Se sabe cuánto eficaces resulten en literatura los contrastes para
suscitar un efecto humorístico. Ejemplo por siempre celebérrimo será el
del generoso hidalgo que, embalado en una misión ideal (y que, por
colmo, dora su habla con arcaísmos), toma por escudero a un rústico
aldeano y, sucesivamente, departe con cabreros, venteros, mozas ligeras,
etc., haciéndolos confidentes de sus sublimes propósitos. También la
mezcla de registros y la elección deliberada de medios lingüísticos
impropios al tema sirven como recurso apto a despertar el humor: los dos
paisanos voceando su perplejidad porque el uno creía haber asistido a
hechos reales ante la representación teatral del Fausto de Gounod, y
era convicto de haber visto al demonio en persona, y la consiguiente
glosa gauchesca de los episodios propuestos por el magín de un operista
francés. Para no hablar de aquel maestro de la irreverencia que, en los
días del temprano Renacimiento, quiso valerse de la lengua de la
filosofía y la teología para -salpimentándola adrede con vulgarismos,
dando así vida al arte maccheronico- contar la loca historia de su héroe,
altisonam cuius phamam, nomenque gaiardum
terra tremat, baratrumque metu sibi cagat adossum.No creemos, en modo alguno, que la intención del papa Francisco sea humorística cuando apela al contraste, a lo inopinado y aun no frecuentado en las enseñanzas de un pontífice, en aquellas ocasiones en las que suelta imágenes de innecesaria y vana osadía, definitivamente malsonantes, como la de que «Dios es una persona y no un Dios-spray», o bien la exhortación a que la Iglesia tenga sus puertas abiertas «para no crear el octavo sacramento, el de la aduana pastoral». Estas cacofonías, que bien le hubieran exigido al Pseudo-Malaquías le colgase el profético lema de dictio strindens, habrán provocado no poca sorpresa entre quienes no conocían al entonces cardenal arzobispo porteño. A nosotros, en cambio, conociéndole el fraseo y las afecciones, nos sorprenden más bien las resultas de la reunión mantenida por Francisco con los obispos de la Apulia, que acudieron a Roma en la sólita visita ad limina apostolorum.
Allí lanzó una bomba nonunca prevista: el motu proprio Summorum Pontificum «no se toca», y el misal de Juan XXIII (que es, al fin de cuentas, la última versión del misal tridentino de S. Pío V) «está a salvo». Y en cuanto a mons. Guido Marini (aquel que fue ceremoniero de Benedicto XVI, fautor principal de la recuperación de la misa de siempre, de la cruz en el altar y de la balaustrada para separar a los fieles del presbiterio, entre otras prescripciones mucho más adecuadas que el cotillón a la celebración de los sagrados misterios), su continuidad está confirmada, pese a quienes le auguraban una sonora pateadura en las partes de atrás -entiéndase: un traslado a alguna diócesis lejana. Francisco lo conserva en su cargo, según él mismo adujo, «para que yo mismo pueda beneficiarme de su preparación tradicional y, al mismo tiempo, para que él pueda obtener provecho, igualmente, de mi formación más emancipada (sic)».
Acá también hay un inquietante entrevero y contraste, tal como en el cambalache (locución rioplatense que vale por «mezcla confusa de cosas», aplicable también a los comercios en que se compra y vende y trueca un poco de todo, en abigarrada junta). Porque aquel escriba docto en los asuntos del Reino, del que el Señor nos habla en Mt. 13, 52, capaz como el paterfamilias de sacar de su tesoro «de lo nuevo y lo viejo», no alienta de seguro la identidad de los opuestos, ni declara abolido el principio de identidad y no-contradicción. ¿Es posible concordar el cuidado por la liturgia con su flagrante demolición? ¿Puede auspiciarse el necesario rescate de la tradición tolerando los abusos que en todos los órdenes vienen agrietando precipitadamente la unidad doctrinal de la Iglesia?
Nos gustaría creer que la omnipotente gracia del Criador logró en un tris vencer las resistencias habituales de Bergoglio, a la manera del milagro moral que hizo de un Pío Nono inicialmente favorable a la masonería un guardián solícito e inquebrantable de los derechos de la Verdad, un fiscal implacable de los errores modernos. Pero sería aventurar mucho. Al fin de cuentas, fue prudencial la reserva que las primeras comunidades cristianas tuvieron ante Saulo después de su conversión, que bien podía ser fingida después de un pasado reciente como perseguidor sañudo de la Iglesia.
El cardenal Bagnasco dando la comunión a «Luxuria» |
Designar como arzobispo de Buenos Aires a un verdadero clon del cardenal Bergoglio como mons. Poli, quien en el tedéum del 25 de mayo pasado babeó el consabido «no debemos tenerle miedo a la variedad de ideas», no es medida de gobierno muy alentadora. Que entre las clamoreadas reformas de Francisco ni siquiera se mencione la remoción de tanto clero promotor de escándalos, como el caso del cardenal Bagnasco, presidente de la Conferencia Epicopal italiana, quien cedió el ambón para una de las lecturas y le dio luego la comunión a un reconocido transexual de aquel país en las circenses y sacrílegas exequias de otro sacerdote apóstata, es para seguir clamando con la Magdalena: tulerunt Dominum meum, et nescio ubi posuerunt eum.