El abismo. Por José Manjón
Los críticos posmodernos consideran lo líquido, lo fluido, como el signo de nuestro tiempo. El panta rhei heracliteo
es el lema sobre el que se ha construido esta era de la cantidad, de la
rapidez, de lo efímero, del pensamiento débil y de la acción inmediata,
intrascendente. En el siglo XIX, a todo esto se le llamaba nihilismo. Cuando revisamos los males de nuestro tiempo y meditamos un poco sobre los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, es
decir, sobre lo que pasa en la calle, nos posee una cierta desazón, una
inquietud ante una cultura que no sabe hacia dónde va, pero que
recuerda demasiado al Titanic en su rumbo y en su gobierno.
Como los
colosos mitológicos que dieron nombre al barco más famoso del siglo XX
(célebre por su naufragio, como la modernidad), nuestra era desencadena
fuerzas ciegas que hace ya bastante que nos negamos a dirigir, mientras
disfrazamos nuestra impotencia con el nombre de adaptación.
El espíritu de esta época, sus peligros y
sus amenazas, pero también sus latentes esperanzas, las refleja con la
aguda penetración de un buen observador Javier R. Portella en su libro El abismo democrático (Ediciones
Insólitas, 2019), obra breve de pensamiento fuerte, una guía de
perplejos que ya en su foto de portada refleja los males de nuestro
tiempo: unos adolescentes están sentados en una sala del Rijksmuseum de Amsterdam. A muy corta distancia de sus cabezas está ese prodigio de caos y orden, de luces y tinieblas, que es la Ronda de noche de
Rembrandt. Ni uno sólo de los muchachos mira el cuadro, todos están con
los ojos fijos en sus móviles, dando la espalda al portento que ahí
exhibe sus tinieblas y sus dorados, su misterio y su belleza. No soy de
los que creen que una imagen valga mil palabras, pero en este caso pocos
ejemplos más terribles y gráficos de nuestro Zeitgeist.
Como ya vaticinaba Julio Verne en su obra oculta y más profética, París en el siglo XX, escrita
en 1863, las letras han sido vencidas por los números y el espíritu por
la técnica. El joven poeta Michel Dufrenoy recorre un París de 1960 que
bien puede ser el actual, donde el dinero es rey y se ha perdido el
gusto por las bellas artes y por la música clásica, donde todo el mundo
sabe leer pero nadie lee, de forma que uno puede hacerse con una
magnífica biblioteca porque nadie valora los libros. Se componen obras
de fácil comprensión y leve contenido por escritores-burócratas a sueldo
del Estado y toda la vida es una rutina de autómatas en busca de un
poco más de dinero. ¿Nos suena? De esto trata el breve y centelleante
análisis de El abismo democrático: de cómo lo bello está
conociendo un eclipse demasiado largo, de cómo la muerte ha sido
escamoteada de la vida, de cómo Dios se nos desdibuja en un ocaso
aparente y de cómo cada vez estamos más pavorosamente cerca del homme machine de
Lammetrie. Y todo escrito con una mezcla muy equilibrada de estilo y
sencillez, que se puede leer como si conversáramos con un amigo.
Para
nuestra desgracia, la realidad tiene la nefasta manía de imitar al
arte, y las antiutopías de Orwell y Huxley hace mucho que habitan entre
nosotros, en medio de una vida inane en apariencia, pero en la que los
mecanismos de conformidad social, autocensura, neolengua, policía del
pensamiento, hipnosis colectiva e hiperregulación de la existencia crean
un mundo feliz de mónadas irresponsables, intrascendentes, efímeras y
vacías, que ya es realidad cotidiana y no novela futurista. En 2014,
Javier Negrete publicó un interesante relato titulado Los centinelas del tiempo (en Mañana todavía, doce distopías para el siglo XXI, Fantascy, 2014), que
reflejaba una sociedad que es la nuestra, donde desde los móviles se
controlaba el lenguaje incorrecto y se aborregaba a los muchachos con feminarios, convegetarianismo y con una pedagogía igualitaria que había conseguido proscribir la Ilíada por violenta, hacer de la lectura del diccionario de María Moliner un pecado y convertir al ovoide Humpty Dumpty de Alicia a través del espejo en
un agresor machista. Bueno, pues eso es hoy costumbrismo. Perdone el
lector la extensión de la cita, pero lo que escribe Negrete tiene muy
poco de fantasía: “Eran bastantes años ya de cultura fácil, basada
en eslóganes, que llevaba a la gente a creer que sabía mucho porque
podía arropar y maquillar su ignorancia con frases rimbombantes. La
gente que salía de las facultades estaba dispuesta a descubrirlo todo de
nuevo, a inventar la rueda en un extendido adanismo intelectual. Toda
la ciencia, todo el conocimiento anterior debían ser refundados, porque
no eran objetivos. La propia pretensión de objetividad constituía una
quimera, y el supuesto método científico no era más que arrogancia
intelectual de Occidente, una muestra de represión”.
Ese es el reino de este mundo que se ofrece ante nosotros, el de la igualdad de los encefalogramas planos, que
describe Negrete. El del abismo democrático del que nos advierte
Portella y por el que ya nos estamos despeñando, como los ciegos
evangélicos del cuadro de Brueghel.