Ni que hablar cuando muere un famoso. Sin
importar el material por el cual haya saltado al estrellato, todos
sienten la necesidad de hablar al respecto y hacer conocer que se tiene
una posición tomada que apunta para el lado de la mayoría. Al entender
que la todología es una pasión nacional, es lógico que todos se
emocionen por la muerte de Romina Yan -por dar un ejemplo- y hablen de
lo buena que fue, aunque no la hayan cruzado ni en la cola del
supermercado. En un sentido no tan distinto, las expresiones que he oído
y leído en las últimas horas respecto de la muerte de Jorge Rafael
Videla, demuestran lo mismo. Lo que importa es hablar, ahora, ya, no
dejar pasar el tren de sentirnos parte de la masa. Y si la masa putea,
puteamos con la masa.
“La muerte no se festeja nunca” me parece
una frase hecha para utilizar como mantra para no quedar como un
insensible, aun cuando el que murió merezca ser festejado por ser un
tremendo hijo de puta. Es la cara culposa de la misma moneda que en su
anverso tiene el axioma “un hijo de puta menos”, frase hermana del
“siempre se mueren los buenos con tanto garca suelto”. Ante tanta
congoja cotidiana, lamento informar lo siguiente: a pesar de las buenas
intenciones, siempre se mueren todos, nosotros también. Se murió un
turro, se murió un santo, morimos, qué se le va a hacer.
Sin embargo, algunas muertes, dentro del
combo, pueden resultar bien si se las encara como una oportunidad de
cambio, aunque no sea motivo de alegría. A mí, en lo particular, la
muerte de Videla no me alegra, porque está más vivo que nunca. Y no sólo
está vivito en la memoria de ese puñado de personajes que aún sostienen
que con los militares estábamos mejor, sino que está rozagante y
gozando de buena salud en los que, a 30 años de finalizada la dictadura,
todavía la usan para justificar los males que aún padecemos. Videla
vive en cada político que cuenta lo mal que la pasó en los setenta,
mientras nos convida un cafecito en la sala de recepción de su chacra
injustificable. Videla está presente en cada acto en el cual se utilizan
las plazas para festejar que ya no está, como si se hubiera ido ayer,
mientras la realidad y el pasado reciente nos pasan por arriba y,
finalizados los actos, esas plazas vuelven a ser el hotel a cielo
abierto de varias personas. Videla esta vivo, muy vivo, en cada
violación a los Derechos Humanos que se realiza constantemente desde
hace treinta años, pero que ni se intenta abordar, dado que estamos en
democracia y con eso debería alcanzarnos. Videla nos saluda cada vez que
alguien esconde la pobreza y acusa de desestabilizador al que la
denuncia. Videla vive en cada uno de los agujeros que esta democracia no
puede tapar, pero que rellena con el fantasma militar.
Al alcanzar determinada edad, las
personas corren el riesgo de quedar como pelotudas si siguen en la
costumbre de acusar a sus padres por los problemas de sus vidas. Y eso
que existen psicólogos bastante piolas para resolver ese temita de que
papá se olvidó de poner llave a la puerta antes de entrarle a mamá. Los
problemas heredados que nos negamos a resolver, pasan a ser propios. El
daño generado por los militares que tomaron el poder en 1976 fue
gigante, y de tan gigante excede al tenebroso número de víctimas fatales
y de sobrevivientes perpetuamente torturados. Un daño económico y
productivo que arruinó a una cantidad de familias imposible de
dimensionar en su totalidad, con una falsa imagen de progreso que
estalló en una pobreza ocultada y hasta generó ese curioso efecto, al
que tanto nos acostumbramos, de ver pobres con laburo.
Todo es cierto, tan cierto como que en el
medio pasaron nueve presidentes. Nueve presidencias en las que -algunos
más, otros menos- el factor Videla funcionó como cuco cada vez que
alguien se quejó de algo, porque aun no sabemos bien para qué, pero
tenemos democracia. En la década del ´80, el cuco era real. A principios
de los ´90, el hombre de la bolsa todavía nos asustaba si no tomábamos
la sopa. Ya murieron Massera, Agosti, Viola, Galtieri, Lacoste y Videla.
Hoy, el cuco es un puñado de gendarmes al borde de la indigencia que
reclama un salario digno.
El resultado es tan obvio que nadie lo
ve: acá se puede jugar a la bicicleta financiera, especular con
información económica privilegiada, levantarla en pala a costa de la que
no se llevan los demás, entretener con el fútbol, tener delirios
fundacionalistas, imponer una única verdad, violentar las instituciones
con el verso de defenderlas, que mientras se presenten a elecciones cada
dos años y no organicen un plan de exterminio masivo, el resto se
negocia.
Y si cada tanto alguno tiene alguna duda
sobre si transitamos la senda correcta, no faltará el oficialista que
nos diga que estos son los sueños de aquellos jóvenes aniquilados que
hoy se hacen realidad, con lo que uno termina preguntándose si Videla
los mandó a matar porque los pibes deseaban un país en el que el pobre
se muera pobre y la política fuera el camino más rápido para hacerse
rico.
