- Por Mons. Thiamér Tóth
LA RELIGIÓN Y EL RESPETO A LA AUTORIDAD
La religión pregona que «todo poder viene de
Dios», y de esta suerte pone los cimientos del respeto a la autoridad, el cual
es postulado importantísimo de una vida social ordenada.
Cuando en el alma del pueblo vive el respeto
de Dios, entonces es santo el juramento hecho delante del juez; entonces obliga
el juramento hecho sobre la bandera. Encierra una verdad muy profunda la
inscripción que se lee en el edificio de nuestra Curia: «Justitia est regnorum
fundamentum»; «la justicia es el fundamento de los reinos»; pero el fundamento
de la justicia es la religión. Sin respeto a la autoridad es ingobernable la
sociedad humana. Mas ¿cómo podrá exigir respeto aquel Estado que es el primero en
negar el respeto que debe a Dios?
Lo primero que hacen siempre los
revolucionarios es socavar el principio de la autoridad y desacreditar a los
representantes de la misma. Y, no obstante, el mismo comunismo no es capaz de
trabajar sin autoridad; aún más, se ve constreñido a exagerar el principio de
la autoridad, transformándolo en la caricatura de una disciplina terrorista.
LA RELIGIÓN Y LA MORAL
No es menor la importancia del papel que la
religión desempeña en orden a ennoblecer la vida moral.
La que menos puede prescindir de las fuerzas
morales que ofrece la religión es precisamente nuestra época, en que —no lo negamos—
hay ejemplos de noble esfuerzo moral, pero en la que ha subido espantosamente
el termómetro de la maldad, de la rudeza, del fraude y de otras epidemias
morales, y ha crecido el número de los divorcios, de los menores delincuentes,
de los suicidios, y en la que partiendo de la literatura, del escenario y de la
pantalla, emprenden su camino espectros sombríos de corrupción moral.
Frente a los dictados de la moral autónoma,
incapaces de imponer la autoridad, y distintos según los diversos autores, no
hay más que la religión, que puede aducir leyes morales eternas que están muy
por encima de todo capricho humano y que, por lo mismo, no se conmueven ni
siquiera en la tempestad de los instintos; y la religión no vacila ante la
acusación de ser anticuada y antimoderna, porque sabe muy bien que los frutos de
la vida moral no se alimentan del aire, sino que brotan y se nutren del árbol
de la comunión con Dios.
Donde se cierran las iglesias forzosamente se
han de abrir cárceles, y en número mayor al de las iglesias clausuradas, y hay que
transformar en mangos de azotes los fragmentos que se puedan recoger de los
báculos episcopales que el furor laicista convirtió en menudos trozos. El único
sostén firme de la moral es la fe, porque únicamente el alma llena de
convicciones religiosas puede pronunciar el «no!, ¡no!, ¡nunca!» victorioso,
sin contemporizaciones, de la integridad moral.
El Estado tiene imperiosa necesidad de la
moralidad pública, y, por otra parte, esta moralidad pública no puede ser
creada únicamente por el Estado; éste, a lo más, puede ampararla con sus leyes.
Solamente se puede atribuir la verdadera moralidad a la religión, que se
apodera del alma de los hombres, que penetra su vida privada y que hasta ejerce
control sobre los pensamientos más secretos del hombre.
Veracidad, cumplimiento del deber, concepto
puro de la moral, honradez, amor al trabajo, son factores sin los cuales no se
puede sostener la vida de las naciones, pero ellos de ninguna manera pueden ser
creados por el Estado.
El titánico empuje de la técnica moderna
fácilmente sofoca los deseos eternos del alma inmortal. Por todas partes se oye
el traqueteo de las máquinas, el chirriar de las grúas, el ronquido de las
hélices, la bocina de los autos, y en este caos apenas si queda tiempo al
hombre para pensar en su alma.
Suenan con acentos de liberación las palabras
amonestadoras de la religión cristiana: «Buscad primero —no: únicamente, sino:
primero— el Reino de Dios.» No hagáis andar el mundo de coronilla.
Primero es el domingo, el día del Señor; después ha de seguir el día del
trabajo, el día laborable. Antes la oración para que «venga a nosotros tu reino»,
y después su continuación: «danos hoy nuestro pan de cada día».
Aunque trabajéis en talleres oscuros ha de
brillar ante vosotros la luz eterna; aunque trabajéis encorvados en fábricas
estrechas, habéis de mirar el horizonte amplio de la misión ultraterrena; los
brillantes focos que iluminan la fábrica no ha de eclipsar para vosotros el
débil parpadeo de la lámpara que arde ante el Sagrario, y las nubes de humo que
arrojan las chimeneas de las fábricas no han de ocultaros las estrellas del
cielo.
Ved ahí cuán sublime misión tiene la religión
cristiana: infundir vida nueva en las almas que están en trance de perecer de
hambre en medio de una lucha económica incesante.
La religión santifica el trabajo cultural. El
ritmo con que corre la cultura humana produce de un modo natural defectos no
pequeños, sombras oscuras, que presentan sus problemas atormentadores aun a los
pensadores más insignes, empezando por los antiguos indios, hasta Rousseáu y
Tolstói. La cultura excesivamente pulida y refinada, ¿vale realmente más que la
sencillez del estado primitivo?
Únicamente la enseñanza sobria y austera de
la religión es decir, del cristianismo, puede brindarnos un remedio contra las desventajas
y degeneraciones de la cultura. Sin ello el predominio rudo del «yo»
y de los goces sensuales pueden ahogar con facilidad la cultura, a la cual
únicamente la religión puede poner un capítulo final que dé sentido a todo y
sea digno de nuestra vida humana.
La religión no extiende el dominio de la
moral únicamente a la vida familiar, al arte y a la ciencia, sino también a la
vida económica, y detiene no solamente al artista, al sabio, sino también al propietario
de la fábrica y al comerciante en el punto en que las barreras de la ley moral
se yerguen para moderar la marcha libre en demasía.
Es la religión la que da vigor a las leyes
supremas de la justicia y de la honradez en la vida económica, cuando la
Naturaleza, egoísta, disimularía con cierta facilidad, aun tratándose de
algunos éxitos logrados por medios sospechosos.
Hoy ni siquiera barruntamos cuánto perdería
la sociedad con la decadencia de la vida
religiosa. La influencia de la religión sólo se manifiesta después de muchos años, y, por
ventura, siglos, de penetración lenta y constante en la sociedad, y también se
pierde muy despacio. Y aunque la religión parece que ha perdido en la actualidad
su influencia antigua, la sociedad, no obstante, sigue viviendo
—inconscientemente, claro está— de ella y de lo con ella relacionado, así como
al atardecer continúa la luz durante cierto tiempo aun después de ponerse el
sol.
Muchas veces oímos la queja legítima de que
la disparidad de condición y el descontento, a pesar de tantas disposiciones
legales y medidas de defensa, no van camino de mitigarse. En estos trances no hemos
de olvidar que sin la tranquilidad interior del hombre, sin una adhesión
resuelta a Dios, sin la paz que ésta comunica, son, en último término,
infructuosas todas las medidas exteriores de la sociedad. Mientras no se
atienda al anhelo interior del alma, los salarios más altos no podrán dar
satisfacción.
Hoy día, el alma de las masas se ve sacudida
por una duda formidable, y siente el vacío con todo su horror; se ha perdido la
fe en Dios y en el cielo, y los sueños nebulosos del porvenir no son capaces de
dar la más pequeña compensación para no sentir el vacío que han dejado en el
alma los perdidos ideales. Consideraciones meramente jurídicas y sociales nunca
podrán suprimir el egoísmo natural del hombre; la dura corteza no se ablandará
sino en el fuego de la religiosidad y del amor a Dios.
La convicción religiosa es la que modela
armónicamente la vida del individuo, que, a su vez, viene a ser el primer
postulado del bien público. Lo que más falta nos hace en la época actual es un pensamiento
elevado, un pensamiento-guía, que esté por encima de nuestros pequeños asuntos
cotidianos y que sirva de ideal orientador a los que luchan en medio de las
dificultades de esta existencia material. No se nos tache de rancios si en este
punto flota ante nuestros ojos, como ideal, el pensamiento-guía de la Edad
Media.
El medievo tuvo también sus defectos, pero
por lo menos hubo en él un pensamiento-guía que todo lo dominaba y lo llenaba todo.
La Edad Media tenía una fe viva.
La realidad de una vida que rebasa los límites
de esta tierra llenaba de luz resplandeciente el alma del hombre medieval.
Puesto que su mirada atravesaba con una
peculiar clarividencia, el velo de la vida terrenal, y penetraba en el mundo
del más allá, a cada paso sentía el hálito de aquella vida tan distinta.
No afirmamos que el hombre medieval haya sido
mejor que el moderno, pero, en todo caso, era más rico, más profundo y, por tanto,
feliz. Era más ingenuo y más alegre. También él se cubría de polvo, pero no se
dejaba ahogar por el polvo. Entonces daban con gusto los hombres, porque
recibían con facilidad. El egoísmo, como contagio de masas, era desconocido.
Este espíritu común que latía en cada uno, esta fe robusta, levantaba
catedrales, guiaba el pincel de los artistas y el cincel de los escultores.
Las iglesias medievales nos revelan una paz
espiritual, una tranquilidad, una alegría, completamente desconocidas para
nosotros.
En las amables estatuas de mármol de los
santos nos sonríe propiamente la alegría de los antiguos fieles; el simbolismo
de los dragones y monstruos encadenados expresa la tranquilidad del espíritu
religioso que ha triunfado sobre el mal, y aun hoy nos obliga a sonreír el
humorismo ingenuo que goza viendo al diablo forzado a vomitar por su boca de
piedra, desde las alturas del templo, las aguas de lluvia, o forzado también a
sostener una ingente pilastra —de mal grado y rechinando los dientes—, rindiendo
de esta manera su homenaje al Señor.
Este calor unificador de la fe religiosa que
todo lo penetra y que todo lo satura; esta superioridad victoriosa brilla por
su ausencia en nuestra época. Con aquella fe desapareció también la apacible concepción
del mundo que tenían los antiguos.
Con razón dice un célebre historiador de la cultura,
BURCKHARDT: «Entonces vivir significaba existir de veras; pero la vida que hoy
llevamos se sintetiza en... el negocio.»
La religión ofrece un objetivo a la vida
humana; la ciencia no es capaz de dárselo. La ciencia es un tesoro magnífico, y
¡ay de aquel que la desprecia! Sin embargo, a las cuestiones abrumadoras: «de
dónde», «adónde» y «¿por qué», que la vida nos propone a todos, la
ciencia es hoy tan incapaz como hace milenios de dar respuestas satisfactorias.
Nos aclara los fenómenos, explica
contradicciones, corrige errores, establece relaciones de causalidad; pero
únicamente la religión nos habla respecto de este punto para nosotros
trascendentalísimo: de dónde parte y hacia dónde se dirige la curva que indica
el curso del mundo y la curva de nuestra propia vida.
La civilización meramente material no es
capaz de dar satisfacción al anhelo del alma. La familia, la sociedad, la
filosofía, el arte, la literatura, todos, desean un contenido espiritual, y únicamente
la religión está en condición de realizar esta espiritualización de la vida.
Nunca fue de más actualidad que hoy hablar de
la importancia social de la religión; hoy, cuando nos encontramos junto a las ruinas
humeantes de una civilización ya casi del todo derrumbada.
La ciencia y el arte, la sociedad y la
familia, en su largo proceso de infidelidad, que duró decenios y siglos, se
fueron divorciando de aquellos sublimes ideales que iluminaron la vida de los
antepasados.
Si el carro pierde la clavija del eje, pronto
o tarde perderá la rueda. La Humanidad ha perdido su alma y empieza a sentir la
falta que ella le hace.
Confesamos
con humildad que el humo se nos subió a la cabeza y nos hemos fiado en demasía
de nuestras fuerzas. Hemos creído que teniendo máquinas, fábricas,
ferrocarriles, minas, industria, técnica, ya lo teníamos todo; que ya podíamos
cortar aquel hilo que partiendo de la tierra se dirige hacia el cielo... Y lo cortamos...
Y nos ocurrió lo que a la araña insensata de la parábola de Jörgensen.
¿Qué le ocurrió a esa araña insensata?
Ahí va el resumen de mi conferencia. Con ello
cierro mis palabras... Destruyó su orgulloso trabajo porque no
comprendió la utilidad del hilo que se dirigía hacia las alturas.
MONS. TIHAMÉR TÓTH – “El
Triunfo de Cristo”
Nacionalismo Católico San Juan Bautista