viernes, 5 de abril de 2013

¿SOMOS REALMENTE UNA NACION?

 
La nacionalidad es como una iglesia: es un producto del alma y la voluntad humanas, es un producto espiritual”. G. K. Chesterton (“Herejes”).
Al margen de muchas virtudes que adornan a nuestra sociedad nacional, no se puede ocultar que hay fallas profundas cuyo origen parece remontarse a los inicios mismos de la Argentina. Los síntomas negativos más sobresalientes son:
  • la permanente insatisfacción de los argentinos;
  • las recurrentes crisis nacionales;
  • la falta de respeto a la constitución y a las leyes;
  • el “no te metás”, signo de la despreocupación por los problemas comunes;
  • la corrupción generalizada, oficial, endémica y aceptada como cosa normal (“si todos roban…” y “roba, pero hace”) por la gran mayoría de la sociedad;
  • la fuga hacia el dólar ante cualquier problema de nuestra economía, lo que significa una enorme desconfianza en nuestra propia moneda y en nuestro país como tal;
  • los golpes de estado que han jalonado nuestra historia de los últimos 80 años;
  • el terrorismo de los años ’70 y su reivindicación hasta hoy;
  • el retraimiento de los mejores respecto de la política;
  • los enconos políticos y sociales que bloquean la reconciliación nacional;
  • la abismal diferencia entre la riqueza de la Capital Federal y su entorno, y la pobreza generalizada del interior provinciano;
  • la despreocupación por el poblamiento y aprovechamiento integral del territorio nacional;
Quizás los dos ejemplos paradigmáticos de esta serie de síntomas negativos sean:
1.- Durante la guerra por recuperar las Islas Malvinas pudimos constatar que,  mientras nuestros conscriptos, suboficiales y oficiales luchaban y morían en Puerto Argentino, los restaurantes y lugares de diversión de Buenos Aires permanecieron colmados y bulliciosos como de costumbre. Allá la guerra, acá el jolgorio habitual.
2.- En abril de 2002, en plena  crisis post-convertibilidad, una encuestadora porteña recibió el extraño pedido de averiguar en cuatro provincias, de las distintas regiones geográficas, si los argentinos estábamos dispuestos a ceder territorio nacional en pago de la deuda externa.
La primera provincia encuestada fue Chubut, cuya pertenencia a la Patagonia la hacía blanco seguro de cualquier intento de ceder territorio por la deuda. “Sólo” un 15% de los chubutenses estuvo de acuerdo con la cesión. Pero la encuestadora quiso conocer la opinión de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires sobre el particular. Por su cuenta y reservadamente, hizo la misma encuesta en la Capital Federal y se encontró con un 48% de los porteños dispuestos a entregar parte del territorio con tal de sacarse la molesta deuda de encima.
Causas secundarias o agregadas de esta anormal situación pueden haber muchas, pero al factor original y desencadenante de nuestra debilidad como nación hay que buscarlo en el origen mismo de nuestra vida independiente.
Desde la Primera Junta de gobierno en adelante, nos faltó el sentido de unidad nacional que sobrepasara y abarcara a las diferencias de facciones o partidos. De esa  forma, el mensaje transmitido a las generaciones futuras fue el de la división profunda y casi siempre irreparable entre distintos grupos políticos: Saavedra y Moreno, Rivadavia contra San Martín, Lavalle contra Dorrego, Unitarios y Federales, Rosas y Mitre, radicales y conservadores, peronistas y anti-peronistas, para culminar en el artificial enfrentamiento entre “izquierdas” y “derechas”.
Nuestra patria no nació verdaderamente por la voluntad de un grupo de hombres esclarecidos que desearan fundar una nación “para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”, con la unción religiosa, espiritual, de quien funda una iglesia. Ése fue, teóricamente, el anhelo de los constituyentes de 1813 y de 1853. Con las escasas excepciones de San Martín, Artigas, Belgrano y alguna más, los fundadores y muchos de sus sucesores privilegiaron las cuestiones ideológicas o de formas de gobierno por sobre la unidad y grandeza nacionales. Así, para unos, lo más importante fue adherir a las utopías de la Ilustración francesa, o plegarse a la potencia dominante en el mundo en cada momento, o suscribir sin beneficios de inventario cuanta ideología foránea y trasnochada nos enviaron desde el norte. Cada vez que los argentinos esclarecidos quisieron retomar el camino de la unidad y de la grandeza nacional como objetivo superior y superador de las diferencias ideológicas o políticas, se le opuso, con mucho poder económico y político local y extranjero, el proyecto de hacer girar nuestro futuro en base a la lucha por las ideologías e intereses mencionados.
Muchos compatriotas se preguntan por qué no llegamos a ser una gran nación, como lo logró Estados Unidos, siendo que compartimos varias condiciones favorables para serlo: un gran territorio fértil y rico, una política abierta a la inmigración, una población alfabetizada tempranamente y una ubicación geográfica lejana a Europa, que fue el centro dominante y asfixiante de los siglos XVIII, XIX y la primera mitad del sigo XX.
La diferencia, sin ningún lugar a dudas, estriba principalmente en el propósito fundacional de una y otra nación. Los padres fundadores norteamericanos comprendieron que el secreto de una gran nación es la unidad de su pueblo por encima de diferencias ideológicas o de formas de gobierno, y el consiguiente rechazo de toda alianza grupal con el extranjero en su lucha con el adversario interno ocasional. Nunca un norteamericano hizo causa común con una potencia extranjera (de Europa o de cualquier otra región) como sucedió acá cuando, desde Buenos Aires, se buscó combatir el federalismo de Artigas, la campaña libertadora de San Martín y la defensa de la nación encarada por Rosas ante el bloqueo anglo-francés. De ahí en más, esos lamentables ejemplos se han repetido decenas de veces: el encono por vencer al adversario interno llevó a la unión con grupos extranjeros en perjuicio del país. Y no por casualidad, esa alianza contra natura la practicaron siempre los grupos liberales para vencer los proyectos de unidad y grandeza nacional.
Estados Unidos, en cambio, tuvo la suerte de que, desde su nacimiento, los padres fundadores dejaron un verdadero legado político de unidad nacional a través del llamado Discurso de Despedida al Pueblo de los Estados Unidos de George Washington, que fuera redactado entre el citado y sus amigos y colaboradores Alexander Hamilton y James Madison. Vale la pena transcribir algunos párrafos de ese verdadero legado político fundacional de EE. UU.:
Siendo éste el punto de vuestro baluarte político contra el cual se han de dirigir con más constancia y actividad las baterías de los enemigos interiores y exteriores (aunque muchas veces oculta e insidiosamente), es de suma importancia para que sepáis bien cuánto interesa vuestra unión nacional a vuestra felicidad general y particular, que fomentéis un afecto cordial, habitual e invariable hacia ella, acostumbrándoos a pensar y hablar de la unión como de la égida de vuestra seguridad y prosperidad política, velando en su conservación con un celo eficaz; rechazando cuanto pueda excitar aun la más mínima sospecha, de que en algún caso puede abandonarse; y mirando con indignación las primeras insinuaciones de cualquier tentativa, que se hiciere para separar una parte del país de las demás, o para debilitar los lazos sagrados que actualmente las unen.
Ciudadanos por nacimiento o por elección, de una patria común, tiene ésta el derecho de que todos vuestros afectos se encuentren en ella. El nombre de americano, que os pertenece, en vuestro estado nacional, siempre debe excitar un justo orgullo patriótico, más que cualquier otro nombre, que derive de los lugares en que habéis nacido. Con poca variación, vuestra religión, vuestras costumbres y vuestros principios políticos son unos mismos.
Juntos habéis peleado y triunfado en una causa común: la independencia y la libertad que poseéis. (…)
Cada porción del país (debe) encontrar motivos imperiosos para conservar y mantener cuidadosamente la unión del todo.
(…)
Estas consideraciones convencen a todo individuo que piense y sea virtuoso, y demuestran que la continuación de la unión merece ser el objeto primario del deseo patriótico.
(Transcripto de la edición del Discurso de Washington traducida al español por Manuel Belgrano el 2 de febrero de 1813, y prologada por Bartolomé Mitre el 12 de octubre de 1902).
Marcelo Ramón Lascano, en su libro “Imposturas históricas e identidad nacional” (El Ateneo, Bs. As., 2005), analiza esta falla estructural de nuestra sociedad política para el caso de los unitarios que se aliaron con los extranjeros para combatir a Rosas. Pero la falla no comenzó ahí sino que, como ya dije, había nacido en los albores mismos de nuestra libertad cuando los proto-unitarios, para combatir a Artigas, se aliaron con el poder inglés, español y portugués; y cuando Rivadavia, socio de los ingleses en negocios de minería y cumpliendo una estrategia ideada en Londres por George Canning, le negó fondos a San Martín para su campaña libertadora.
La falla tampoco terminó ahí, sino que continuó en el siglo XX con la lucha por derrocar a Yrigoyen y luego a Perón.
Más recientemente, los argentinos presenciamos azorados un ejemplo del odio “congénito” que nos separa aún: el rechazo visceral de ciertos sectores de poder al proyecto de Pacho O’Donnell  de denominar Juan Manuel de Rosas a un tramo de la Av. Sarmiento, como símbolo de reconciliación histórica. Rosas y Sarmiento murieron hace 134 y 123 años respectivamente… ¡Todavía hay quien los usa para dividirnos!
Hace dos meses, se firmó entre varios políticos el llamado “pacto de gobernabilidad”, en el que se establecen reglas de juego democráticas. Sin duda es un paso adelante, pero no es suficiente. Nuestro país necesita, aunque sea después de doscientos años de existencia, que los cuarenta millones de argentinos suscribamos solemnemente el pacto que debió ser fundacional: constituir una nación cuyo objetivo fundamental e inquebrantable sea el logro de la unidad y la grandeza nacionales, por encima de todas las diferencias y como requisito de una sociedad justa.