La nacionalidad es como una iglesia: es un producto del alma y la voluntad humanas, es un producto espiritual”. G. K. Chesterton (“Herejes”).
Al margen de muchas virtudes que adornan a nuestra sociedad nacional,
no se puede ocultar que hay fallas profundas cuyo origen parece
remontarse a los inicios mismos de la Argentina. Los síntomas negativos
más sobresalientes son:
- la permanente insatisfacción de los argentinos;
- las recurrentes crisis nacionales;
- la falta de respeto a la constitución y a las leyes;
- el “no te metás”, signo de la despreocupación por los problemas comunes;
- la corrupción generalizada, oficial, endémica y aceptada como cosa normal (“si todos roban…” y “roba, pero hace”) por la gran mayoría de la sociedad;
- la fuga hacia el dólar ante cualquier problema de nuestra economía, lo que significa una enorme desconfianza en nuestra propia moneda y en nuestro país como tal;
- los golpes de estado que han jalonado nuestra historia de los últimos 80 años;
- el terrorismo de los años ’70 y su reivindicación hasta hoy;
- el retraimiento de los mejores respecto de la política;
- los enconos políticos y sociales que bloquean la reconciliación nacional;
- la abismal diferencia entre la riqueza de la Capital Federal y su entorno, y la pobreza generalizada del interior provinciano;
- la despreocupación por el poblamiento y aprovechamiento integral del territorio nacional;
Quizás los dos ejemplos paradigmáticos de esta serie de síntomas negativos sean:
1.- Durante la guerra por recuperar las Islas Malvinas pudimos
constatar que, mientras nuestros conscriptos, suboficiales y oficiales
luchaban y morían en Puerto Argentino, los restaurantes y lugares de
diversión de Buenos Aires permanecieron colmados y bulliciosos como de
costumbre. Allá la guerra, acá el jolgorio habitual.
2.- En abril de 2002, en plena crisis post-convertibilidad, una
encuestadora porteña recibió el extraño pedido de averiguar en cuatro
provincias, de las distintas regiones geográficas, si los argentinos
estábamos dispuestos a ceder territorio nacional en pago de la deuda
externa.
La primera provincia encuestada fue Chubut, cuya pertenencia a la
Patagonia la hacía blanco seguro de cualquier intento de ceder
territorio por la deuda. “Sólo” un 15% de los chubutenses estuvo de
acuerdo con la cesión. Pero la encuestadora quiso conocer la opinión de
los habitantes de la ciudad de Buenos Aires sobre el particular. Por su
cuenta y reservadamente, hizo la misma encuesta en la Capital Federal y
se encontró con un 48% de los porteños dispuestos a entregar parte del
territorio con tal de sacarse la molesta deuda de encima.
Causas secundarias o agregadas de esta anormal situación pueden haber
muchas, pero al factor original y desencadenante de nuestra debilidad
como nación hay que buscarlo en el origen mismo de nuestra vida
independiente.
Desde la Primera Junta de gobierno en adelante, nos faltó el sentido
de unidad nacional que sobrepasara y abarcara a las diferencias de
facciones o partidos. De esa forma, el mensaje transmitido a las
generaciones futuras fue el de la división profunda y casi siempre
irreparable entre distintos grupos políticos: Saavedra y Moreno,
Rivadavia contra San Martín, Lavalle contra Dorrego, Unitarios y
Federales, Rosas y Mitre, radicales y conservadores, peronistas y
anti-peronistas, para culminar en el artificial enfrentamiento entre
“izquierdas” y “derechas”.
Nuestra patria no nació verdaderamente por la voluntad de un grupo de
hombres esclarecidos que desearan fundar una nación “para todos los
hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”, con la unción
religiosa, espiritual, de quien funda una iglesia. Ése fue,
teóricamente, el anhelo de los constituyentes de 1813 y de 1853. Con las
escasas excepciones de San Martín, Artigas, Belgrano y alguna más, los
fundadores y muchos de sus sucesores privilegiaron las cuestiones
ideológicas o de formas de gobierno por sobre la unidad y grandeza
nacionales. Así, para unos, lo más importante fue adherir a las utopías
de la Ilustración francesa, o plegarse a la potencia dominante en el
mundo en cada momento, o suscribir sin beneficios de inventario cuanta
ideología foránea y trasnochada nos enviaron desde el norte. Cada vez
que los argentinos esclarecidos quisieron retomar el camino de la unidad
y de la grandeza nacional como objetivo superior y superador de las
diferencias ideológicas o políticas, se le opuso, con mucho poder
económico y político local y extranjero, el proyecto de hacer girar
nuestro futuro en base a la lucha por las ideologías e intereses
mencionados.
Muchos compatriotas se preguntan por qué no llegamos a ser una gran
nación, como lo logró Estados Unidos, siendo que compartimos varias
condiciones favorables para serlo: un gran territorio fértil y rico, una
política abierta a la inmigración, una población alfabetizada
tempranamente y una ubicación geográfica lejana a Europa, que fue el
centro dominante y asfixiante de los siglos XVIII, XIX y la primera
mitad del sigo XX.
La diferencia, sin ningún lugar a dudas, estriba principalmente en el
propósito fundacional de una y otra nación. Los padres fundadores
norteamericanos comprendieron que el secreto de una gran nación es la
unidad de su pueblo por encima de diferencias ideológicas o de formas de
gobierno, y el consiguiente rechazo de toda alianza grupal con el
extranjero en su lucha con el adversario interno ocasional. Nunca un
norteamericano hizo causa común con una potencia extranjera (de Europa o
de cualquier otra región) como sucedió acá cuando, desde Buenos Aires,
se buscó combatir el federalismo de Artigas, la campaña libertadora de
San Martín y la defensa de la nación encarada por Rosas ante el bloqueo
anglo-francés. De ahí en más, esos lamentables ejemplos se han repetido
decenas de veces: el encono por vencer al adversario interno llevó a la
unión con grupos extranjeros en perjuicio del país. Y no por casualidad,
esa alianza contra natura la practicaron siempre los grupos liberales
para vencer los proyectos de unidad y grandeza nacional.
Estados Unidos, en cambio, tuvo la suerte de que, desde su
nacimiento, los padres fundadores dejaron un verdadero legado político
de unidad nacional a través del llamado Discurso de Despedida al Pueblo
de los Estados Unidos de George Washington, que fuera redactado entre el
citado y sus amigos y colaboradores Alexander Hamilton y James Madison.
Vale la pena transcribir algunos párrafos de ese verdadero legado
político fundacional de EE. UU.:
Siendo éste el punto de vuestro baluarte político contra el cual
se han de dirigir con más constancia y actividad las baterías de los
enemigos interiores y exteriores (aunque muchas veces oculta e
insidiosamente), es de suma importancia para que sepáis bien cuánto
interesa vuestra unión nacional a vuestra felicidad general y
particular, que fomentéis un afecto cordial, habitual e invariable hacia
ella, acostumbrándoos a pensar y hablar de la unión como de la égida de
vuestra seguridad y prosperidad política, velando en su conservación
con un celo eficaz; rechazando cuanto pueda excitar aun la más mínima
sospecha, de que en algún caso puede abandonarse; y mirando con
indignación las primeras insinuaciones de cualquier tentativa, que se
hiciere para separar una parte del país de las demás, o para debilitar
los lazos sagrados que actualmente las unen.
Ciudadanos por nacimiento o por elección, de una patria común,
tiene ésta el derecho de que todos vuestros afectos se encuentren en
ella. El nombre de americano, que os pertenece, en vuestro estado
nacional, siempre debe excitar un justo orgullo patriótico, más que
cualquier otro nombre, que derive de los lugares en que habéis nacido.
Con poca variación, vuestra religión, vuestras costumbres y vuestros
principios políticos son unos mismos.
Juntos habéis peleado y triunfado en una causa común: la independencia y la libertad que poseéis. (…)
Cada porción del país (debe) encontrar motivos imperiosos para conservar y mantener cuidadosamente la unión del todo.
(…)
Estas consideraciones convencen a todo individuo que piense y sea
virtuoso, y demuestran que la continuación de la unión merece ser el
objeto primario del deseo patriótico.
(Transcripto de la edición del Discurso de Washington traducida al
español por Manuel Belgrano el 2 de febrero de 1813, y prologada por
Bartolomé Mitre el 12 de octubre de 1902).
Marcelo Ramón Lascano, en su libro “Imposturas históricas e identidad
nacional” (El Ateneo, Bs. As., 2005), analiza esta falla estructural de
nuestra sociedad política para el caso de los unitarios que se aliaron
con los extranjeros para combatir a Rosas. Pero la falla no comenzó ahí
sino que, como ya dije, había nacido en los albores mismos de nuestra
libertad cuando los proto-unitarios, para combatir a Artigas, se aliaron
con el poder inglés, español y portugués; y cuando Rivadavia, socio de
los ingleses en negocios de minería y cumpliendo una estrategia ideada
en Londres por George Canning, le negó fondos a San Martín para su
campaña libertadora.
La falla tampoco terminó ahí, sino que continuó en el siglo XX con la lucha por derrocar a Yrigoyen y luego a Perón.
Más recientemente, los argentinos presenciamos azorados un ejemplo
del odio “congénito” que nos separa aún: el rechazo visceral de ciertos
sectores de poder al proyecto de Pacho O’Donnell de denominar Juan
Manuel de Rosas a un tramo de la Av. Sarmiento, como símbolo de
reconciliación histórica. Rosas y Sarmiento murieron hace 134 y 123 años
respectivamente… ¡Todavía hay quien los usa para dividirnos!
Hace dos meses, se firmó entre varios políticos el llamado “pacto de
gobernabilidad”, en el que se establecen reglas de juego democráticas.
Sin duda es un paso adelante, pero no es suficiente. Nuestro país
necesita, aunque sea después de doscientos años de existencia, que los
cuarenta millones de argentinos suscribamos solemnemente el pacto que
debió ser fundacional: constituir una nación cuyo objetivo fundamental e
inquebrantable sea el logro de la unidad y la grandeza nacionales, por
encima de todas las diferencias y como requisito de una sociedad justa.