Dios, patria, hogar
¿Una respuesta política nacida desde lo religioso para enfrentar el globalismo financiero y el marxismo cultural?
“Dios, patria, hogar”, proclamaban las leyendas escritas con
desafiante pintura negra sobre los paredones encalados del pueblo. A mí y
a mis amigos nos causaban gracia y curiosidad, una porque conocíamos a
los que las escribían y, a pesar de que ponían cara de malos y usaban
tremendo bigote, no nos parecían muy preparados para sostener cualquier
desafío, y la otra porque no entendíamos la necesidad de la proclama,
tan seguros estábamos de contar con un Dios, una patria y un hogar. Esas
seguridades sin embargo iban a durar poco. Casi sin darnos cuenta,
entrábamos a la vez a la adolescencia, a la década de 1960 y a una etapa
de transformaciones vertiginosas que estremecerían hasta los cimientos
esas certidumbres.
¿Cómo podíamos saber, entonces, que Dios sufría desde hacía casi un
siglo el ataque encarnizado de la Europa cristiana, y que su muerte ya
había sido anunciada como una buena nueva? ¿Cómo podíamos anticipar que
la patria sucumbiría bajo la doble agresión de la violencia y el saqueo
en las décadas siguientes, las de nuestra juventud y madurez, las
décadas en las que la vida para la que nos estábamos preparando debía
rendir sus frutos? ¿Cómo podíamos imaginar siquiera que el hogar, la
familia, ese reducto último de la certidumbre y el amparo, el lugar del
reposo, la alimentación y el abrazo, iba a ser blanco de la metralla que
ahora, ante nuestros ojos, hace saltar por el aire sus últimas
astillas?
¿Cómo podíamos sospechar que algún día, ante la mirada interrogante
de nuestros hijos, sólo íbamos a tener perplejidad y silencio como
respuesta?
Evidentemente, nuestros amigos de los bigotazos y el pelo aplastado
habían olfateado con la debida anticipación algo que nosotros no
percibíamos. Y que tampoco, para ser honestos, queríamos percibir,
encandilados unos con la conquista del espacio y los avances
tecnológicos que probaban la eficacia del capitalismo, obnubilados otros
con la revolución cubana y el Concilio Vaticano II, que señalaban el
camino inevitable hacia el socialismo y el hombre nuevo. Ni unos ni
otros veíamos en nuestras opciones una amenaza contra Dios, ni contra la
patria ni contra el hogar, porque los juzgábamos tan eternos como el
agua y el aire, como Borges decía de su ciudad.
Y sin embargo, aquí estamos: sin Dios, con la patria hecha añicos y ya casi sin hogar.
La situación en la que hemos caído es resultado de una combinación de
factores tan disímiles, dispersos y azarosos que parecería difícil
imaginar una conspiración. Podría decirse que si hay una conspiración su
origen no es de este mundo, cosa que movería a risa a algunos, pero que
otros tomarían muy en serio, especialmente los que creen en la eficacia
operativa del demonio. Sabemos, sin embargo, que hay personas en
condiciones materiales e intelectuales de ayudar al azar (o al diablo) y
orientar las cosas en determinada dirección. Al fin y al cabo, lo del
Nuevo Orden Mundial fue una idea emanada de esas personas y propuesta
claramente y con todas las letras, no un invento de las mentalidades
conspirativas.
La idea de reordenar el mundo brotó tras la caída del muro de Berlín,
que no separaba, como se cree habitualmente, al Occidente capitalista
del Este socialista: era en realidad un dique de contención contra los
desbordes de uno y otro lado, obligaba a cada bando a preservar una
cierta apariencia de virtud. Cuando el hormigón cayó bajo la presión de
las multitudes, lo peor del capitalismo se fundió en un abrazo con lo
peor del socialismo, con el que mantenía antiguas y documentadas
relaciones, y desde entonces vienen marchando juntos hacia la
instauración global de una nueva esclavitud, políticamente totalitaria,
como siempre imaginaron los comunistas, y económicamente libertaria,
como siempre imaginaron los capitalistas.
La tarea no parecía sencilla. ¿Cómo someter nuevamente a la
esclavitud a un hombre al que las mismas élites habían ensoñado desde la
Revolución Francesa con las ideas de libertad, igualdad y fraternidad?
Personas inteligentes, no tardaron en encontrar una solución simple,
económica y orwelliana: cambiar el sentido de las palabras.
Los conspiradores, o el mismísimo demonio, procedieron por etapas: en nombre de la libertad
comenzaron por separar al hombre de Dios para privarlo del sentido
trascendente de la vida, que lo unía en alabanza y oración al conjunto
de los demás hombres y de todo lo creado; después se dedicaron a socavar
sus vínculos de pertenencia e identidad, especialmente la patria, pero
también el terruño o el barrio, la lengua o la música, en aras de una igualdad
global e indiferenciada que excede largamente lo social, incapaz de
suscitar identificación, pertenencia o lealtad alguna; ahora, a favor de
una fraternidad tan inclusiva como estéril, apuntan con la
ideología de género contra la familia, bastión último de anclaje y de
sentido para un hombre en trance de ser despojado de todas las ligazones
y raíces que necesita para desarrollarse y crecer con cierto grado de
salud.
Este hombre, así desamparado, perdido y angustiado, el hombre que las
mentes más lúcidas de Europa vienen describiendo con un sentido de
urgencia cada vez mayor, no sabe cómo enjugar su desesperación: las
drogas, la promiscuidad, las experiencias extremas, nada le alcanza para
cubrir el vacío al que lo han arrojado las consignas de libertad,
igualdad y fraternidad en su versión perversa. Ese hombre está listo y
predispuesto para recibir, con alivio de náufrago y agradecimiento
perruno, el yugo del esclavo. El yugo, claro está, ya no tiene el perfil
grosero del madero o el herraje, sino que llega en el suntuoso envase
de la tecnología y la modernidad, tan amable y seductor que le resulta
irresistible.
Hablemos también de libertad de mercado y derecho de propiedad,
palabras cuyo significado se ha trastocado hasta lo irreconocible.
¿Podemos hablar de libertad de mercado cuando toda la economía
capitalista se mueve hacia la concentración, cuando cada vez menos
personas deciden sobre áreas cada vez más amplias del comercio, la
industria, las finanzas y los servicios, cuando cada vez hay menos
espacio para el emprendimiento personal, se trate del ejercicio de las
profesiones liberales, o de la simple farmacia, ferretería o almacén de
barrio? ¿Podemos hablar de derecho de propiedad, cuando el único derecho
de propiedad resguardado es el de los bienes materiales pese a que la
persona también es dueña de intangibles como su historia, su patria, su
religión, su lengua, sus opiniones e incluso su cuerpo, amenazados todos
por el poder de coerción del Estado?
El nuevo orden le recuerda permanentemente al ciudadano su condición
de esclavo, cuya supervivencia depende de un amo cuyo rostro ni siquiera
conoce, pero al que debe someterse sin chistar si no quiere perder su
ciudadanía, que ya no consagra la Constitución, sino una tarjeta de
crédito, un alquiler o un abono, puesto que cada vez le resulta más
difícil ser propietario de nada. La palabra que mejor define la
situación del nuevo esclavo es precariedad: casi nada de su vida está
efectivamente bajo su control, todo es transitorio y puede acabarse en
cualquier momento, desde el empleo hasta el matrimonio, para usar una
palabra realmente anticuada. Especialmente, y uno sospecha que
deliberadamente, ya no puede ser propietario de una casa, un cuarto
propio, un lugar donde caerse muerto. En cualquier momento puede
encontrarse literalmente en la calle.
Sospecho que eso es deliberado, porque hay algo sagrado en la casa
propia: Mircea Eliade dice que su construcción replica el gesto creador y
fundacional de los dioses, y constituye un eje en torno del cual
ordenar el propio mundo y una suerte de eslabón con lo sagrado. En la
casa propia, cada hombre funda su propio linaje, y la ocasión suele ser
debidamente señalada. Cuando finalizó la construcción del techo de la
que sería nuestra casa familiar, mi padre agasajó a constructores y
amigos, y en la flamante cumbrera se colocó una rama de pino, según
fotografías que pude ver en el álbum familiar. La imposibilidad de tener
su propia casa corta el último vínculo del hombre con la divinidad.
Asunto que nos lleva de regreso al comienzo de esta nota.
Si se las mira con un poco de atención, todas las acciones del
globalismo financiero asociado al marxismo cultural que venimos
describiendo son “disolventes”, como decían los militares respecto del
accionar de la izquierda: apuntan a romper o desatar todos los vínculos
que anudan al hombre con su Dios, con sus compatriotas, con su familia,
para dejarlo aislado, inerme e impotente. Esta comprobación tiene la
virtud de mostrarnos el camino para hacerles frente: propone un plan de
resistencia y un programa de acción. Si el propósito de estos
conspiradores (o del demonio, vaya uno a saber) es desligar al hombre de
sus referencias trascendentes y existenciales, ¿deberíamos responder
reparando esas ligaduras, religándolo? ¿Una respuesta política nacida
desde lo religioso? Dios para afianzar una patria, patria para levantar
un hogar, hogar para formar hombres y mujeres cabales. No hay abuso de
retórica ni tampoco mucha novedad en esto: la Argentina que supo
enorgullecernos se hizo en gran medida así.
–Santiago González