6.3. Michel Foucault
Elaborando
su filosofía a partir de los sofistas griegos, Nietzsche, Heidegger,
Freud, Marx y Wittgenstein entre otros, y teniendo a la vista la
estrategia de hegemonía ideológica como base del poder político de
Antonio Gramsci, la evolución del marxismo con Louis Althusser y su
fuerte vínculo con el trotskysmo y el maoísmo, el francés Michel
Foucault (1926 - 1984) desarrolló un discurso sobre el poder y su
reconstrucción para constituir un vital recurso para la radical lucha
político revolucionaria contemporánea. Así, la teoría de la lucha de
clases de Karl Marx es en Foucault la guerra de poderes y contrapoderes,
estado de guerra del que nunca se sale. En este contexto de vital y
profunda acción, el uso del símbolo y la metáfora será un arma
estratégica en la total lucha ideológica por el poder político. Sin más,
Michel Foucault ataca directamente los dogmas humanistas: el individuo
la razón, la verdad y la libertad. Michel Foucault propone una
“arqueología de las ciencias humanas”, entendiéndola como tipo de
historicidad que luego vinculará con la genealogía del poder. Se trata
de superar el modelo de historicidad esencialista, dialéctico,
progresista y teleológico.
Foucault procura un nuevo modelo de
historicidad e introduce el concepto de “episteme” o saber. Afirma
entonces que las “formaciones discursivas” de cada época forman una
“episteme”, es decir, un conjunto de principios y conceptos a partir de
los cuales se constituyen las distintas ciencias y demás discursos del
saber. Según Foucault, la “episteme” se plasma fundamentalmente en el
lenguaje, la vida y el trabajo. No obstante, Foucault advierte que la
“episteme” subyace a la realidad formal, ya que es un sustrato o estrato
invisible que configura la cultura de cada época. Por tanto, la
“episteme” se manifiesta de modo inconciente para la misma época,
constituyendo el código desde el cual las personas piensan y viven. En
definitiva, la “episteme”, en tanto red conceptual, forma un “a priori
histórico”. De esta forma, si en una época la “episteme” o “capa
geológica” dominante es desplazada y sustituida a raíz de la
introducción y desarrollo de nuevos principios, de hecho se crea una
nueva estructura del saber y, por extensión, una nueva estructura de
poder. Así, el proceso de constitución y desarrollo de la nueva
“episteme” va deconstruyendo la “episteme” dominante. Es de esta forma
como se inaugura una nueva “episteme”, vale decir, una nueva cultura y
una nueva época. Además, conforme a Foucault, las “epistemes” no se
suceden de modo continuo o gradual, sino a partir de brechas o
discontinuidades. Como se ha indicado, la “arqueología” de Foucault
subraya las discontinuidades o “cortes” que se producen en la historia
del saber, no dándose una transición gradual de una episteme a otra.
Foucault afirma que hay una revolución que desplaza las viejas verdades y
las sustituye por otras nuevas. A diferencia de Thomas Kuhn, quien
también desarrolla una teoría discontinuista de la historia del saber,
la revolución en el a priori histórico no se refiere a una sola ciencia,
son al conjunto del saber. Foucault rechaza las mediaciones o
influencias de ideas seminales, afirmando que es a partir de las
diferencias que se constituye la nueva epísteme. Precisamente, siguiendo
a Gastón Bachelard con sus “cortes epistemológicos” y a Georges
Canguilhem en los “desplazamientos y transformaciones de conceptos”,
Foucault proclama el valor y significado estratégico de todos los
fenómenos de ruptura, a partir de los cuales se inicia una nueva forma
de pensar. De esta forma, Michel Foucault desarrolla la crítica de la
“razón normalizadora”, es decir, aquella que desde el sistema de poder
dominante establece el patrón social de lo bueno y lo malo, por ende, de
lo permitido y lo prohibido. Sostiene Foucault que el saber y el poder
se integran para ejercer dominio sobre la sociedad mediante su
“normalización”. Por ende, al imponerse el imperio de la razón
dominante, se decreta la exclusión, la represión, el confinamiento y
final sometimiento de todo aquello que no corresponda a la categoría
binaria de bien - mal, definida por la predominante razón cartesiana y
científica. Pero Foucault estima que, siendo determinada por el sistema
de poder, en realidad la “sana razón” social no es sino razón alienada.
Según Michele Foucault, procede pues subvertir el estado de alienación,
esto es, la racionalidad y la norma que se impone desde el poder. Por
tanto, cabe afirmar la locura y la sinrazón como medios de liberación
política. Se ha de liberar al loco y desatar la sinrazón en la sociedad,
que no son sino sus propias contradicciones. En esta perspectiva, la
validación de la “locura” es un acto de confrontación y un medio de
liberación revolucionaria, ya que ésta no es sino una forma secreta de
razón. Concretamente, se trata de deconstruir la “razón” occidental a
partir de la “sinrazón” puesta en la “marginalidad”, actuando la locura y
la sinrazón como formas de contrapoder. De hecho, Foucault entiende que
la locura y la sinrazón son formas de transgredir y provocar la ruptura
con el orden establecido. El loco mismo es la protesta contra las
formas sociales de exclusión. En definitiva, la locura y la sinrazón
despliegan sus poderes y se constituyen en agentes político
revolucionarios fundamentales. Foucault ataca por tanto la “episteme
clásica” del orden con sus clasificaciones, basadas en la idea de la
representación. En consecuencia, la idea de representación cederá su
lugar a la cosa en sí, concebida desde el sistema de relaciones que la
constituye, modificándose la historia del saber contemporáneo. El
lenguaje ya no será pensado desde la categoría de la representación,
sino en cuanto actividad y sistema que es expresión de la vida de un
pueblo, ligado a la historicidad que es mero uso. Del mismo modo, al
conocimiento no se llegará ya por la especulación, sino por la
indagación de las obras mismas en que se ha materializado el
conocimiento. Por tanto, la verdad sólo se conoce a partir de lo que se
hace. Foucault sostendrá que el conocimiento se aprecia según sus raíces
sociales, históricas y económicas que se forman en el interior de las
relaciones que se entretejen entre los hombres. En esta misma
perspectiva, Foucault concibe un a priori histórico sin sujeto,
implicando la idea de la “muerte del hombre” o antihumanismo. Después de
la “muerte de Dios” anunciada por Nietzsche, necesariamente abría de
sobrevenir la “muerte del hombre”. Entiende Foucault que el “hombre” es
una invención reciente, de no más de dos siglos, que el saber humano ha
fabricado y que está a punto de desaparecer. El “homo dialecticus” del
hegelianismo y el alienado del joven Marx, fue desplazado por el
inconsciente freudiano, la falsa conciencia marxista y el proceso del
inconsciente de la lengua según Ferdinand De Saussure. Según Foucault,
lo que no lograron Kant, Hegel o Husserl, se encontraba, en cambio, en
Nietzsche, el psicoanálisis, la teoría de las ideologías y la nueva
lingüística. El hombre aparece en las estructuras del ser viviente, en
las leyes de la producción y en las reglas del lenguaje que se le
imponen desde fuera. El hombre, sujeto racional y consciente, no existe.
La realidad ni siquiera gira en torno al hombre, que se entendió
reemplazaría al Dios muerto, sino que, ni siquiera éste resiste el
embate de las estructuras que lo aniquilan. Si a lo largo de la época
modera el conocimiento estuvo fundado sobre el sujeto, el pensamiento de
Foucault implica la anulación del sujeto y la muerte del hombre.
Foucault invoca explícitamente a Nietzsche cuando declara haber quemado
las ilusiones de la dialéctica y la antropología. Implica la “muerte de
lo infinito de la vida”, quedando ésta como expresión de lo finito -
infinito que permite caminar, según Foucault, hacia la “plenitud de lo
posible”, que en realidad constituye el fin de la historia. Precisa
Foucault que la filosofía no es un cielo de ideas eternas (contra
platonismo) pero tampoco es un saber histórico (contra la dialéctica).
El pensamiento es intempestivo ya que surge de un momento y en forma
inactual, es decir, fuera de los valores en curso. Por tanto,
cuestionar, con Nietzsche, la “voluntad de verdad”, es rechazar el
motivo común de la epistemología cartesiana y la historiografía
escatológica hegeliana. El nietzscheanismo desea abandonar el esfuerzo
por la objetividad y la intuición de que la verdad es una. Siguiendo a
Nietzsche, se trata de determinar la historia efectiva. Por extensión,
la doctrina deconstruccionista declara: “La idea de partir del lenguaje
tiene como finalidad suplantar tanto el paradigma del ‘ser’ como el
paradigma del sujeto”. Proclama pues Foucault que cuando el hombre
investiga el origen de las lenguas no se encuentra con un primer
balbuceo, sino con una palabra ya dada. Cuando estudia su origen de ser
viviente se encuentra con una vida que ha comenzado mucho antes de él;
halla siempre formas ya institucionalizadas. Así, el hombre no es
contemporáneo de su origen. Por tanto, las palabras son cosas dichas,
cosificaciones, vida que deviene muerte. Entonces, conforme a Foucault,
es el lenguaje lo que se hace mientras la muerte viene, sólo él (que es
muerte) vive y los ya muertos vivirán en él. De esta manera, el lenguaje
destruye y construye; es muerte y resurrección. Por tanto, Foucault
procura determinar el ser del lenguaje, tratando de captarlo en su ser
autónomo. Normalmente se entiende al lenguaje en su proyección a lo
real, no captándose su ser propio. Por eso, Foucault trata de poner
distancia entre el lenguaje y las cosas para captarlo en su autonomía.
Advierte pues Foucault la fuerza desdobladora de las palabras, es decir,
el nuevo sentido en las palabras, lo tropológico. La conversión
producida se denomina “tropos”, concibiéndose este modo de lenguaje como
“girado sobre sí mismo”. Señala Foucault que si las palabras tuvieran
perfecta adherencia a las cosas que normalmente se les atribuye, debería
haber una palabra para cada cosa y cada cosa ser designada por un solo
nombre (nominalismo). Pero, al no ser así y ocurrir que una misma cosa
es nombrada con distintas palabras, no hay perfecta correspondencia
entre las palabras y las cosas, y viceversa. En este sentido, conforme a
la interpretación foucaultiana, en lugar de transparentar el ser de las
cosas, la palabra oculta lo que es. Las palabras actúan como el doblaje
de las máscaras por encima del rostro. Es el lenguaje lo que abre paso a
la “ausencia del ser”. Por tanto, es el lenguaje lo que, por una parte,
establece la identidad de las cosas y las muestra separadas de sí
mismas y, por otra, hace que las palabras recuperen su identidad con
indiferencia respecto a lo que difiere. Así, el leguaje es un círculo o
juego de identidades que no deja de ser un juego de espejos. La mismidad
de las cosas es “otra” en las palabras. De esta forma, el lenguaje es
un juego de azar, opuesto a la finalidad; no hay un “telos” o fin
predeterminado. De esta forma, “en el molino interminable de la
palabra”, las palabras ya están allí pero, antes de hablar, no hay nada.
Entonces, es sólo a partir del acontecimiento del lenguaje que se
forman los objetos del mundo. El lenguaje es pues el acontecimiento
primero; antes del lenguaje todo es oscuridad. El lenguaje se desarrolla
a partir de sí mismo; se trata de romper y superar la unidad entre a
palabra y el mundo. Si las palabras prestan su voz a las cosas,
manifestando sus visibilidades y desdoblando el ser en su “no ser”, el
lenguaje se desliza sobre la superficie de las cosas, haciendo por
reduplicación de lo visible que las cosas nuevamente visibles. El
lenguaje es el “intersticio” por el cual el ser y doble están unidos y
separados. De esta forma, según Foucault, el lenguaje es ausencia de
ser; en sus interminables juegos se encuentran más bien semejanzas y
desemejanzas, oposiciones y analogías, identidades y diferencias, todo
lo cual no hace sino esfumar el ser. Si el lenguaje repitiera el ser,
sería inútil porque es un lenguaje tautológico. Entonces, puesto que no
se puede repetir el ser, no hay más que repetir indefinidamente el
discurso. El lenguaje se convierte en un laberinto, en el que ya no es
el ser de las cosas lo que se dice, sino el ser del lenguaje. El
lenguaje se dice a sí mismo. El lenguaje es carencia de ser, pero en ese
vacío existe el hombre mismo. En definitiva, el ser del lenguaje es el
discurso. Más que poner al descubierto la realidad de las cosas, el
lenguaje se pone en evidencia a sí mismo. Por lo tanto, no se posee el
lenguaje sino que es una estructura que sobrepasa al hombre. Michel
Foucault pasa entonces del discurso del método al método del discurso.
En Foucault, el discurso no es una cadena de razonamientos lógicos ya
que está formado por enunciados, que a su vez son una formación de
signos y tienen un campo asociado. El discurso tiene pues una existencia
material (texto escrito, discurso hablado, gráfica pintada, etc.) y
está sometido a parámetros espaciotemporales pero, a la vez, es espacio
de coexistencia de relaciones que constituyen una misma formación
discursiva y que determinan una episteme. Al modelo teleológico de la
razón, expuesto en series lineales que siguen una evolución progresiva
hasta su ulterior planificación en un modelo ideal, Foucault opone la
existencia de espacios de coexistencia de formulaciones discursivas
dentro de un estrato del saber. Aún más, el discurso funciona como el a
priori en relación con todo el ámbito del saber humano. Y es un a priori
histórico porque cada época tiene su propia episteme. Analizar los
discursos de una época en su red arqueológica, es detectar los
principios del saber tal como se hallan configurados en el a priori
discursivo e histórico. De este modo, lo visible funciona como aspecto
receptivo, y el poder, funciona como el factor explicativo. El poder es
explicativo porque es el poder el que hace hablar y hace ver. Así
entonces, ya no se trata de la inmanencia del orden discursivo, sino del
efecto práctico del discurso en la vida social. Según Foucault, la
práctica social y política está mediada por el discurso. Ya Gorgias de
Leontini insistía en que la palabra no dice el ser. El discurso vale
como retórica, esto es, como efecto que el hablante quiere suscitar en
el oyente. No es desde la verdad como debe ser analizado el discurso,
sino desde el lado político y pragmático. Por ende, el discurso es
instrumento de poder, pero también meta y fin de la lucha. El discurso
debe darse pues desde la “no verdad”. Foucault sostiene que en toda
sociedad la producción del discurso está siempre limitada; no es posible
decirlo todo sobre todas las cosas. Existe pues una interdicción
social. Para Foucault, es a través de la educación que el sistema
dominante (episteme) mantiene la interdicción: “La educación es una
forma política de mantener o de modificar la adecuación de los
discursos, con los saberes y los poderes que implican”. Rechaza pues
Foucault al sujeto como soberano de la palabra, repudiando toda
hermenéutica que se apoye en el sentido oculto del texto. Afirma pues
Foucault de aplicar “el discurso (que) es una violencia que hacemos a
las cosas, en todo caso… una práctica que les imponemos”. En esta
perspectiva, en lugar del sujeto constituyente, hay que pensar en las
condiciones externas de aparición del discurso, en su aleatoriedad. En
lugar del sentido oculto, es necesario recuperar la idea del discurso
como acontecimiento, como irrupción instantánea, aleatoria y discontinua
en el juego de la palabra. A este efecto, a la hermenéutica
tradicional, Foucault opone los cuatro principios de la metodología
discursiva, a saber, el principio de trastrocamiento (en lugar de
abundancia discursiva se supone el enrarecimiento del discurso por
cortes y discontinuidades); principio de discontinuidad (existen
prácticas discursivas que se cruzan, yuxtaponen, excluyen o ignoran);
principio de especificidad (no hay significado primero que el lenguaje
trata de patentizar, sino una práctica impuesta a las cosas); principio
de exterioridad (analizar los discursos en sus condiciones externas de
aparición). Tal como lo indica Foucault, es a través del lenguaje que se
procura sustituir el “cogito” cartesiano y desplazar al “hombre” como
eje de la episteme moderna. El “hablo” funda el nuevo discurso del saber
y desplaza al sujeto. El lenguaje se convierte en el a priori
fundamental, a la vez que en el método de “formación” de los objetos del
discurso. Michel Foucault desarrolla entonces una concepción
estratégica de la sociedad, en oposición a la concepción jurídica. La
sociedad es un campo de fuerzas, expresión de un juego de fuerzas en
conflicto, de poderes y contrapoderes. El discurso es pues un arma
dentro de la lucha social, bien del poder como del contrapoder.
Conscientemente Foucault busca ir más allá del análisis marxista
centrado en el poder económico. A juicio de Foucault, Marx estudió bien
el problema de la explotación económica, pero aún queda por hacer la
crítica del poder político. Afirma Michel Foucault que no debe
concebirse el poder como si fuera uno y centralizado. En la sociedad se
da una red de poderes, en niveles distintos, con fuerza desigual y
diferente eficacia. Foucault enfatiza el entendimiento de la
multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y propias del
dominio en que se ejercen que constituyen el sistema social. Foucault se
centra en poner de manifiesto los mecanismos del poder. Por tanto, no
existe un único poder, sino una retícula de poderes, los cuales se
expresan en el discurso de las prisiones, las fábricas, escuelas,
aparatos judiciales, etc. No cabe pues hablar del poder sino de los
poderes. Asimismo, no basta decir que el poder reprime y es una fuerza
negativa ya que es una estrategia, un mecanismo. El poder crea su propia
eficacia, crea ámbitos de saber, rituales de verdad, campos de
realidad. El poder “normatiza” y disciplina, valiéndose de la
diferenciación entre lo normal y lo anormal. Ante todo, el poder ejerce
funciones de normalizacion, estableciendo los límites entre lo bueno y
lo malo. El poder es la ley, de modo que más que suprimir los
ilegalismos, el poder los administra. Por extensión, la sociedad moderna
del capitalismo industrial es una sociedad disciplinaria. La disciplina
es la otra cara del capitalismo, la cual se expresa como tecnologías
del poder. Aprecia Foucault que la oposición al poder no es exterior a
él. En tanto todo poder crea resistencia, la oposición es inmanente a
él, a cada forma de su estrategia, a cada nivel de su eficacia. Por
ende, no existe una única fuerza del gran rechazo. Por tanto, no es
solución a la totalidad de la sociedad la mera toma del poder por un
grupo, de manera que la lucha no puede centrarse principalmente ahí. Aún
más, constata Foucault que los poderes no están relacionados en forma
externa con lo económico; su vínculo es íntimo. Expresamente Foucault
quiere superar la comprensión marxista de la relación infraestructura -
superestructura, ya que el poder está en todas partes, en todas las
modernas instituciones disciplinarias. Del mismo modo, la oposición
opresores - oprimidos debe ser reemplazada por mecanismos y relaciones
más complejas que traduzcan las distintas fuerzas en el sistema de
poderes. La misma teoría de las ideologías debe ser rechazada por una
relación más compleja. El discurso revolucionario debe por tanto ser
realizado estratégicamente, es decir, “micropolíticamente”, en términos
focales, locales y cotidianos. Siguiendo rigurosamente el pensamiento
nietzscheano, Michel Foucault monta pues una crítica de la finitud
liberadora en relación al infinito, mostrando que la finitud no es un
término, sino una curva y el nudo del tiempo en que el fin es un
comenzar. La pregunta sobre qué es el hombre, culmina en la filosofía en
una respuesta que la rechaza y desarma: el Superhombre. La obsesiva
pregunta moderna por el ser del hombre es abandonada. No se trata del
ser del hombre, por cuanto el hombre es lo que debe ser superado. Y lo
que lo supera es el “superhombre”. La proclama del fin de la historia y
del hombre debe terminar con el pensamiento del retroceso y el origen.
El retorno sólo se da en el extremo retroceso del origen, allí donde los
dioses se alejaron, donde se instala el dominio de la voluntad. Para
Foucault, la muerte de Dios decretada por Nietzsche incluye la muerte
del hombre. Afirma: “Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios
y el hombre se pertenecen uno a otro, donde la muerte del segundo es
sinónimo de la desaparición del primero, y donde la promesa del
superhombre significa primeramente y ante todo la inminencia de la
muerte del hombre”. La consecuencia global de esto es la apertura de una
perspectiva metodológica libre de lastres pasados, un horizonte para
que el pensamiento inicie un nuevo camino. Expresamente Foucault indica
que se trata del “despliegue de un espacio en el que por fin es posible
pensar de nuevo”, proceso que se da fundamentalmente a través el
psicoanálisis, la etnología y la lingüística. Siguiendo a Friedrich
Nietzsche, para tal construcción, Foucault propone un trastrocamiento
total de las nociones de razón y sinrazón, de verdad y falsedad, e
incluso del mismo ser humano. Foucault, llevando los supuestos
existencialistas a su conclusión lógica, la libertad frente al Occidente
burgués también debía requerir la libertad frente a su producto más
representativo, el hombre occidental. Tal como Sartre y otros
existencialistas, Foucault cree que el individuo libre sólo puede
resurgir del colapso de la modernidad occidental, pero despojado de su
falsa humanidad. Foucault propone por tanto el rechazo de todas las
formas de la razón y la moral como restricciones intolerables para la
libertad creativa del individuo. De esta forma, el sadismo, el sexo, la
violencia y la locura poseen un valor fundamental en sí mismos pues no
son sino crudas expresiones del instinto vital del hombre, el cual la
sociedad burguesa trata de contener y reprimir. La superación
nietzscheana de todos los valores se convirtió para Foucault en un
incesante y planificado “programa de transgresión”. Este opera como una
declaración de guerra contra la sociedad mediante la celebración del
crimen y el desvío sexual. Incluso Foucault defendió “el derecho de todo
el mundo a matarse” e imagina “festivales de suicidio” y “orgías
suicidas”. Como se ha indicado, la idea de la locura como forma de
libertad constituyó la premisa básica. Afirmó Foucault: “Las estructuras
masivas de la sociedad burguesa y sus valores: las relaciones familia -
hijo, centradas en el tema de la autoridad paterna; las relaciones
transgresión - castigo, centradas en el tema de la justicia inmediata;
las relaciones locura - transtorno, centradas en el tema del orden
social y moral” son creaciones del poder desencadenado de la razón
clasificadora, discriminadora y segregadora de la sociedad occidental.
En tanto Michel Foucault aprecia que la razón occidental y su
correspondiente sociedad occidental, desarrolla un poder disciplinante
que “llega al núcleo mismo del individuo, toca su cuerpo, invade sus
gestos, sus actitudes, su discurso”, al proyectar sus patrones de
dominio como son “los códigos fundamentales de una cultura... gobernando
su lenguaje, sus esquemas de percepción, sus intercambios, sus
técnicas, sus valores, su jerarquía de prácticas”, ante tal sistema de
poder procede un proceso de cambio expresado en una estratégica y
sistemática tarea de demolición, desmoronamiento o “deconstrucción” del
sistema cultural de Occidente. Si la base del poder es la producción de
saber, toda forma del saber constituye también un poder. Entonces, tal
como lo estima Michel Foucault, los valores son un instrumento de lucha.
Precisamente, Foucault definía a Occidente como “la guerra por otros
medios”, procediendo a vincularse primero al trotskysmo y luego al
maoísmo de “Izquierda Proletaria”, organización que definía al
terrorismo como “justicia popular”. Foucault mismo los exhortaba a
participar en actos fortuitos de violencia contra sus opresores
burgueses, fueran culpables o inocentes. Ello por cuanto la noción de
culpa o inocencia formaba parte de la sociedad “carcelaria” de Occidente
burgués. En tanto Foucault consigna que “el humanismo es todo aquello
de la civilización occidental que restringe el deseo de poder”, la
libertad genuina consistía en negar y transgredir los límites
occidentales. Así, el movimiento deconstruccionista se empeña en
realizar un constante y deliberado programa de transgresión estratégica.
En esta misión revolucionaria, Michel Foucault es acompañado por
Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Jean - Francois Lyotard, Félix
Guattari, Paul De Man, Julia Kristeva, Philippe Lacou-Labarthe, Jean-Luc
Nancy, Rodolphe Gasché, Maurice Blanchot, Jean Baudrillard, Michel
Tournier, Georges Canguilhem, Pierre Klossowski y otros tantos. Ante la
proclamación de la “muerte de las grandes narrativas” sostenida por el
deconstruccionismo, Jean-Francois Lyotard reconoce que ésta expresa “una
especie de duelo o melancolía con respecto a las ideas de la época
moderna, un sentimiento de confusión”, acompañada de una maliciosa
alegría ante el desplome de antiguas certidumbres. Así, el
deconstruccionismo posmodernista o “criticismo nuclear” surge como un
gemido, cual versión del Apocalipsis que se centra obsesivamente en el
fin, sin ninguna expectativa de un nuevo principio. El mismo Jacques
Derrida consigna que se trata de un Apocalipsis sin esperanza redentora,
un “fin sin ningún fin”. Precisa Derrida: “El final se aproxima pero el
Apocalipsis es longevo… Aquí se anuncia precisamente -como promesa o
como amenaza- un Apocalipsis sin Apocalipsis, un Apocalipsis sin visión,
sin verdad, sin revelación… de receptores sin mensaje y sin destino,
sin emisor y sin un destinatario decidible, sin juicio final… un
Apocalipsis más allá del bien y del mal… Un cierre sin final, un final
sin final”. El resultado es la exaltación de una idea principal:
“Apocalipsis siempre”. Habiendo establecido Foucault que “la felicidad
no existe y menos aún la felicidad de los hombres”, sin más advierte que
el “hombre” va a desaparecer muy pronto “como un rostro que se ha
dibujado en la arena al borde del mar… Se trata… de la destrucción de lo
que somos y de la creación de algo completamente otro, de una
innovación total”.