martes, 22 de octubre de 2013

SOCIEDAD Y RELIGIÓN

- Por Mons. Thiamér Tóth

LA RELIGIÓN Y EL RESPETO A LA AUTORIDAD
  La religión pregona que «todo poder viene de Dios», y de esta suerte pone los cimientos del respeto a la autoridad, el cual es postulado importantísimo de una vida social ordenada.
  Cuando en el alma del pueblo vive el respeto de Dios, entonces es santo el juramento hecho delante del juez; entonces obliga el juramento hecho sobre la bandera. Encierra una verdad muy profunda la inscripción que se lee en el edificio de nuestra Curia: «Justitia est regnorum fundamentum»; «la justicia es el fundamento de los reinos»; pero el fundamento de la justicia es la religión. Sin respeto a la autoridad es ingobernable la sociedad humana. Mas ¿cómo podrá exigir respeto aquel Estado que es el primero en negar el respeto que debe a Dios?
  Lo primero que hacen siempre los revolucionarios es socavar el principio de la autoridad y desacreditar a los representantes de la misma. Y, no obstante, el mismo comunismo no es capaz de trabajar sin autoridad; aún más, se ve constreñido a exagerar el principio de la autoridad, transformándolo en la caricatura de una disciplina terrorista.
LA RELIGIÓN Y LA MORAL
  No es menor la importancia del papel que la religión desempeña en orden a ennoblecer la vida moral.
  La que menos puede prescindir de las fuerzas morales que ofrece la religión es precisamente nuestra época, en que —no lo negamos— hay ejemplos de noble esfuerzo moral, pero en la que ha subido espantosamente el termómetro de la maldad, de la rudeza, del fraude y de otras epidemias morales, y ha crecido el número de los divorcios, de los menores delincuentes, de los suicidios, y en la que partiendo de la literatura, del escenario y de la pantalla, emprenden su camino espectros sombríos de corrupción moral.
  Frente a los dictados de la moral autónoma, incapaces de imponer la autoridad, y distintos según los diversos autores, no hay más que la religión, que puede aducir leyes morales eternas que están muy por encima de todo capricho humano y que, por lo mismo, no se conmueven ni siquiera en la tempestad de los instintos; y la religión no vacila ante la acusación de ser anticuada y antimoderna, porque sabe muy bien que los frutos de la vida moral no se alimentan del aire, sino que brotan y se nutren del árbol de la comunión con Dios.
  Donde se cierran las iglesias forzosamente se han de abrir cárceles, y en número mayor al de las iglesias clausuradas, y hay que transformar en mangos de azotes los fragmentos que se puedan recoger de los báculos episcopales que el furor laicista convirtió en menudos trozos. El único sostén firme de la moral es la fe, porque únicamente el alma llena de convicciones religiosas puede pronunciar el «no!, ¡no!, ¡nunca!» victorioso, sin contemporizaciones, de la integridad moral.
  El Estado tiene imperiosa necesidad de la moralidad pública, y, por otra parte, esta moralidad pública no puede ser creada únicamente por el Estado; éste, a lo más, puede ampararla con sus leyes. Solamente se puede atribuir la verdadera moralidad a la religión, que se apodera del alma de los hombres, que penetra su vida privada y que hasta ejerce control sobre los pensamientos más secretos del hombre.
  Veracidad, cumplimiento del deber, concepto puro de la moral, honradez, amor al trabajo, son factores sin los cuales no se puede sostener la vida de las naciones, pero ellos de ninguna manera pueden ser creados por el Estado.
  El titánico empuje de la técnica moderna fácilmente sofoca los deseos eternos del alma inmortal. Por todas partes se oye el traqueteo de las máquinas, el chirriar de las grúas, el ronquido de las hélices, la bocina de los autos, y en este caos apenas si queda tiempo al hombre para pensar en su alma.
  Suenan con acentos de liberación las palabras amonestadoras de la religión cristiana: «Buscad primero —no: únicamente, sino: primero— el Reino de Dios.» No hagáis andar el mundo de coronilla. Primero es el domingo, el día del Señor; después ha de seguir el día del trabajo, el día laborable. Antes la oración para que «venga a nosotros tu reino», y después su continuación: «danos hoy nuestro pan de cada día».
  Aunque trabajéis en talleres oscuros ha de brillar ante vosotros la luz eterna; aunque trabajéis encorvados en fábricas estrechas, habéis de mirar el horizonte amplio de la misión ultraterrena; los brillantes focos que iluminan la fábrica no ha de eclipsar para vosotros el débil parpadeo de la lámpara que arde ante el Sagrario, y las nubes de humo que arrojan las chimeneas de las fábricas no han de ocultaros las estrellas del cielo.
  Ved ahí cuán sublime misión tiene la religión cristiana: infundir vida nueva en las almas que están en trance de perecer de hambre en medio de una lucha económica incesante.
  La religión santifica el trabajo cultural. El ritmo con que corre la cultura humana produce de un modo natural defectos no pequeños, sombras oscuras, que presentan sus problemas atormentadores aun a los pensadores más insignes, empezando por los antiguos indios, hasta Rousseáu y Tolstói. La cultura excesivamente pulida y refinada, ¿vale realmente más que la sencillez del estado primitivo?
  Únicamente la enseñanza sobria y austera de la religión es decir, del cristianismo, puede brindarnos un remedio contra las desventajas y degeneraciones de la cultura. Sin ello el predominio rudo del «yo» y de los goces sensuales pueden ahogar con facilidad la cultura, a la cual únicamente la religión puede poner un capítulo final que dé sentido a todo y sea digno de nuestra vida humana.
  La religión no extiende el dominio de la moral únicamente a la vida familiar, al arte y a la ciencia, sino también a la vida económica, y detiene no solamente al artista, al sabio, sino también al propietario de la fábrica y al comerciante en el punto en que las barreras de la ley moral se yerguen para moderar la marcha libre en demasía.
  Es la religión la que da vigor a las leyes supremas de la justicia y de la honradez en la vida económica, cuando la Naturaleza, egoísta, disimularía con cierta facilidad, aun tratándose de algunos éxitos logrados por medios sospechosos.
  Hoy ni siquiera barruntamos cuánto perdería la sociedad con la  decadencia de la vida religiosa. La influencia de la religión sólo se  manifiesta después de muchos años, y, por ventura, siglos, de penetración lenta y constante en la sociedad, y también se pierde muy despacio. Y aunque la religión parece que ha perdido en la actualidad su influencia antigua, la sociedad, no obstante, sigue viviendo —inconscientemente, claro está— de ella y de lo con ella relacionado, así como al atardecer continúa la luz durante cierto tiempo aun después de ponerse el sol.
  Muchas veces oímos la queja legítima de que la disparidad de condición y el descontento, a pesar de tantas disposiciones legales y medidas de defensa, no van camino de mitigarse. En estos trances no hemos de olvidar que sin la tranquilidad interior del hombre, sin una adhesión resuelta a Dios, sin la paz que ésta comunica, son, en último término, infructuosas todas las medidas exteriores de la sociedad. Mientras no se atienda al anhelo interior del alma, los salarios más altos no podrán dar satisfacción.
  Hoy día, el alma de las masas se ve sacudida por una duda formidable, y siente el vacío con todo su horror; se ha perdido la fe en Dios y en el cielo, y los sueños nebulosos del porvenir no son capaces de dar la más pequeña compensación para no sentir el vacío que han dejado en el alma los perdidos ideales. Consideraciones meramente jurídicas y sociales nunca podrán suprimir el egoísmo natural del hombre; la dura corteza no se ablandará sino en el fuego de la religiosidad y del amor a Dios.
  La convicción religiosa es la que modela armónicamente la vida del individuo, que, a su vez, viene a ser el primer postulado del bien público. Lo que más falta nos hace en la época actual es un pensamiento elevado, un pensamiento-guía, que esté por encima de nuestros pequeños asuntos cotidianos y que sirva de ideal orientador a los que luchan en medio de las dificultades de esta existencia material. No se nos tache de rancios si en este punto flota ante nuestros ojos, como ideal, el pensamiento-guía de la Edad Media.
  El medievo tuvo también sus defectos, pero por lo menos hubo en él un pensamiento-guía que todo lo dominaba y lo llenaba todo. La Edad Media tenía una fe viva.
  La realidad de una vida que rebasa los límites de esta tierra llenaba de luz resplandeciente el alma del hombre medieval.
  Puesto que su mirada atravesaba con una peculiar clarividencia, el velo de la vida terrenal, y penetraba en el mundo del más allá, a cada paso sentía el hálito de aquella vida tan distinta.
  No afirmamos que el hombre medieval haya sido mejor que el moderno, pero, en todo caso, era más rico, más profundo y, por tanto, feliz. Era más ingenuo y más alegre. También él se cubría de polvo, pero no se dejaba ahogar por el polvo. Entonces daban con gusto los hombres, porque recibían con facilidad. El egoísmo, como contagio de masas, era desconocido. Este espíritu común que latía en cada uno, esta fe robusta, levantaba catedrales, guiaba el pincel de los artistas y el cincel de los escultores.
  Las iglesias medievales nos revelan una paz espiritual, una tranquilidad, una alegría, completamente desconocidas para nosotros.
  En las amables estatuas de mármol de los santos nos sonríe propiamente la alegría de los antiguos fieles; el simbolismo de los dragones y monstruos encadenados expresa la tranquilidad del espíritu religioso que ha triunfado sobre el mal, y aun hoy nos obliga a sonreír el humorismo ingenuo que goza viendo al diablo forzado a vomitar por su boca de piedra, desde las alturas del templo, las aguas de lluvia, o forzado también a sostener una ingente pilastra —de mal grado y rechinando los dientes—, rindiendo de esta manera su homenaje al Señor.
  Este calor unificador de la fe religiosa que todo lo penetra y que todo lo satura; esta superioridad victoriosa brilla por su ausencia en nuestra época. Con aquella fe desapareció también la apacible concepción del mundo que tenían los antiguos.
  Con razón dice un célebre historiador de la cultura, BURCKHARDT: «Entonces vivir significaba existir de veras; pero la vida que hoy llevamos se sintetiza en... el negocio.»
  La religión ofrece un objetivo a la vida humana; la ciencia no es capaz de dárselo. La ciencia es un tesoro magnífico, y ¡ay de aquel que la desprecia! Sin embargo, a las cuestiones abrumadoras: «de dónde», «adónde» y «¿por qué», que la vida nos propone a todos, la ciencia es hoy tan incapaz como hace milenios de dar respuestas satisfactorias.
  Nos aclara los fenómenos, explica contradicciones, corrige errores, establece relaciones de causalidad; pero únicamente la religión nos habla respecto de este punto para nosotros trascendentalísimo: de dónde parte y hacia dónde se dirige la curva que indica el curso del mundo y la curva de nuestra propia vida.
  La civilización meramente material no es capaz de dar satisfacción al anhelo del alma. La familia, la sociedad, la filosofía, el arte, la literatura, todos, desean un contenido espiritual, y únicamente la religión está en condición de realizar esta espiritualización de la vida.
  Nunca fue de más actualidad que hoy hablar de la importancia social de la religión; hoy, cuando nos encontramos junto a las ruinas humeantes de una civilización ya casi del todo derrumbada.
  La ciencia y el arte, la sociedad y la familia, en su largo proceso de infidelidad, que duró decenios y siglos, se fueron divorciando de aquellos sublimes ideales que iluminaron la vida de los antepasados.
  Si el carro pierde la clavija del eje, pronto o tarde perderá la rueda. La Humanidad ha perdido su alma y empieza a sentir la falta que ella le hace.
  Confesamos con humildad que el humo se nos subió a la cabeza y nos hemos fiado en demasía de nuestras fuerzas. Hemos creído que teniendo máquinas, fábricas, ferrocarriles, minas, industria, técnica, ya lo teníamos todo; que ya podíamos cortar aquel hilo que partiendo de la tierra se dirige hacia el cielo... Y lo cortamos... Y nos ocurrió lo que a la araña insensata de la parábola de Jörgensen.
  ¿Qué le ocurrió a esa araña insensata?
  Ahí va el resumen de mi conferencia. Con ello cierro mis palabras... Destruyó su orgulloso trabajo porque no comprendió la utilidad del hilo que se dirigía hacia las alturas.
MONS. TIHAMÉR TÓTH – “El Triunfo de Cristo”

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