– Por Flavio Infante
De lo que se trata ya, según parece -y
admitidas las mitologías contra la Revelación, para no ofender el pluralismo-
es de proponer un recorrido inverso al que Hesíodo describe en su Teogonía, y
hacer que todas las cosas vuelvan al caos. Ya que la posibilidad de un redditus
ad nihilo escapa a la industria e ingenio de los hombres, no será poco
restituir todo cuanto se pueda ad chao, cumpliendo así la acariciada ofensa
contra la omnipotencia y el designio creador y ordenador de Dios.
Tal objetivo se consuma a instancias de
sucesivos golpes maestros, fiándose de que los hechos consumados son más que
hechos para la impresionable percepción de nuestros contemporáneos, adscriptos
(al menos desde el evolucionismo, o mejor aun desde Hegel) a todas las fábulas
fatalistas, de amplia difusión. Los hechos consumados son otras tantas
epifanías, son signos de una voluntad tan caprichosa e indoblegable como la de
los olímpicos; los hechos consumados no admiten réplica: en su sola evidencia
estriba la razón última de su credibilidad, ya que se debe "ver para
creer", y el nuestro es mundo de fenómenos.
Y ahí están los hechos, para quien quiera
comprobarlos: una Iglesia de contornos cada vez más difusos, nada que ver con
el hortus conclusus, fons signatus del Cantar de los Cantares, ni con la
Jerusalem descendida del cielo, con doce puertas y doce fundamentos y la medida
bien notoria de su muralla. ¿Que se trata de un símbolo numérico de la
totalidad? Totalidad, sí, pero no "identidad de los opuestos";
riqueza insondable del ser, que no caos. Y con los nombres de los doce
apóstoles del Cordero en cada fundamento (nota bene: la integridad de la fe
transmitida por los Doce, sin mermas ni adiciones. Y esto es también una
totalidad).

Según consta en otras palabras en la carta
abierta al Papa que cobró difusión por estos días, el entonces cardenal
Bergoglio supo lucirse en sucesivos congresos hemisféricos de
"teología" periférica, en esas latitudes en las que el rigor
especulativo resulta no menos excepcional que el avistaje de la aurora boreal o
de la mítica ciudad de los Césares. El ámbito más promisorio, al cabo, para la
expansión de un modernismo de cuño tropical: una emulación tardía y pintoresca,
entre mosquitos y vistosas cacatúas, de las tesis agnóstico-naturalistas
condenadas antaño por los pontífices y brotadas en aquel entonces en la enjuta
tierra europea.
¿Cuál es el -digamos- "común
denominador" de este magma pseudo-teológico que suscita simposios
continentales, comprometiendo antes a la industria editorial, a la hotelería y
la sponsorización que a la inteligencia de la fe, y que acabó por ser -si
debemos dar crédito a los testimonios como el apuntado más arriba- el trampolín
de Bergoglio hacia el solio petrino devenido, por la renuncia de su predecesor,
locus desertus? Posiblemente deba responderse:
la «teología del anuncio», del kerygma,
acuciada ésta por colmo por la agresiva campaña proselitista de las sectas
protestantes en la América ex-hispana. El caso es que el acento puesto sobre el
«anuncio» con prescindencia de todo auxilio racional, de la necesaria concordia
entre fe y razón, de los motivos de credibilidad que la Iglesia siempre sostuvo
como obligados «preámbulos de la fe», no ha servido sino a desnaturalizar la
misma fe, promoviendo un emotivismo que nada tiene de católico y mucho sí de
caótico. Fideísmo de pura estampa protestante, reacio a las intermediaciones
que la Iglesia siempre supuso obligadas en la relación del alma con Dios (y,
entre ellas, la identidad histórico-cultural). Las consecuencias de este viraje
suicida son ya crudamente transparentes en la locuela del Obispo de Roma, que
-y sin aparente mella del kerygma-, luego de confirmar a judíos, musulmanes y
animistas en sus respectivas creencias, pasa a fustigar elíptica pero
furiosamente a los católicos que aún guardan la fe de sus ancestros. Lo exponen
Gnocchi y Palmaro, felizmente vueltos a la carga con nuevo
artículo, revisando algunos de los epítetos que Francisco les prodigó
recientemente a quienes parecen ser ya sus únicos enemigos:
No
pasa homilía, no pasa entrevista, no pasa baño de multitud en el cual el papa
no encoja los hombros ante una fe que se objetiva en la rigurosa relación con
la razón. Nomina nuda tenemus: parece
éste el mensaje de Francisco, el mismo del franciscano Guillermo de Occam [...]
La fe no busca más un intelecto al que considera inhábil para conocer
verazmente, productor de objetivaciones que corren el riesgo de volverse un
obstáculo en el encuentro con Cristo.
La
instrumentalización del Nazareno para otros fines, se sabe, es un problema antiguo.
El cardenal Giacomo Biffi denunció tiempo atrás que «Jesús se ha convertido en
un pretexto que los cristianos usan para hablar de otra cosa». Hace decenios
que esta «otra cosa» está representada por ecologismo, promoción de la
legalidad, ecumenismo mediático, lucha contra las narco-mafias, protección de
la selva amazónica y otras amenidades. Todo a despecho de la doctrina moral, de
la bioética, del rigor litúrgico y doctrinal. Con el riesgo de encontrarse en
presencia de un Cristo sin doctrina y sin verdad, un personaje bueno para todas
las estaciones, un contenedor para ser rellenado con cuanto desee cualquier
consumidor de la religión «hágala usted mismo».
De lo
que se deduce cuán sorprendente e irracional resulta, en tanto que extraño a la
historia de la Iglesia, que aquel que hoy eleva preguntas y objeciones
doctrinales sea tachado de rígido, moralista, eticista, sin bondad. Una
acusación que, bien vistas las cosas, podría ser transferida a papas del pasado
reciente. Paulo VI, en 1968, escribe la
encíclica Humanae vitae para
confirmar la condena moral de la anticoncepción: un rígido eticista sin bondad.
Juan Pablo II redactó en 1995 una suma de la bioética en la Evangelium vitae: pero haciendo así
demuestra insistir en tesis duras y difíciles, que alejan a los hombres de la
Iglesia en lugar de acercarlos. Benedicto XVI explica al Bundestag, en un
memorable discurso, que cuando las leyes civiles contradicen la ley natural no
son más leyes sino sólo simulacros a los que se les debe desobediencia: un
intolerante que cierra la puerta de la Iglesia en el rostro del Estado laico y
se va con la llave en el bolsillo.
Pero
el artificio dialéctico que transforma a cuantos quieren defender la doctrina
católica en fariseos despiadados, faltos de un corazón que palpita por el
Cristo herido y crucificado, es débil. Jesús no invita a los fariseos a irse
porque profesan una fe equivocada, sino a ser los primeros en observar la ley.
Mientras que aquí parece más apropiado decir que el objetivo final, aparte del
juicio temerario sobre la intimidad de la conciencia, resulte el principio
mismo, reputado como obstáculo en el diálogo con el mundo.
Llevado
hacia el perímetro de la iglesia, todo esto produce un catolicismo sin
doctrina, emotivo, empático, pneumático [...] Una religión que, en la
incapacidad de dar respuestas, impone con prepotencia dudas y preguntas y
alumbra un catolicismo que "sabe que no sabe", de gusto
prearistotélico. Acá dentro se encuentran las coordenadas del encuentro con el
mundo moderno, del que salen pelotones de católicos que no creen en el Credo
porque no lo conocen, pero acuden presurosos a la plaza San Pedro o a
Copacabana.
De ahí que resulten despreciados los usos y
observancias de la Iglesia como norma de fe, y que esta última acabe por ser
redefinida como un subjetivo «encuentro» con el Redentor, por el que toda
institución dimanada de la apostolicidad de la Iglesia quedaría librada a la
obsolescencia. No otra cosa hicieron hace cien años los modernistas con el
concepto de «Revelación», trocándolo en ridícula "experiencia
personal" de la Divinidad. Es, por enésima vez, la desconfianza -de raíz
protestante- hacia toda manifestación objetiva del culto.
La misma confusión que induce a la oposición
inexistente entre fe y razón, entre recta doctrina y misericordia, es la que
introduce un hiato insalvable entre la oración vocal, prescrita, que aun los
más empinados maestros de la mística aconsejaban no abandonar, y la «oración» a
secas, en seguimiento de la cual habría que desechar la primera. ¡Y después se
nos corre con la monserga de un cristianismo inclusivo!
Una
fe hipodoctrinal, resuelta en un simple encuentro, acaba por ver en el aspecto
formal de la Iglesia un obstáculo a la propia manifestación. Y sería difícil
demostrar que el papa Bergoglio, desde la tarde misma de su elección, no haya
evidenciado con las palabras y los hechos su aversión a la forma y a la
formalidad. De acá desciende la distinción entre el "decir oraciones"
y el "rezar", que es mucho más que un calembour porque pone en discusión la armonía entre lex orandi y lex credendi.
Pero
es necesaria la disciplina, es necesaria la ascesis que el actual pontífice se
saltea a pie ligero, dirigiéndose demasiado pronto a la mística. «Aquel que
deja de rezar con regularidad», escribe el cardenal Newman en un sermón sobre
la oración de 1829, «pierde el medio principal para recordar que la vida
espiritual es obediencia al Legislador, no un simple sentimiento o gusto».
Suena
impiadoso el juicio de quien desprecia el "decir oraciones" sin imaginar
que, en el fondo de estas fórmulas de las que nadie puede cambiar una tilde,
está quien ve las llagas de Cristo y alcanza quizás a tocarlas y besarlas. En
aquellas palabras consideradas piedra de tropiezo de una fe verdadera se
encuentra encerrada, en cambio, una sabiduría que abre al sentido más profundo
de los instantes terribles que toda creatura tendrá que vivir en el umbral del
último respiro. Son ritmos celestes que encantan al alma y la arrancan al
mundo, y la nutren con aquel anticipo de vida sobrenatural que es la ceremonia.
Visto en: http://in-exspectatione.blogspot.com.ar/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista