jueves, 16 de mayo de 2013

30 AÑOS DE DEMOCRACIA

Penosos aniversarios

  Si el Señor de los destinos de las naciones no tiene a bien detenerlo a tiempo, este año se celebrará el luctuoso trigésimo aniversario del clamoreado retorno de la democracia en nuestro país.
  Será, claro, como celebrar un enfermo su galopante agravamiento; será un gritar de júbilo entre las llamas, en la inminencia del postrer torrente ígneo y vengador.
  Omitido el dato escenográfico, el vestuario y aún el papel provisional e intercambiable que adoptan los actores de esta ficción de pésimo gusto, y atendiendo a la fisonomía más crudamente veraz de la nación en esta hora de su sepultura, habrá que admitir que tal advenimiento, lejos de imprimir un cambio de rumbo o de “proyecto”, no hizo sino profundizar el doble designio que la tiranía orbital formuló para con nosotros, como para con muchos otros pueblos, hace ya bastante más de treinta años, con gerentes de jure o de facto: la pérdida amnésica de la identidad cultural e histórica y, con ella, la entonces más expedita cristalización de un destino puramente tributario.
  Porque es tonto arrogarse una supuesta rebeldía al imperialismo de las finanzas omitiendo el diagnóstico de aquella premisa táctica de Plutón, consistente en borrar toda pertenencia histórico-cultural en los pueblos sometidos.
  Una obra de ingeniería comparable, si ésta pudiese realizarse, al desvío o entubamiento del Plata y sus afluentes para hacerlos verter en el Hudson.
  Esta de la democracia, se sabe de sobra, no es monserga que se reduzca a la consagración de una mera forma de gobierno. Todos advertimos que, por un juego de transiciones imperceptibles, en la órbita de su discurso resultan pronto incluidos los derechos humanos, las libertades cívicas, el pluralismo, el respeto de las minorías, y tantos otros demonios menores cuyos solos nombres, como en el Panteón helénico, pueden ser invocados alternativamente en las diversas coyunturas de la vida civil.
  Al forastero le pica, con todo —rigor éste consonante al ejercicio de la cosa pública—, el comprobar algunas notorias incongruencias en la mitología al uso, por lo que es admisible que ose inquirir.
  Primero: llama la atención la recurrencia a un concepto como el de libertad, negado de consuno por los múltiples determinismos que están en la base de la filosofía moderna y del pensamiento político que resulta de ésta.
  Siendo la libertad una propiedad del espíritu que introduce la contingencia en el entramado de leyes de natura, ¿cómo logra albergarla en su sistema el férreo mecanicismo que pone el bien sólo en lo deleitable, y hace al hombre invariablemente orientado a su satisfacción personal?
  ¿Cómo la subsume en sus negocios el naturalismo, al que repugna esa indeterminación —la libertad— que rompe las costuras de la pura inmanencia?
  La tesis del progreso indefinido, para el que todo concurre inexorablemente a un fin en el que no cuenta la voluntad de las personas, ¿cómo la admite sin sonrojarse?
  (Y no se acuda al cómodo efugio de que la democracia trata de las libertades públicas y no de la libertad personal, como si entre ambas hubiese no más que una vaga analogía, y aquéllas no dimanasen más bien de ésta.
  Las libertades públicas, históricamente, han supuesto un dinamismo ascendente, esto es: emergieron de las costumbres previamente depuradas de los particulares, de las familias, de las asociaciones primeras, para extenderse finalmente y por asimilación a ese conjunto de garantías que el poder público le reconoce —como a cosa propia e inviolable— a cada ente social.
  Así ocurrió en la Edad Media. Allí donde las costumbres decaen sufre mella el albedrío, y la letra de la ley que concede un vasto elenco de libertades se torna vana e insultante si la población es coaccionada por sus propios vicios, por la propagada malsana y las amenazas a raudales. Las libertades civiles, menos declamadas que vigentes, devienen del influjo que en la vida social ejerce el ejemplo de quienes gozan de la libertad de espíritu por la adhesión voluntaria y perseverante al bien).
  Segundo, y ya que puestos a destapar inconsecuencias: ¿cómo cabe la promoción rimbombante de los derechos humanos en el marco de concepciones que niegan la existencia de una “condición” o “naturaleza” humana o que postulan, al menos, su incognoscibilidad?
  Tercero, y sin el menor ánimo de agotar la ringlera de dificultades: ¿por qué el hombre, animal de intereses y manopla de apresar lo real, se verá limitado en su actuación por los intereses ajenos?
Triste aporía del subjetivismo ésta de la existencia de la conciencia ajena, muy expresiva de la vergonzosa debilidad de sus postulados: ¿por qué no reducir al no-yo, incluidos los sujetos, a la esfera cartesiana de las res extensae?
  En un mundo de vertiginosos cambios, la justicia, vuelta mera institución humana, producto e intérprete del consenso de época, sin inherencia alguna en las cosas y en sus relaciones, ¿no se volverá tiránica y, por lo mismo, injusta, negándose a sí misma, al obligar a los ancianos, remanentes de otra época y otros consensos?
  Como vemos, el conflicto no se da entre lo que se profesa y lo que se vive, cosa ¡ay! demasiado frecuente para la debilidad de los hombres, sino, y lo que es peor, entre lo que se dice y lo que se piensa, e incluso entre lo que se piensa y lo que se piensa, en un inacabable desmentirse el pensamiento a sí mismo, esto es, en una trágica autodemolición mental. Ocurre que la modernidad tardía vive de reliquias de conceptos de los que pretende aprovechar sus virtualidades sin rendirse a sus principios, con lo que los falsifica sin más, cuando no acaba usándolos para mentar a sus contrarios.
  Así como ocurre con las tormentas, que cuanto más se demoran en venir suelen hacerlo con mayor violencia, así la mitología inaugurada por la Ilustración —que debió resignarse a morir con las dos guerras mundiales, en las que halló su Némesis y su ordalía— se obstinó en prolongar sus días para que su fin, aún hoy pendiente, se produzca con el mayor estruendo y daño.
  En el período de entreguerras, a propósito del desprestigio de las instituciones establecidas y del ascenso del fascismo, Ortega describía a la edad que entonces parecía cerrarse como “dotada de la más extrema hiperestesia jurídica; un tiempo de fervor, casi de misticismo legalista; la etapa humana que ha vivido más intensamente del «constitucionalismo», es decir, del legitimismo”.
  Descontado que legalismo no se asimila a legitimismo, y que contra éste fue aquél el que prevaleció para mayor (y aparente) decoro del Leviatán, lo cierto es que sorprende cómo el contubernio de Yalta —merced al “hecho consumado” de la victoria, merced a las bombas atómicas, y pese al íntimo escepticismo que engendraba la ya decrépita ideología iluminista en sus mismos promotores— sacó a cabalgar, a guisa de otro Cid, el cadáver enhiesto de la democracia para susto y castigo de sus detractores.
  Estrategia de timadores, desde entonces hemos entrado en otra fase del democratismo, y ésta es la que extenúa el alcance y el alarde de los derechos, incluso los no lealmente conquistados, incluso los contrarios a razón, con el fin de rendir toda resistencia que el orden y el buen senso puedan oponerle a la anarquía a que se nos induce. Y se ha logrado imponerle vertiginoso ritmo a la putrefacción.
  El zóon politikón devenido bestia incivil, y el demos mutado en piara: tal la consecuencia deliberadamente perseguida por el programa libertario-igualitario en sañudo vigor.
  En los estertores del pasado año de 2012 se atrajo la atención de las masas a la melodramática puja entre el gobierno y sus antaño compinches de “Clarín”. Hubo un slogan de neto regusto jacobino que se amasó como a proyectil de barro y se lanzó, en esa escogida sazón, al rostro del presunto antagonista. Decía: con la democracia no se jode. Entiéndase el “joder” a la argentina o según más castiza acepción, ora como “bromear”, otrora como “fornicar”, lo cierto es que el publicista entonces contratado demostró no desconocer las bondades de la ironía.
  Porque si con algo se ha bromeado es con las promesas de la democracia, y pocas consignas sufrieron, por lo inverecundas y fácilmente sobornables, mayor deshonra. Testigos las costumbres, degradadas como en tobogán: con la democracia se jode y se ha jodido hasta el hartazgo, al punto de que no se ha encontrado guasón más consecuente ni buscona más descarada y solícita que ella.
 
Flavio Infante