La demolición de una civilización
En los actuales debates sobre la legalización de las uniones de
hecho, (algunos quieren que la unión entre homosexuales sea equiparada
al matrimonio) el proyecto de ley que castiga la discriminación, la
educación sexual en los colegios, etc., es necesario comprender que está
en curso una verdadera revolución cultural, que pretende en última instancia erradicar de nuestra Patria los últimos restos de la Civilización cristiana.
¿Hacia dónde nos conducirán estos utopistas de la igualdad y de la
libertad sin frenos? ¿Permaneceremos indiferentes frente a esta profunda
demolición moral y cultural?
Una vez más, repetimos: es necesario que dilatemos nuestros horizontes. A
primera vista está en juego una simple cuestión de leyes. Pero en el
subsuelo de todo esto existe una cuestión de civilización.
La Civilización Cristiana no es una quimera, ni una fórmula
hueca, y mucho menos un sueño irrealizable. Ella existió, ella existe,
ella puede dejar de existir.
Poco a poco se levantó el edificio
grandioso, el Reino de Dios entre los hombres, la civilización genuina
nacida de la Sangre de Cristo, la gran “Civitas” occidental y cristiana
que en la amplitud de sus líneas a un mismo tiempo nobles y maternales,
altaneras y plácidas, fuertes y acogedoras, tenía algo de un templo, de
una fortaleza, de una escuela, de un hogar y de un asilo de caridad.La argamasa que las une fue compuesta con las lágrimas, el sudor y la
sangre de centenas de generaciones de santos. El lineamiento general de
la obra fue deducido en días y noches, semanas y siglos de ardiente
trabajo, del inmenso libro de la creación visible y de las páginas
divinas de la Revelación.
En el fin de la Edad Media esa estructura se trizó. Poco a poco se agravó la crisis, y hoy está ella a punto de desaparecer.
Pobre y grande Civilización Cristiana, en el ocaso de hoy apenas emerge
uno u otro de sus gloriosos capiteles, las últimas ojivas que la saña
de los bárbaros todavía no abatió. Amamos estos santos y nobles
restos con el amor ardiente y las añoranzas abrasadoras con que los
antiguos judíos miraban hacia las ruinas del Templo destruido y
abandonado. Sí, amamos sus ruinas, y si de éstas nada restase, amaríamos
todavía su polvo.
Y para nosotros que estamos entre los escombros de esa gran ciudadela
en ruinas, el problema no es saber si se salvará todavía éste o aquel
resto de columna o de muralla. Es la gran batalla que en cualquier
momento comenzará a trabarse; la batalla última y decisiva hace tanto
tiempo provista por los De Maistre y por los Veuillot. La gran
cuestión es, pues, saber si, sí o no, la obra ha de ser rehecha; si los
últimos destrozos de la “civitas christiana” serán abatidos para dar
lugar a la torre de babel, o si los obreros de la confusión serán
expulsados del mundo, si los bárbaros rojos o pardos serán
barridos de la faz de la tierra, si los mercaderes, los aventureros, los
apóstatas y los demoledores de toda especie serán expulsados del
recinto sacral del mundo cristiano, para que los hijos de la luz yergan
nuevamente la gran Ciudad que es el Reino de Dios entre los hombres.
Existe en germen una terrible y gravísima opción ideológica que nos acecha en esa tormentosa encrucijada de caminos
políticos. Discuten unos a quien pertenecerá el mando, y otros de que
manera se organizarán las finanzas. Por lo que a nosotros se refiere,
nos detenemos en el marco divisor de las rutas, procurando conocer los
fantasmas confusos que nos aguardan a lo largo de los caminos… de todos
los caminos.
Los problemas presentes contienen en su médula las más radicales consecuencias para el futuro, un futuro a su vez tan grave, que en él la humanidad casi entera puede abandonar o reconquistar la ruta de la Eternidad. Esta es la situación a que llegamos. No
le disminuyamos el alcance reduciéndola o resumiéndola, como si todos
los intereses de la Iglesia se cifrasen apenas en algunos pocos retoques
en el edificio social.
Se trata de retornar a los principios que hicieron grandiosa la
Civilización cristiana y restaurarla. No, ciertamente, en sus aspectos
accidentales, sino en su espíritu.
Adaptación del artículo: Em face dos acontecimentos, Legionário, 4 de março de 1945, Plinio Corrêa de Oliveira