Por Martín Buteler
Son quizá
pocos los países del mundo, de entre aquellos en los cuales se ha
aprobado hasta el día de hoy el llamado “matrimonio igualitario”, en
donde la cuestión haya sido objeto de una lucha tan dramática y
sostenida, dando lugar a sucesos tan trágicos como el truculento
suicidio de Dominique Venner frente al altar de Notre-Dame de París. Los
acontecimientos ya acaecidos hasta el día de la fecha son todos ellos
dignos de particular mención, pero es probablemente una consideración
global de los mismos la que nos revela la naturaleza más profunda del
conflicto que actualmente divide a Francia, como ya dividió en su
momento a otros países, sin llegar empero la controversia a adquirir
ribetes tan patéticos.
La elección
de la catedral de Notre Dame por parte de Venner para llevar a cabo el
fatal acto de protesta que terminó con su vida, es quizá aún más
simbólico que el mismo hecho en sí. “Escojo un lugar altamente
simbólico”, escribía el famoso intelectual nacionalista poco antes del
suicidio, “la catedral Notre-Dame de París que respeto y admiro, esa
catedral edificada por el genio de mis antepasados en sitios de culto
más antiguos que recuerdan nuestros orígenes inmemoriales”.
Particularmente curiosa resulta tal elección si se tiene en cuenta el
hecho de que no se trata de un escritor y pensador de inspiración
cristiana, sino precisamente todo lo contrario, tal como lo afirmaba el
diario La Nación del miércoles pasado, calificándolo como un “teórico
renovador de la ultraderecha, de obediencia pagana y sensibilidad
anticristiana”, para añadir inmediatamente a continuación que “la
decisión de inmolarse frente al altar de una catedral plantea
interrogantes suplementarios que probablemente nunca tengan respuesta”.
Permítasenos, en todo caso, aventurar una suposición más que verosímil,
insinuada en las mismas palabras de Venner, a saber: Notre Dame es el
símbolo por excelencia de la Francia tradicional, cuyos últimos restos
se hallan representados a pesar de todo en aquél magnífico templo. La
desaparición de estos últimos restos, promovida entre otros por la ley
aprobada en cuestión, desemboca en la desesperación que se produce en
aquellos que no pueden resignarse a vivir en la completa anarquía,
instaurada mediante la subversión de valores llevada adelante por la
ideología socialista, dominante hoy en Occidente, aunque con un
maquillaje distinto del de antaño. El lamentable suicidio de Venner se
presenta ante nuestros ojos como el suicidio de Francia, en cierto modo,
que nunca vislumbró lo lejos que podía llevar la Revolución perpetrada
siglos atrás en nombre de la libertad, la fraternidad, y la igualdad, al
entronizar, también en Notre Dame, el culto a la Diosa Razón. Estamos,
en efecto, en el caso de la ley de matrimonio igualitario, ante un
genuino resultado de la democracia liberal, que se remonta a aquél julio
de 1789 como a uno de sus momentos fundacionales.
Por otra
parte, tenemos las impresionantes manifestaciones populares, la última
de las cuales se organizó el pasado domingo, día en el que en Francia se
festeja el Día de la Madre. Constituyen dichas manifestaciones, no
exentas de violencia, la variante social y política al dramático gesto
de Dominique Venner. Tanto en un caso como en el otro, en efecto, se
trata de un recurso extremo, llevado hasta el paroxismo, a los efectos
de repudiar lo que se percibe justamente como la futura ruina de una
nación, si bien no en todas partes la sensibilidad social y las
reacciones consiguientes fueron tan vehementes como aquí; por no decir
en ninguna, lamentablemente, tratándose de un gravísimo atropello contra
la ley natural. Es por eso que, más allá de los motivos que impulsen
individualmente a cada uno de los manifestantes y de sus formas y
convicciones personales, a las cuales podemos o no adherir como
católicos, manifestamos nuestro apoyo a esta causa apremiante,
conscientes de que lo está en juego reclama una reacción decidida y,
llegado el caso, también extrema.