Afiche
de la película
Por Carmen
de Carlos
Corresponsal
del diario
ESPAÑA
Buenos
Aires, lunes 19 noviembre
Para contar una historia a medias,
sin que se vacíe el patio de butacas, hace falta una habilidad formidable.
También oficio.
El desafío es mayor cuando el
protagonista de esa historia, sesgada, es alguien que no existe desde hace poco
tiempo.
Si el protagonista, por sus
características, es el anti héroe,
resulta complicado disfrazarlo de lo que no fue. Dicho esto, se puede.
En el cine, todo se puede si se sabe cómo hacerlo.
El problema de “Néstor, la película”, es
que Paula Luque, su realizadora,
aunque quiere y lo intenta, no puede.
La película, subvencionada por el Instituto de Cinematografía, corta y
recorta la historia de Argentina en un intento de hacer un traje a medida de
prócer para el difunto ex presidente
Néstor Kirchner.
El modelo que resulta está hilvanado
con retazos desgastados y las costuras, no aguantan el tirón de una cámara que
intenta enfocar el costado épico de una figura atrapada en su propia sombra.
El maniquí no nació en mayo del
2003, fecha en la que Kirchner llega
a la Casa Rosada y tampoco vio la luz como revolucionario en los años de plomo
(1976-83).
El protagonista tiene un pasado pero
contarlo todo significa hablar de su gestión en la remota Patagonia, recordar
su despacho de abogados, las ejecuciones hipotecarias, el progresivo y
descomunal enriquecimiento durante la dictadura militar, los posteriores
Gobiernos democráticos -incluido el suyo y el de su esposa- y su paso por
puestos públicos donde ejerció de intendente (alcalde) y de gobernador en una
provincia donde no había ni doscientos mil habitantes: Santa Cruz.
Contar la verdadera historia de Néstor Carlos Kirchner ( 25 de febrero
de 1950, 27 de octubre del 2010 ) significaría, también, hablar de los millones
de dólares de las arcas provinciales de Santa Cruz, con destino incierto
durante su Gobierno, recordar el despido de Eduardo Sosa, Procurador fiscal, por investigarle por
malversación de fondos públicos y recoger
fallos de la Corte Suprema
que ordenaba reponerlo en su cargo.
Aproximarse a la figura de un hombre
clave en la última década de este país, implicaría mostrar que para “él” no había más prensa en su feudo –
también en Argentina - que la que la elegida por “él” y enseñar, de paso, cómo fue construyendo su red de poder con
su inseparable familia.
En esa línea, la cinta se habría
ajustado a la realidad al advertir que él,
sí repitió el patrón de Santa Cruz, cuando se instaló en la Casa Rosada.
Estas y otras cosas le faltan al “documental” pero era esperable.
Lo que costaba trabajo imaginar es
la falta de talento para mostrar la otra parte de Kirchner, el rostro de un animal político que toma las riendas de
una Argentina en banca rota y tira para adelante, a su manera, pero con fuerza,
empuje y resultados concretos en su mandato.
El relato cinematográfico fracasa en
este intento y se estrella en el aspecto humano. La película no logra conmover.
Ni siquiera con las apariciones de Máximo
Kirchner, un joven cuyo primer recuerdo de su padre es el de un hombre que
echaba por tierra, a patadas, un día tras otro, las formaciones de soldaditos
con los que el chico jugaba. El hijo le trata de usted, se refiere a “él”, utiliza su nombre de pila…
Produce tristeza el desamparo de un
muchacho al que su madre –la víspera- trató de defender al justificar la
anécdota confesada de los soldaditos porque el mensaje era que Argentina vivía
en una dictadura y hay que aprender a levantarse.
Otro asunto son las reflexiones
políticas de un muchacho que de sus padres parece haber heredado apenas el
parecido físico.
“Cristina estaba fusilada”, observa
en un intento de explicar el desánimo de su madre cuando su vicepresidente y titular del Senado, Julio
Cobos, votó en contra de un aumento impositivo al grano en el que la presidente se jugaba su prestigio.
La dictadura es materia recurrente
en la cinta.
Kirchner
y su mujer se refugiaron durante el
régimen militar en el sur.
Su voz, como la de millones de
argentinos, estuvo silenciada a riesgo de perder sus vidas.
Pero en democracia, ese abanderado
de los derechos humanos, la alzó cuando llegó a la Casa Rosada, no cuando
gobernaba Raúl Alfonsín, que ordenó el juicio a las Juntas Militares. O cuando llegó Carlos Menem que indultó a represores y
guerrilleros.
Pero esa parte de la historia
tampoco existe.
No hacía falta omitirla para atribuirle un
justo reconocimiento a Kirchner por
la anulación de las leyes de Punto y Final y Obediencia Debida.
“Perdón
por haber callado por veinte años de democracia”, dice el ex presidente,
en nombre del Estado, como si hubiera sido el primero en sentar en el banquillo
a Videla.
En esta historia oficial hay
chispazos curiosos y desconcertantes.
Las opiniones de Ofelia Wilhelm, la madre de Cristina Fernández, sobre la fealdad física de su yerno
producen cierta vergüenza ajena y hacen cierta la mala imagen de las suegras.
Las intervenciones de las sobrinas, entre otras, Natalia Mercado -oportuna fiscal en la
investigación sobre la compra de terrenos del Estado a precio de saldo por la
familia Kirchner- no hacen un aporte
significativo a la historia del tío.
Los pobres, el chico del violín, las
flores y los argentinos mirando al cielo como si Dios se llamara Kirchner
y les fuera a saludar, convierten el documental en una carga plomiza,
pretenciosa e insufrible.
Las voces en off sin identificar, la
lista de personas que intervienen -sin nombre- reiterando las bondades del ex presidente o diciendo obviedades,
son recursos que lejos de vestir al personaje lo dejan desnudo.
Hacer una semblanza de lo mejor de Néstor Kirchner no es tan difícil.
La historia es reciente: Roberto Lavagna, el ministro de
Economía que hizo un canje de deuda de cine, está vivo.
Su mujer, Cristina Fernández, preside Argentina…
La memoria de una sociedad hundida
del 2001 a mayo del 2003 está fresca.
La historia se puede contar de muchas
maneras pero, visto lo visto, y tras la renuncia del anterior realizador, Adrián Caetano, la viuda de Néstor Kirchner, quizás, habría acertado con otro director
y no una aprendiz de sastre.
Al final, el refranero es sabio: Líbreme Dios de mis amigos que de mis
enemigos me libro yo.