Desde el momento en que el cardenal Jean Louis Tauran anunció a la multitud reunida en la Plaza de San Pedro que el purpurado consagrado como nuevo Papa era Jorge Mario Bergoglio, un vendaval atravesó al oficialismo argentino.
Los unos y los otros
Las primeras reacciones del núcleo central del gobierno y de su
entorno directo fueron de transparente franqueza: se expresaron en la
frialdad pública y la furia privada de la presidente, en la actitud
reticente de los legisladores porteños que comanda el kirchnerista Juan
Cabandié, que se retiraron del recinto de sesiones para no rendir
homenaje al flamante Papa argentino, en la rigidez de los diputados del
Frente para la Victoria que no quisieron interrumpir un homenaje a Hugo
Chávez para asistir a la televisación del primer encuentro del Papa
Francisco con el mundo. Párrafo aparte para asesores y lenguaraces
del gobierno central como Horacio Verbitsky, Luis D’Elía o la señora de
Carlotto, que volvieron a volcar sus resentidas opiniones y
desacreditadas denuncias sobre las espaldas del nuevo Pontífice (antes
aún, esas calumnias habían sido vehiculizadas hacia las congregaciones
de cardenales, facilitándole munición a los enemigos curiales de
Bergoglio de acuerdo al viejo lema de que “el enemigo de mi enemigo es
mi amigo”. El episodio ya trae cola).
Pero las cosas empezaron a pintar distintas muy rápidamente y se esbozaron tres posiciones diversas.
Una, la de muchos peronistas cooptados por el kirchnerismo que no
quisieron enfrentar al Papa (y mucho menos cuando constataban que
dirigentes como Daniel Scioli y Sergio Massa, amén de las
principales figuras de la oposición, se diferenciaban de la frialdad /
hostilidad del Palacio y se deshacían en cálidos elogios a Bergoglio).
El peronismo tradicionalmente se autodefine como expresión política
de la doctrina social de la Iglesia y siempre marchó cerca de esta,
salvo a mediados de 1955, cuando desde cerca de Perón (en
cierto sentido, desde su izquierda) se desató contra ella una estéril
batalla que dañó principalmente al justicialismo y a su líder. Los
dirigentes oficialistas con más raíces en el justicialismo no quieren
repetir aquellas torpezas y mucho menos pelear contra un Papa popular y
argentino.
Un Papa peronista
Dirigentes territoriales y hasta miembros del gabinete alzaron la voz
o murmuraron en defensa de Francisco. Guillermo Moreno, que tiene vasos
comunicantes con ese sector del justicialismo y no carece de audacia,
se apresuró a celebrar al “Papa argentino y peronista”, gambeteando lo
que hasta ese momento parecía la postura inmodificable de la Casa
Rosada.
A raíz de que el secretario de Comercio empleó aquella expresión en
una reunión con empresarios, desde distintos sectores le atribuyeron a
él los afiches que aparecieron en las calles porteñas, con la imagen
de Bergoglio y la leyenda: “Francisco I: argentino y peronista”. Moreno
dejó correr ese rumor, pero él es inocente de esos carteles que, en
rigor, tuvieron un origen anti-K: había sido presentado en un foro de
signo peronista opositor (la Peña Eva Perón de Buenos Aires), por quien
lo diseñó, el veterano Osvaldo Agosto (que cada año promueve los afiches
de homenaje a José Rucci “argentino y peronista”), y había
sido financiado por el sindicalismo adversario del gobierno
(específicamente, por Luis Barrionuevo y Hugo Moyano).
El Papa estimulaba una convergencia del peronismo más ortodoxo por encima de la frontera K.
Del desconcierto a la retractación
Hubo una segunda posición: fue la que adoptaron la Presidencia y sus
legiones más próximas después del primer momento. La señora de Kirchner
fue modificando su franca, espontánea oposición original para dar lugar a
una adecuación más o menos resignada a la ola de simpatía generada por
Bergoglio. “Sería una tontería quedarse afuera y regalarles a los
adversarios el entusiasmo provocado por la designación del Papa
argentino”, dijo uno de sus adláteres. La señora se preparó para
convivir con el nuevo Pontífice y no salir malherida.
En el círculo más próximo a la Presidente se temía que el diagnóstico
de Horacio Verbitsky de 2005 (que un papado de Bergoglio sería para el
gobierno argentino equivalente al papado de Juan Pablo II para
el comunismo polaco-soviético) se confirmara vertiginosamente.
El cambio brusco de sintonía se notó en el tono más elaborado y de
apariencia cordial que empleó la presidente durante el encuentro que le
concedió el Papa. Con un pragmatismo calculado que se acentuó con el
impacto del estilo sencillo y cordial del Papa, la señora buscó barrer
bajo la alfombra su reticencia sobre el pastor a quien durante una
década consideró un adversario y al que le negó catorce veces
una audiencia.
Un intelectual del sedicente grupo progresista Carta Abierta explicó
así la jugada: se trata, dijo, de “tácticas políticas, como ser elaborar
una serie de elogios ante una persona que antes no se consideraba
elogiable.
Eso lo podemos poner en el capítulo de las acciones políticas que
elige un militante de un gobierno, que ve un cierto riesgo en la
intervención directa” del Papa en la política doméstica.
Preguntarse si el giro en la actitud de la Presidente es “sincero y
auténtico” carece de relevancia. En todo caso, más allá de las
vacilaciones del espíritu de la señora de Kirchner, lo que cuenta son
las conductas más que las palabras; y la consistencia en el tiempo de
las conductas.
Lo que parece evidente es que uno de sus actos después de ver al Papa
fue ordenar el repliegue de sus tropas, que tuvieron que tragar amargo y
escupir dulce e iniciar una veloz y por instantes irrisoria
cabalgata de la retractación.
A la zaga de la presidente, algunos de sus mosqueteros (que el martes
12 habían silbado a Su Santidad) hicieron vigilia el martes 19
esperando la asunción papal: tal fue el caso de Cabandié, del camporista
Andrés Larroque y de referentes de Kolina, la agrupación de la
cuñadísima Alicia Kirchner.
La señora de Carlotto, Hebe de Bonafini, Juan Cabandié, Luis D’Elía
se empeñaron con poca convicción en -para usar las palabras del
bibliotecario Horacio González- “elaborar una serie de elogios ante una
persona que antes no se consideraba elogiable”. Se observa que lo hacen
contrariados: D’Elía, por ejemplo, se envanece de haber -junto con
Verbitsky y Hebe- impedido que el Papa venga a la Argentina antes de
las elecciones: es decir, describe la presencia de Francisco como una
amenaza latente y, de todos modos, demuestra involuntariamente que el
Papa ya está presente en Argentina. Dios escribe derecho en renglones
torcidos.
Los contumaces
Si el peronismo subsumido en la coalición K se las arregló para
expresar su lealtad al Papa y el cristinismo se disciplinó acatando el
repentino cambio de línea de su jefa, hubo un tercer sector que quedó
atrapado en la fidelidad a su propio relato y en una postura
beligerante: fue el caso de Horacio Verbitsky y algunos intelectuales
de Carta Abierta, siempre hospedados en la Biblioteca Nacional. El
vocero de la postura más intransigente es el textualmente oscuro
director de la Biblioteca, Horacio González, que en este caso consiguió
marcas inéditas de claridad. En una asamblea de Carta Abierta que quedó
filmada, González arrancó ovaciones de sus seguidores con frases como
“La manera más fácil de matar es estar protegido por la Iglesia
Argentina”. Muchos de quienes lo aplaudían eran –según él mismo-
veteranos dirigentes de FAR y Montoneros.
González polemizó abiertamente con quienes celebraron la designación
de Bergoglio pero al hablar -el sábado 16- ya sabía que la Presidente
se reuniría con el Papa. Si no atacó abiertamente la posición 2 (la de
la Señora y sus legiones) fue porque imagina que esa es sólo una
adecuación forzada por las circunstancias más que un cambio de postura.
Una “táctica política”, como explicaría más tarde. Con todo, González
quiso enarbolar una bandera permanente en medio de la adecuación
táctica. “No puede ser -dijo- que compañeros nuestros entren en la
superchería” (de confiar en Bergoglio o verlo como “Papa peronista”),
no puede ser de ninguna manera y hay que criticarlos. Me parece un
retroceso político trascendente, inútil, criticable y riesgosísimo,
lleva el mito de la nación católica al límite de la
estupidez electoralista y a la incapacidad sobre la profundidad de este
tema”, resumió González entre ovaciones.
Colofón: Bergoglio es parte del “vasto proyecto de desviar a las masas populares de la Argentina…”.
En sus respuestas a la agencia Paco Urondo, González admite -lo hace
como al pasar- la falsedad de las denuncias contra el Papa (que divulgan
sus amigos y sistematizó Verbitsky). “Ya está claro -confiesa-
que Bergoglio no fue un colaborador principal, no denunció a nadie, no
es responsable directo de nada”. El cardenal Bergoglio tuvo que llegar
al trono de San Pedro para que se admitiera la calumnia. El hecho
sirve para ejemplificar hasta qué punto se ha empleado la infamia y el
argumento de los derechos humanos para fines políticos facciosos.
Porque Goznález finalmente llega al centro de las objeciones
(expresas o escondidas) del oficialismo contra el flamante Papa: “Todas
las homilías de Bergoglio eran una crítica al Gobierno. Esas homilías
de Bergoglio siempre fueron muy efectivas, porque su lenguaje no está
construido con las liturgias cerradas, oxidadas, que muchas veces se
usan. Él renueva ese lenguaje, es un inventor, combina las
sagradas escrituras, construye alegorías y habla en un tono popular,
coloquial, usando palabras de la vida urbana. No se trata de un obispo
de cualquier índole. Es un obispo que con lenguaje popular disputa la
dirección colectiva de los pueblos en cuanto a sus opciones históricas.
Esto se va a hacer sentir, no de forma directa como creen algunos. Por
supuesto, no va a tener partido electoral, pero va a ser algo más
poderoso. Le va a hablar a la fibra íntima que todos tenemos”.
Es difícil adivinar cómo evolucionará la tormenta ideológica que el
Papa Bergoglio ha desatado en el oficialismo. Lo que se puede
pronosticar es que no cesará en poco tiempo. Y puede ser anuncio de
un tsunami.
Feinmann y el nuevo “entrismo”
Es que forzada, voluntaria, sincera o guiada por el pragmatismo más
calculador, una aproximación política a lo que el Papa encarna resulta
fuertemente indigerible para los sectores más recalcitrantes del
gobierno.
José Pablo Feinmann, otra estrella intelectual de la galaxia K, se
esfuerza en recubrir la píldora amarga del resignado giro cristinista
con una capa de dulce racionalismo: pinta el giro como una muestra de
realpolitik, una genial maniobra táctica. Se trataría -sostiene con
frescura- de “apoderarse de Francisco”.
No vale la pena detenerse en la simplona ingenuidad de un
razonamiento que se pretende realista y elaborado y describe al Papa
como si fuera un jarrón chino. Sí, en cambio, conviene subrayar la
analogía entre este argumento feinmanniano y el que fue utilizado en la
década del ’70 del siglo pasado por la izquierda “entrista” que quiso
mimetizarse con el peronismo (al que íntimamente enfrentaba) tras
resignarse al hecho de que los trabajadores argentinos no seguían la
ideología marxista sino la doctrina social de la Iglesia encarnada por
Perón y el peronismo.
En aquel tiempo quisieron “apoderarse” de Perón. El hecho más
dramático de ese intento de apoderamiento ocurrió en las proximidades
del Aeropuerto de Ezeiza en junio de 1973.
El entrismo y los montoneros fracasaron en aquel objetivo en la
década del 70. Ahora, después de varias horas de franca oposición al
Papa (que algunos, como González quieren prolongar), el oficialismo
admite que la popularidad y la autoridad de Francisco son invencibles.
Así resurge la idea entrista del “apoderamiento”. Pretenden convertir al
Papa de la paz, la unión y la reconciliación en un campo de batalla.
Feinmann dice en voz alta lo que la Corte K susurra.
Esa táctica esgrimida ante Perón terminó en un desastre. ¿Imaginan que podrá triunfar contra el Papa?