2.1. Theodor Adorno
Sin
más, Theodor Adorno negó que fuera posible una total conceptualización
de la realidad. Sostuvo Adorno: “Quien elija hoy por oficio el trabajo
filosófico ha de renunciar desde el comienzo mismo a la ilusión... de
que sería posible aferrar la totalidad de lo real por la fuerza del
pensamiento. Ninguna razón legitimadora sabría volver a dar consigo
misma en una realidad cuyo orden y configuración derrote cualquier
pretensión de la razón... La filosofía que a tal fin se expende hoy no
sirve más que para velar la realidad y eternizar su situación actual...
La crisis del idealismo equivale a una crisis de la pretensión
filosófica de totalidad. La ratio autónoma –tal fue la tesis de todo
sistema idealista– debía ser capaz de desplegar a partir de sí misma el
concepto de la realidad y toda la realidad... (pero) el texto que la
filosofía ha de leer es incompleto, contradictorio y fragmentario, y
buena parte de él pudiera estar a merced de ciegos demonios; sí, quizá
nuestra tarea es precisamente le lectura, para que leyendo aprendamos a
conocer mejor y a desterrar esos poderes demoníacos”.
Hegel incorporó en
su dialéctica el elemento negativo (la contradicción), pero sólo para
superarlo en la síntesis final, de tal manera que la identidad se
recupera, y la realidad queda justificada en cuanto que es racional.
Pues bien, frente a la dialéctica hegeliana –que se entiende
“positiva”–, Adorno propone una “dialéctica negativa” que afirma que “lo
real no es (totalmente) racional”: “El nombre de dialéctica comienza
diciendo sólo que los objetos son más que su concepto, que contradicen
la norma tradicional de la adaequatio (conformidad o identidad entre la
mente y su objeto). La contradicción... es índice de lo que hay de falso
en la identidad... Dialéctica es la conciencia consecuente de la
diferencia”. La dialéctica positiva, dice Adorno, “no ha hecho más que
interpretar el mundo y mutilarse a sí misma de pura resignación ante la
realidad”, con lo que se ha convertido en ideología. En efecto, ya que
el sujeto se adecua a la realidad (por el conocimiento), se afirma que
también debe someterse a ella en la práctica. Y así, la dialéctica
positiva eterniza el estado presente y bloquea cualquier acción
transformadora o revolucionaria. En cambio, para la dialéctica negativa
la realidad (social, histórica) no es algo en absoluto racional, sino
que requiere una profunda transformación racionalizadora. Es también
“negativa” por decir “no” a la realidad. En este mismo sentido, Marcuse
prefiere hablar de un “pensamiento negativo”, definido “como poder
subversivo, poder de lo negativo”. La misma carga de negatividad posee
la concepción de la utopía. Los frankfurtianos o neomarxistas rechazan
la posibilidad de construir una “utopía positiva”. No es posible
determinar cómo debería ser el futuro, únicamente es posible determinar
cómo no debe ser, lo cual ya es suficiente para poder criticar el
presente. Se afirma así: “La teoría crítica de la sociedad no posee
conceptos que pueden tender un puente sobre el abismo entre el presente y
el futuro; sin sostener ninguna promesa, sin tener ningún éxito, sigue
siendo negativa. Así, quiere permanecer leal a aquellos que, sin
esperanza, han dado y dan su vida por el Gran Rechazo”. Además, contra
la pretendida relación entre sujeto–objeto, o bien observador–hechos,
presupuesta por la teoría clásica, la teoría crítica afirma que todo
conocimiento está determinado por “mediaciones”. La actividad teórica no
es independiente de los procesos sociales, históricos y económicos en
medio de los cuales ha aparecido, sino que éstos determinan el objeto y
finalidad de la investigación. Además, ninguna teoría es “imparcial”,
sino que está sustentada por intereses, y con frecuencia su aparente
objetividad no hace sino ocultar su carácter “ideológico”. Igualmente,
la dicotomía sujeto–objeto no se puede mantener radicalmente; el
investigador es siempre parte del objeto social investigado. De ahí la
insistencia en el concepto de “totalidad” (tomado de Lukács). La
investigación social es la “teoría de la sociedad como un todo”
(Horkheimer), en la que hay que poner en interrelación los ámbitos
económico, histórico, psicológico, etc. La especialización de la ciencia
convierte a su objeto en algo “abstracto” y conduce a ocultar, de
hecho, la realidad. Sólo desde esta visión totalizadora la teoría puede
convertirse en “crítica”, y desvelar los aspectos ideológicos y
represivos de la sociedad y la cultura. Marcuse señala: “La totalidad
parece tener el aspecto mismo de la razón. Y, sin embargo, esta sociedad
es irracional como totalidad”. Con todo, Weber defendió el principio de
la “no–valoración” como criterio de objetividad teórica. Esta
pretensión es rechazada por la teoría crítica. Indica Marcuse: “El
problema de la objetividad histórica implica juicios de valor", es
decir, estar al servicio de la emancipación del hombre, y derivar en una
praxis liberadora. De este modo, los dos polos de la teoría crítica son
razón y praxis. Pero la praxis no se reduce al ámbito individual: en el
siglo XX la política se había convertido en el ámbito propio de la
acción moral, recuperándose así la gran tradición del pensamiento
griego, que nunca desvinculó la moral de la política. En conclusión, la
“teoría crítica” se niega a justificar la realidad socio–histórica
presente por considerarla irracional, es decir, injusta y opresora. Y,
por ello mismo, se propone hacerla más racional y humana.