DEMASIADO VEROSIMIL
Demasiado
verosímil.
A
ciertos políticos les disgusta que la comunidad sospeche
de ellos, los insulte con absoluto desprecio, los critique
por sus habituales debilidades, ambigüedades y dobleces,
por sus claudicaciones y desaciertos constantes.
Es evidente que muchas veces la gente prejuzga. A veces,
con pocos elementos disponibles y escasa información, toma
posición, asume una postura crítica, sin profundizar demasiado
en la búsqueda de la verdad.
Y es también irrefutable,
que esto genera un importante margen de error, porque el
prejuicio asume esa cuota de riesgo, la de creer en algo
que no necesariamente es veraz, pero que por sus características
puede serlo, porque resulta compatible con la historia,
con los antecedentes, con lo que ha ocurrido en el pasado
reciente.
La sensación ciudadana cae en esa
generalización porque los considera a los políticos, parte
de una corporación, con comportamientos idénticos, con actitudes
similares, de los que solo se puede esperar ese tipo de
historias.
Pero tal vez valga la pena detenerse
un instante, para evitar caer en la obviedad de enojarse
con los que se hacen eco de la información superficial,
para enfocarse en lo importante, en definitiva, en lo que
tiene que ver con las causas más profundas que sostienen
estas creencias.
La gente tiene una percepción
que tiene sustento y cierto correlato con lo que la realidad
le demuestra día a día. Sus ideas, suposiciones y conjeturas
no son tan disparatadas, si tenemos en cuenta la evidencia
empírica que ofrecen los innumerables actos de corrupción
de funcionarios.
La corrupción. lejos de ser
una novedad, ha pasado a ser un lugar común en la administración
de la cosa pública. Hasta que punto esto es así, que para
que un relato de esa naturaleza llame la atención o asombre,
debe ser un hecho burdo, demasiado rústico, o abrumadoramente
desproporcionado.
Una denuncia de rutina, de
las habituales, ya no sorprende, y hasta puede no ser noticia.
Para que lo sea, precisa tener ribetes que la diferencien,
lo que habla a las claras de la frecuencia de estos ilícitos.
Es tanto el hartazgo en la materia, y al mismo
tiempo, la impotencia y enojo, que los ciudadanos se molestan
ya no solo con los corruptos de siempre, sino con cualquiera
que pudiera eventualmente serlo.
Hechos de este
tipo se suceden en buena parte del planeta, aunque es justo
decir que con diferente habitualidad e intensidad. Lo cierto
es que la corrupción es un fenómeno que atraviesa la política.
La gente percibe que los dirigentes son una casta, y que
funcionan de modo similar sin importar sus aparentes diferencias
políticas.
Saben que algunos son corruptos,
pero también presumen que el resto es al menos cómplice,
y sin aprovechar al máximo el resultado de la corrupción
en forma directa, son beneficiarios de esas fechorías y
su silencio no tiene, a los ojos de los ciudadanos, justificación
alguna.
La política ha hecho un culto de la
NO transparencia, la discrecionalidad y la arbitrariedad
cuando maneja los recursos del Estado. Los ciudadanos no
acceden siquiera a la información para poder cambiar de
idea al respecto.
El oscurantismo como forma
de administrar lo que es de todos, es funcional a la corrupción.
Sin información los ciudadanos no pueden opinar con solvencia,
pero tampoco pueden confirmar o descartar lo que sospechan.
La política sabe que ocultando información puede
contratar servicios de terceros desde el Estado, sin pasar
por ningún filtro, con absoluto desparpajo, modalidad que
se ha construido bajo el argumento de que necesitan celeridad
y evitar la burocracia estatal.
Otras veces,
es justamente la burocracia la que les permite poner barreras
de acceso a eventuales competidores, y así favorecer a amigos,
ya que con determinadas restricciones los dejan virtualmente
en condiciones monopólicas de ofrecer sus servicios o productos.
La inmensa gama de variantes que ofrece la corrupción
moderna, se despliegan a diario. La gente, indefensa, sin
datos, desde su lugar de mera observadora, se somete al
humillante papel, de financiar con su esfuerzo cotidiano,
a través del pago de impuestos, a los corruptos de la política.
No es razonable enojarse con quienes financian
las aventuras políticas de los caudillos de turno. En todo
caso, habría que enfadarse con una clase política, que pudiendo
terminar con la corrupción estructural, la deja indemne,
y hasta la alimenta, para poder usarla ahora y siempre.
Desde el oficialismo, lucrando sin escrúpulo alguno con
todos las grietas que ofrece este débil sistema. Desde la
oposición usando políticamente la deshonestidad ajena, pero
no haciendo lo suficiente para cerrar los espacios por donde
se cuela esta epidemia a diario.
El problema
no es la gente que supone e imagina. El drama no lo constituye
una ciudadanía que se engancha en cuanta historia escucha.
Ni tampoco los que difunden estas cuestiones. El dilema
lo tiene la política, porque no hace lo que debe, terminando
con este flagelo, cerrando los grifos, eliminando el ocultamiento
como estrategia, y transparentando todas las cuentas públicas
para que cada ciudadano pueda saber que, como y donde se
gasta.
Hasta que esto no suceda, una parte importante
de la política seguirá haciendo de las suyas, apropiándose
indebidamente del dinero de todos, que no es más que una
parte significativa del esfuerzo de cada ciudadano.
Por ahora, seguiremos escuchando crónicas de este
tipo, y los políticos continuarán haciéndose los ofendidos,
en vez de tomar cartas en el asunto para que esto no vuelva
a suceder, ya no solo enjuiciando y encarcelando a los corruptos,
sino resolviendo los problemas estructurales, esos que hacen
posible la corrupción actual, y también la de los que vendrán
en el futuro.
Mientras tanto las historias se
sucederán y la gente creerá mayoritariamente cada una de
ellas, solo porque es “demasiado verosímil”.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com