JORGE DORÉ:
EL INFAME CONCILIO DEL DIABLO
El infame concilio del diablo
Jorge Doré
Hartos de sacrificio y obediencia, los hijos de las sombras, congregados, dijeron:
“Hagamos a Dios a imagen y semejanza nuestra”.
Y desde las trincheras de sus insidiosas
sectas emprendieron una oculta lucha contra los hijos de la luz, –para
evitar mártires–, conscientes de que la sangre de éstos siempre
fortalecía a la Iglesia católica, entidad que ellos odiaban
conjuntamente con las víctimas que habían entregado sus vidas por ella.
Los planes de estos grupos bastardos de
la cábala hebraica, comprometidos con el establecimiento de una
fraternidad universal, requerían de una paciencia secular y de una
persistencia más larga que la propia vida. Los caídos en sus filas
debían ceder sus antorchas a la siguiente generación, aguardando el día
del gran asalto final: la usurpación del Cuerpo Místico de Cristo
mediante la transfiguración de Su iglesia bajo la misma cúpula de San
Pedro. Transfiguración en la cual las gloriosas presencias de Moisés y
Elías serían reemplazadas por la comparecencia de repulsivos ángeles
caídos.
Los adversarios del Señor penetraban
todos los espacios del cristianismo como humo, y sus perversas doctrinas
granjeaban adeptos entre desinformados católicos que, poco a poco, se
suscribían a la herejía floreciente contribuyendo, de este modo, a
propagarla.
Tras las almenas del catolicismo, –ahora
fortaleza asediada– una venenosa levadura crecía, amasada por las
obstinadas manos de quienes infestaban seminarios y escalaban posiciones
claves en el clero sin que su olor de lobos fuera detectado por el
corto olfato de las indolentes ovejas, destinadas al futuro matadero
espiritual.
Por más que las altas voces de algunos
papas inquietos por su grey habían alertado a pastores y al rebaño del
peligro, muchos creyentes sucumbían a la seducción del enemigo y
abrazaban su inicua causa, consintiendo sus desmanes con una tibieza
digna del vómito de Dios.
Finalmente, tras años de una implacable
subversión propagada por elementos consolidados en la jerarquía de la
Iglesia, advino la figura indicada para convocar el hecho histórico que
propiciaría el asalto final contra la misma. Fue así que el antipapa
Juan XXIII convocaba el Concilio Vaticano II, hito que coronaba el
triunfo de la paciente obra de los zapadores del diablo.
Concluido el concilio, el fuerte había
sido tomado sin que la sangre salpicara sus paredes. La destrucción, las
heridas y la muerte, iban por dentro. La amenaza de algunos profetas
del mal, como el apóstata Canon Roca, cristalizaba ante la ceguera
general. La conspiración daba ahora paso a la revolución.
A instancias de Juan XXIII, la Iglesia
había abierto sus ventanas al mundo, provocando que los martillos y los
cinceles de los jurados enemigos de Cristo se cebaran sobre la
revelación divina, redefiniéndola de acuerdo a sus sacrílegos conceptos y
declarando obsoleta la Iglesia fundada por El. Por lo cual, repintaban
sobre antiguos retablos y reescribían sobre sagrados textos. Y a todo lo
que dejaban en pie, le concedían un significado distinto al original,
–pero parecido–, de modo que las viejas estructuras permanecían, pero
imbuidas de corrupción y perversidad, sin levantar sospechas entre los
damnificados.
La ignorante grey, incapaz de descifrar
la ambigüedad modernista, se suscribía a las promesas revolucionarias de
igualdad, libertad y fraternidad, ahora aplicadas a su fe. El
menosprecio a la crucial advertencia de Nuestro Señor: “Velad”, había
permitido que la revolución religiosa franqueara las puertas de los
centenarios templos y esparcido abundantes semillas de traición a Jesús
en los fluctuantes ánimos de los fieles.
En un esjatológico éxodo histórico, los
custodios de la tradición abandonaban los templos desacralizados y
profanados por la pujante anarquía modernista y tal como un día
prometieran ante sagrados altares, preservaban el sacro depósito de la
fe. Quizá en los celosos corazones de este puñado de fieles se hallara
la respuesta de Cristo a su pregunta: “cuando el Hijo del Hombre venga,
¿hallará fe en la tierra?” (Lucas 18:8)
Aquella farsa religiosa ahora establecida
en Roma que se justificaba como un natural y necesario desarrollo
orgánico, era tan distinta de su predecesora, que el remanente fiel a
Cristo se veía obligado a abandonar los antiguos predios donde por
siglos había adorado y venerado, para refugiarse en humildes catacumbas.
Era el único modo de poder continuar sirviendo al Rey de Reyes.
En nombre de la adecuación a los tiempos
presentes, la profusión de incesantes novedades por parte de la secta
usurpadora agobiaba a su grey con una falta de reposo típica de la
infestación diabólica, situación que había dado lugar a una cínica
disculpa por parte de las altas jerarquías para apaciguar a sus
atormentados seguidores que sufrían continuos bandazos con cada nuevo
giro del timón del arca de la muerte.
La constante del cambio era el rotor de
la filosofía de la revolución anticristiana y la perpetua evolución, la
herramienta que arrancaba capa tras capa de metales nobles que recubrían
el antiguo orden establecido. Estos se sustituían por láminas de
inservibles materiales que daban apariencia de humildad a todo, pero
recubriéndolo de muerte. Mas los hombres celebraban la falsa humildad
sin considerar la muerte que su obra acumulaba.
Los nuevos amos del patrimonio
arquitectónico conquistado a los católicos, también habían heredado sus
fieles que, en lo sucesivo, servirían a caprichos abisales bajo la
sombra de una cruz partida, cuyo simbolismo eran incapaces de relacionar
con su amargo destino. Ahora, siervos del engaño, –pero obedientes al
mismo–, los fieles defendían la usurpación del Cuerpo Místico y a sus
autores con dientes y uñas, ignorando que mordían y arañaban a Jesús.
La diabólica entidad a quien la propia
Madre de Dios calificaba de eclipse, acogía, –en nombre del catolicismo
al que ya no representaba,– a herejes e infieles con fraternal devoción y
abogaba por la comunión de un haz de creencias disímiles en virtud de
la tolerancia universal, obviando distinciones entre Cristo y Belial,
mentira y verdad, la voluntad de Dios y la del hombre.
Los nuevos verdugos de Jesús, solicitaban
la cooperación global para el establecimiento de un utópico paraíso en
la tierra donde pudiera cuajar la paz sin Cristo, ya que el mundo
contaba con sus propias organizaciones para ese fin –ninguna de las
cuales pudo jamás hacer realidad ese sueño–. No obstante, la mundana fe
de tres antipapas de la falsa iglesia, confiaba a la ONU tal absurda
misión. Y así lo declararon.
Negada a reconocer la naturaleza caída
del hombre y su miseria ante Dios, la iglesia eclipsada magnificaba la
dignidad humana hasta niveles casi divinos y le atribuía al pecador una
grandeza discorde a su congénita pequeñez. La primigenia tentación del
paraíso: “Seréis como dioses”, palpitaba en las sienes de seres
henchidos de vana autosuficiencia que pretendían desmantelar el cielo
para gobernar desde suntuosos podios. Sin embargo, eran incapaces de
eludir su destino final: ser banquete de gusanos en la sombra.
Hostil a la tradición, la nueva secta
buscaba descartar ésta como a un vehículo obsoleto e inadecuado para
realizar un viaje más. Porque la tradición no podía llevar a los
rebeldes al destino ambicionado por ellos. En los mapas de Cristo, no
existen paraísos en la tierra.
Con el rechazo y el desacato a la
revelación divina, el relativismo se extendía como hiedra. De un
catolicismo de sólidas prohibiciones, limitados confines y precisas
definiciones, se pasaba a un sucedáneo capaz de acomodar cualquier error
en los vagones de la gran fraternidad universal, donde todos los credos
viajaban juntos hacia el país de un sincretismo religioso destinado, a
su vez, a confluir en una tiranía global al mando del Anticristo.
Sin embargo, la jerarquía apóstata
guardaba un utilitario respeto al pasado para no despertar a los
creyentes letárgicos que se rinden frente a un símbolo sin cuestionarlo,
que siguen a una autoridad malévola sin discernir, que obedecen por
pereza de pensar. Creyentes incapaces de reaccionar a la gravísima
estafa espiritual que se cometía contra ellos: el robo de la vida
eterna. Pero se negaban a creerlo. Por eso eran miembros de aquel
contrahecho cuerpo místico cuyas múltiples cabezas y cuernos permanecían
invisibles a sus ojos, pues cualquier cosa puede justificarse o negarse
lejos de la luz divina.
Los que ignoraban, involuntaria o
voluntariamente, que el concilio había sido una conspiración para
destruir la Iglesia católica y la civilización cristiana y la identidad
de su promotor, –Lucifer–, se dedicaban a debatir puntos teológicos para
justificar el mal perpetrado. No importa cuánta ofensa vieran contra
Cristo, cuánto repudio contra la tradición, cuánto abandono de los
templos, cuánta desacralización general, cuánto relajamiento de los
católicos en el mundo, ni cuántas atrocidades dijeran sus falsos
vicarios de Cristo en la tierra, persistían, sacrílegamente,
justificando el mal creciente como obra del Espíritu Santo. Pero para
quienes aún mantenían sus lámparas encendidas, el Concilio Vaticano II,
era, definitivamente, un gigantesco cepo satánico.
Todas las señales ominosas eran
justificadas por los heredados del diablo. Ni las contradicciones
dogmáticas, ni los menosprecios a Dios y a su Madre, ni el
desmantelamiento de los altares, ni las abominaciones litúrgicas, ni los
cambios en la disciplina, en los sacramentos, en el catecismo, en el
derecho canónico, –en resumen–, ni la realidad de que servían a una
nueva religión, los dejaba escapar de la más grande seducción sufrida
por el mundo cristiano, súbitamente hollado por las pisadas de la
apostasía.
Los templos seguían allí, pero el espíritu que lo llenaba era inmundo.
Los hasta entonces perpetuos enemigos y
rivales de la Iglesia católica, ahora tenían voz y voto en ella y
continuamente elogiaban la infidelidad de ésta. Todos ellos eran, bajo
su techo, invitados de honor. Y mientras más se desvirtuaba la imagen de
Cristo en este satánico cuerpo místico, más encomios y aplausos del
mundo recibían los jerarcas del falso catolicismo.
Tal como la posesión diabólica opera
dentro de un cuerpo, así operaba la corrupta secta cuya fachada,
–intencionalmente–, se mantenía incólume pero cuyo interior era un
habitáculo de demonios y de sus carnales heraldos. La iglesia
revolucionaria era una entidad posesa y sus seguidores, legión. Si algún
católico tradicional buscaba ser aceptado por aquella farsa, debía
rendirse a la usurpación de la espuria iglesia y reconocer su infame
liturgia a cambio de un mortal espaldarazo que garantizaba la admisión
al pozo sin fondo.
Con el rechazo a la revelación divina, la
capacidad de ver con claridad había desaparecido. No quedaba columna
sólida. No había punto de referencia. No existía absoluto al que
recurrir. En este universo relativo, las olas y el espumaraje del mundo
bañaban la falsa iglesia y de ahí retornaban a éste en un intercambio
de tóxicos fluidos que esfumaba las líneas divisorias entre ambos, hasta
entrelazarlos en un abrazo donde toda diferencia se desvanecía.
De este híbrido, La religión del hombre
surgía llena de conciencia social y de preocupaciones temporales, como
una fe absolutamente lineal. La trascendencia se extinguía y la
vulgaridad se investía de consejera y maestra. Y el paganismo, como un
virus latente y al fin liberado, florecía en el corazón de quienes
creían descubrir en arcanos misterios su verdadero destino.
Una furia desatada por lo profano y lo
carnal, incitaba al hombre a exhumar fantasmas del pasado. La
construcción de una nueva torre de Babel erigida con la argamasa del
ecumenismo religioso y la cooperación de manos infieles y apóstatas,
progresaba entre mandiles y paletas provistos por las sectas hostiles a
Dios, mientras Sodoma y Gomorra sacudían sus cenizas y se incorporaban
activamente a un mundo cuyas reglas de juego las dictaba el Manifiesto
Humanista y otros documentos ofensivos al Creador, abundantemente
sazonados con la mordaza del lenguaje políticamente correcto. Los
espiritus de la vulgaridad, de la impureza y de la irreverencia lo
tiznaban todo.
Poco a poco, la secta de Roma fue mutando
su rostro original hasta convertirse en una absoluta monstruosidad, mas
sus letárgicos fieles vivían prendados de la hermosura de una bestia
que no era sino el despiadado rival de Dios sobre la tierra, una
impostura del Cuerpo Místico de Cristo que se decía una, santa, católica
y apostólica, a pesar de no ostentar ninguna de estas marcas. Hecho que
los letárgicos ni reconocían ni aceptaban.
El jerarca mayor de la infame iglesia,
burda réplica de un genuino papa, trabajaba con ahínco para desacralizar
todo lo que aún conservara un vestigio de su antigua dignidad y
deferencia al Señor. Hasta su propia imagen trataba de conformarse a la
más absoluta vulgaridad. Su primordial labor consistía en convencer a
sus fieles de la insignificancia de su alto cargo, por lo cual,
metódicamente, desdibujaba en sí mismo todo rasgo sobresaliente que
pudiera delatar una dignidad extraordinaria. Su falsa humildad era un
frente tras el cual se desbastaba el concepto de autoridad suprema.
Mucho se había adelantado. El fin del papado quedaba a la vuelta de la
esquina.
De acuerdo a la nueva fe, era el mundo
quien debía definir su propia iglesia. Una iglesia antopocéntrica,
democrática, confeccionada por el hombre y para el hombre, en la que
Cristo debía perdurar sólo hasta el advenimiento de aquel que habría de
autocoronarse Dios sobre la tierra. Cualquier seudo-papa de turno que la
regentara, era sólo su humilde precursor.
Tras la ruina de los diques religiosos y
morales tan devotamente erigidos por los santos, las aguas negras
anegaron todo el orbe transformándolo en una marisma de vicio, pecado y
apostasía. Pero sólo parecían importar la sostenibilidad humana sobre el
planeta, el balance ecológico y el calentamiento global; situación
comparable a la de un moribundo que, en su lecho de muerte se inquietara
por el nudo de su corbata, las arrugas de su ropa y el brillo de sus
zapatos.
A medida que el estorbo que impedía la
entrada triunfal del inicuo pastor, –el hombre de pecado–, se
resquebrajaba, el mal creciente denotaba cada vez más su origen
demoníaco. Este había conquistado el corazón de grandes multitudes que
lo celebraban y lo aceptaban como un nuevo y excitante estilo de vida
que permitía liberarse de lo que se consideraba como el corsé del dogma y
el sentimentalismo de la tradición. El concepto de antiguo valle de
lágrimas se desvanecía como un frágil espejismo en el ocaso y la gloria
mundana brillaba en su lugar con el falso resplandor del oropel.
Con la usurpación de la Iglesia católica,
el mundo, –ahora amigo del alma– penetraba como sangre venosa en el
corazón de los fieles. Poco quedaba ya que defendiera los antiguos
valores cristianos. La vana iglesia convergía cada vez más con el mundo,
confirmando la veracidad de aquella impresionante profecía de San
Antonio Abad:
“Los hombres se rendirán al espíritu de
los tiempos. Dirán que si hubieran vivido en nuestros días, la fe
hubiera sido sencilla y fácil. Mas en su día dirán que las cosas son
complejas; que la Iglesia debe actualizarse y hacerse relevante a los
problemas de la época. Cuando la Iglesia y el mundo estén en unión,
aquellos días habrán llegado”.
Ante la falta de condenación de todos los
enemigos del alma y de Cristo por parte de la secta de Roma que había
preferido usar la medicina de la misericordia en vez de la severidad,
–como había declarado hipócritamente el mascarón de proa y también
primer timonel del infame arca,– apocalípticas nubes de langostas se
multiplicaban sobre la faz de la Tierra en proporción geométrica,
devorando con su insaciable apetito todo lo verdadero, todo lo honesto,
todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo de buen nombre,
toda virtud, toda alabanza, dejando al descubierto sólo muerte y pecado.
La traidora mano de los enemigos de
Cristo había drenado los frenos del mundo y la humanidad, ensimismada y
prisionera de la tecnología dominante, avanzaba como una imparable
locomotora llena de ilusionados pasajeros ajenos a la pestilencia que
infectaba sus vagones y a la tragedia de la inminente colisión. Viajaban
hacia el fin del tiempo, sin percatarse de ello.
Sólo contados grupos de hombres
despiertos, negados a abordar el fatídico tren, permanecían en humildes
refugios caseros repitiendo devociones centenarias que habían nutrido el
espíritu de tantos santos y sólo ellos tenían conciencia del futuro
desenlace. Estos custodios de la fe de Cristo, atentos a las hojas de la
higuera, velaban conscientes de la proximidad de un fin tan largamente
aguardado por la esperanza de los poquísimos cristianos que quedaban
sobre la Tierra: el glorioso retorno de Nuestro Señor Jesucristo. La
parusía.