esta película y no le gusta que le anticipen nada del argumento, no siga leyendo. 




Un coche muy grande, manejado por un padre grande en la distancia y enorme en el distanciamiento, entra en una cochera doméstica muy estrecha. Maniobra con extremo cuidado para no rayar la carrocería ni los retrovisores del automóvil. Al final, queda perfectamente aparcado, a salvo de los pequeños insidiosos accidentes de lo cotidiano, sobre unos cuantos truños que ha ido soltado en el suelo del recinto, a lo largo del día, el perro que convive con aquella familia. La esposa e hijos del recién llegado lo reciben con cariño y alborozo: al fin de nuevo juntos. Aunque la mierda de perro sigue abajo, en el patio, tenaz en su virtud de reproducirse y renovarse cada día como un recordatorio fatídico sobre la absurdidad y fragilidad de todas las existencias. “Recuerda que eres hombre”, decía al oído del glorioso triunfador romano el esclavo que sostenía laureles sobre su cabeza. “Recuerda que la mierda de perro, si no se recoge y se limpia, se amontona hasta lo insoportable”, parece decirnos desde su implacable inocencia el guardián de cuatro patas en aquella casa. 

La familia de la señora Sofi, incluida Cleo, es un núcleo quebradizo siempre amenazado por la abrumadora presencia del mundo en pleno éxtasis de sí mismo, es decir: el caos y la crueldad.


Hablando de romanos, Roma (Alfonso Cuarón, 2018) es una película llena de símbolos mortales sobre vidas más o menos veniales. El divorcio no es un drama mayúsculo, sino la vida misma; que la sirvienta quede encinta de un novio botarate y de pocas luces, quien más tarde evidenciará auténtica mala índole, tampoco es para clamar desesperados; que la pobre chica —Cleo, maravillosamente interpretada por Yalitza Aparicio—, pierda a la criatura tras un accidentado parto, es un hecho corriente que se produce cada día en todos los hospitales del mundo; que los niños hagan el ganso en la playa, corran el riesgo de ahogarse y la abnegada Cleo pase un mal rato hasta sacarlos del agua, es para dar dos sopapos a los traviesos y desobedientes retoños de la señora Sofi y el señor Antonio, pero tampoco da, en principio, para mayores historias. El único hecho en verdad espeluznante que se produce a lo largo de las dos horas largas de esta película es el asesinato de unos manifestantes, refugiados en una tienda, a manos de paramilitares. Mas he aquí que el momento trágico se rompe de inmediato, pasa a un segundo plano porque resulta que Cleo también rompe aguas, y eso es lo urgente ahora: la vida que llega y no espera y no se detiene ante ninguna fatalidad y, en realidad, devuelve cada fatalidad a su dimensión auténtica: la relativa importancia de cada proyecto único de existencia ante la abrumadora importancia del ser mantenido justamente en lo que más sobrecoge y nos hace sentir una mierda de perro: la voluntad de seguir siendo.

Protesta por lo bajo la crítica “progresista” ante este film insólito. Aducen, pimpolludos, que pese al tratamiento de temas de tanta relevancia como la diferencia de clases sociales, la vida acomodada —o casi—, de la señora Sofi y su familia en contraste con la dura existencia de Cleo, la terrible matanza del día del Corpus Christi de 1971 en Ciudad de México… se haya desplazado la lupa para adentrar la narración, minuciosamente, en el mundo pequeño, vidrioso, colmado de incertidumbre y sentimentalidad de los habitantes de aquella casa, en la que siempre falta el padre y siempre hay mierda de perro en el patio-cochera. Pero resulta que Roma, precisamente, es eso: una mirada más allá del mundo y el ruido del mundo; una mirada compasiva y cálida que desciende hacia la vida y la intimidad, los sentimientos y el pulso del cariño entre un grupo de personas que se necesitan unas a otras.

Si quiere usted ver cine “comprometido” de verdad, no se pierda Roma.
Desde cierto punto de vista, el mundo y su ruido nos liberan de la presunción de sinsentido de la individualidad; mas desde otro punto de vista, igualmente cierto, sólo la fuerza de los sentimientos, el vínculo humano, nos salvan del sinsentido del mundo. En Roma siempre hay ruido: el rumor del tráfico, de los aviones que sobrevuelan la metrópoli, el bullicio callejero perpetuo, estridente, incomprensible como un idioma inventado por un loco, los gritos de los manifestantes durante el “Halconazo”, de las parturientas en el hospital, la banda de música militar que pasa todos los días ante el hogar de aquella desamparada familia. Ante el ruido sólo hay una defensa: el vínculo que protege y da significado a cada afán de quienes lo integran. La familia de la señora Sofi, incluida Cleo, es un núcleo quebradizo siempre amenazado por la abrumadora presencia del mundo en pleno éxtasis de sí mismo, es decir: el caos y la crueldad. El ruido. Por eso las últimas escenas de la película, cuando los hijos de la señora Sofi se aventuran en el mar, entre el fragor del oleaje, la congoja del espectador es máxima. La tragedia absoluta parece dispuesta a caer sobre el vínculo, finalmente. Aunque los héroes y las heroínas se inventaron para algo.

Si quiere usted ver cine “comprometido” de verdad, no se pierda Roma.

Obra maestra.