EL DESATINO COMO MARCA REGISTRADA

El actual tratamiento parlamentario sobre el
presupuesto nacional y las leyes complementarias que permiten
su ampuloso despliegue, es solo otro ejemplo más de
cómo la inconsistencia se ha instalado como el modo
de ejercer la política y se asume con total naturalidad
a un ritmo impensado. Tasas de crecimiento de
la economía que nunca se verifican, niveles de inflación
que no se ajustan a la percepción ciudadana, cuestionados
mundialmente por cuanta institución lo observe, un
tipo de cambio que no tiene correlato con la realidad. En
definitiva, una simulación que no debería ser
admitida en un país que pretenda ser respetuoso de
la verdad. Indicadores falsos, proyecciones
económicas que ya han demostrado reiteradamente su
absoluta irrealidad, manipulación de cifras para que
todo sea como necesita la política, supuestos que todos
saben que no se cumplirán, adulteración intencional
de números que no se corresponden con el presente,
en fin, el embuste institucionalizado, que nace del poder
ejecutivo, pero que cuenta con el aval sistemático
del legislativo y un preocupante silencio por parte del
judicial. Todos terminan jugando el mismo partido.
Uno y cada uno de los protagonistas resultan funcionales
a ese resultado final, plagado de inconsistencias, contradicciones
y evidentes distorsiones que configuran un verdadero embuste
institucional hacia la ciudadanía. La ley
madre, esa que define el plan de gobierno porque determina
las partidas, su dimensión, el origen y aplicación
de los recursos, es sistemáticamente manoseada por
la política contemporánea, escondiendo lo que
prefiere, generando un deliberado espacio para la discrecionalidad
y sosteniendo así una farsa que no resiste ningún
análisis serio. Todo esto, es solo una
muestra más de lo que ha conseguido la política
de este tiempo. Su desprestigio tiene una explicación
irrefutable. No es, como algunos pretenden, responsabilidad
de cierto anarquismo, ni de los intereses sectoriales de
las corporaciones, la falsificación informativa del
periodismo o los medios de comunicación, ni a los caprichos
de la opinión pública siempre proclive a la crítica
fácil. La política se ha ocupado y
mucho del tema. Han hecho y siguen haciendo lo indebido.
Y esto no es ni novedoso, ni monopolio de oficialismo alguno.
Unos y otros se han tomado la tarea de construir esta abrumadora
sensación en la sociedad, con actitudes permanentes
y sin gestos que muestren un cambio creíble.
Los mismos que dicen que el país ha logrado su
"década ganada", terminan votando la extensión
de la "emergencia económica" y la prórroga de
impuestos que fueron instaurados en "otra década" como
justificación para superar dificultades que, se supone,
ya han sido superadas. Los gobernantes, los
que manejan la caja, engendran intencionalmente áreas
presupuestarias que les permitan maniobrar con total libertad
las partidas, reasignándolas sin consultar, consiguiendo
que se le deleguen poderes especiales, expresamente prohibidos
en la letra constitucional. Todos saben cuando
aprueban estas normas, que están otorgando potestades
que concentran decisiones en un esquema centralizado que
todos recitan rechazar pero que terminan apoyando sin reparos. Los ciudadanos de hoy, ya no pretenden un buen
gobierno. Hace tiempo que se conforman con mucho menos que
eso. Piden solo migajas de sensatez, un poco de sentido
común, algo de integridad personal. La
política no recuperará su reputación de la
noche a la mañana, y mucho menos por el mero voluntarismo
discursivo de algunos grandilocuentes dirigentes que creen
que a la gente se la puede seguir engañando con facilidad.
En realidad, eso ya es parte de la historia. En todo caso
la gente, sin profundos conocimientos, al menos intuitivamente,
se sabe engañada, desconfía sistemáticamente
de la acción política y de sus interlocutores
y vaya si tiene elementos concretos que le den soporte a
esas presunciones. La responsabilidad de lo
que ocurre en el presente no es exclusivo de un sector de
la política. Cada dirigente aporta lo suyo a esta farsa,
algunos respaldándola descaradamente y otros con una
actitud timorata, extremadamente corporativa, defendiendo
sus propios intereses y dejando la puerta abierta para que
en el futuro los roles cambien y esas arbitrariedades pasen
a formar parte de sus propios arsenales partidarios. El presente asiste a una forma de hacer política
que algunos defienden con orgullo por aquello de que el
fin justifica los medios y otros sostienen con algo de vergüenza,
pero sin mayores objeciones a la hora de su instrumentación
cotidiana. Por eso, la aspiración ciudadana
de este tiempo no parece tan disparatada. Pretender que
algunos políticos, tomen en sus manos la heroica responsabilidad
de recuperar el sendero de la cordura, no implica pedir
demasiado y hasta podría ser un objetivo cívico
más que razonable. Mientras tanto, se sigue
asistiendo al patético espectáculo de escuchar
hasta el cansancio discursos que defienden una forma de
hacer las cosas, en las que la incoherencia y las contradicciones
se constituyen en el sello distintivo. Todo se resume en
el desatino como marca registrada.