La Realeza de Cristo y su referencia como autoridad –
Por Mons. Gustavo Podestá
¿Cuál será la figura de rey que debemos
adorar en Cristo?
Ninguna concreción terrena de la realeza nos
servirá adecuadamente para dar la noción exacta de la reyecía de Jesús. Como
ningún concepto humano podrá nunca expresar las realidades pertenecientes al
ámbito de la divinidad. “Mi reino no es
de este mundo”, dijo Cristo frente a Pilatos. No proviene de este mundo; no
es como los de este mundo; no tiene su origen en este mundo.
Pero, aún así, ciertos rasgos de la
concepción católica del gobierno de los hombres y de la autoridad podrían
servirnos para delinear la figura de Cristo Rey.
La autoridad bien entendida. No la autoridad
despótica, la que gobierna según su propio arbitrio o, peor, según el arbitrio
de la masas. No la autoridad que trata a sus súbditos como siervos –siervos de
su látigo o de sus gendarmes, siervos de sus propagandas o de sus panes y
circo-. No la autoridad demagógica o politiquera. No la que, para congraciarse
con sus electores, da rienda suelta a cualquier libertinaje o no sabe mantener
con energía una línea de conducta. No la autoridad que, para sostener una falsa
paz o no enfrentar problemas, abdica de su honor innoblemente y, para llenar
los estómagos, vacía los corazones y hace bajar las frentes.
Sino la autoridad entendida como en los
tiempos de Carlomagno y San Luis Rey, San Fernando y San Wenceslao, San Enrique
Emperador e Isabel la Católica. Autoridad subordinada a la de Dios, autoridad
que es servicio, autoridad que es ejemplo, autoridad que es justicia, autoridad
que es prenda de paz y de equidad.
Sublime servicio el de la autoridad así
entendida: guiarnos paternalmente por las buenas – también por las malas cuando
es necesario- hacia el bien común. Buscando el bien de todos y el bien de cada
uno. No solo el bienestar material –que ningún gobernante en serio puede
reducirse a empresario de economía- sino el bien moral y espiritual de los
suyos.
Y es por eso que legisla no caprichosamente,
sino según la ley del buen Dios. Por eso manda y ordena, de modo que ningún
egoísmo privado perjudique el bien de todos ni la dirección única del destino
de la Nación. Para eso juzga y castiga,
así la maldad de los hombres no se desboque como las células del cáncer y
corrompa la armonía social. Para eso educa y guía, señala y corrige, compele y
defiende, suple cuando es necesario la debilidad o impotencia de los miembros.
Porque ninguna autoridad tiene otra función
que la de aunar, según Dios, las partes dispersas de la sociedad para que,
organizadamente, el bien del uno repercuta en el bien de los demás y todos
unidos creemos las condiciones necesarias para que cada uno se realice como
hombre y se encamine finalmente, de la mejor manera posible, a sus destinos
eternos.
Así procediendo, los que ejercen la autoridad
cumplen uno de los servicios más grandes que pueda ningún hombre prestar a sus
hermanos. Servicio exigido naturalmente para la recta marcha de cualquier
sociedad y, por eso mismo, querido y exigido por Dios.
Es en ese sentido que la Iglesia ha defendido
siempre que la autoridad viene Dios. El servicio de la autoridad no depende de
la voluntad de los hombres. No son los gobernados los que delegan su autoridad
en los gobiernos -como afirma el disparate roussoniano legalizado por la
Revolución Francesa-, cuanto mucho ‘designan' a aquel o aquellos que detentarán
la autoridad. Pero la autoridad en si misma proviene del mismo Dios y no se
legaliza por su origen democrático o no, sino por su recto ejercicio.
Autoridad, por tanto, subordinada a la
autoridad suprema del Creador de la sociedad y que debe ejercerse en
dependencia del supremo legislador.
Que la autoridad provenga de Dios no quiere
ni quiso nunca decir que fuera por eso capaz de hacer y mandar lo que quisiera,
sino, muy por el contario, que debía ser utilizada según los dictados de Dios y
en respeto a su Ley. Ningún tirano, ninguna mayoría, ningún voto unánime,
tienen derecho para legislar en contra de la ley de Dios. Suprema ley; divina
ley; ley no arbitraria; ley promulgada para nuestro bien por el más sabio y
bueno de los legisladores. ¿Cómo no va a ser el seguirla la única garantía de
auténtica paz y felicidad de los pueblos?
De allí que la prosperidad y paz de las
naciones no se logrará jamás en las componendas de los políticos ni en el
vaniloquio de los congresos y cámaras de diputados, ni en los tratados
diplomáticos, ni en los hipócritas corredores de la ONU. La única posibilidad
de auténtica paz –paz humana, no la paz del campo de concentración, la de los
esclavos, no la del imbécil que ha reducido su horizonte al alcance de sus
instintos y de la televisión, no la del equilibrio de las armas; sino de la
verdadera y auténtica paz- solo ha de encontrarse en el reinado de Cristo, en
la aceptación de su Ley, en el respeto a sus mandamientos.
Seamos nosotros, católicos bien conscientes
de ello, en momentos en que nuestro destino se cocina con los artilugios de la
politiquería en las antesalas de mitos trasnochados. Ninguna solución política
transitará los caminos de la plena realización nacional fuera del
reconocimiento absoluto y total de la doctrina de la Iglesia y de la realeza social
de Cristo.
A sostener este nuestro único Caudillo, nos
llama hoy la Iglesia, a nuestra conciencia de cristianos y de argentinos.
Mons- Gustavo Podestá 26/11/1972
Fuente: http://www.catecismo.com.ar/
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