Unión entre la urna y el altar
Una constante en la enseñanza
social de la Iglesia, que se ha declarado repetidas veces en el Magisterio, es la indiferencia
ante las distintas formas de gobierno, mientras sean justas y tiendan al bien
común. Para no abundar en citas, tomemos una muestra de un libro del p. Iraburu:
“La Iglesia es neutral en cuanto a la forma de los regímenes
políticos. Éste es un principio doctrinal que siempre ha sido enseñado y
practicado por la Iglesia. En él se fundamenta tanto la libertad de la Iglesia
ante el Estado, como el legítimo pluralismo político entre los cristianos. En
efecto, la Iglesia «en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a
ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político,
económico o social» (Concilio Vaticano II, Gaudium
et Spes, 42d).
Pío XI: «la Iglesia católica, no estando bajo ningún respecto ligada a
una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos
de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con
las diversas instituciones políticas, sean monárquicas o republicanas,
aristocráticas o democráticas» (1933, enc. Dilectissima
Nobis 6). Vaticano II: «las modalidades concretas por las que la comunidad
política organiza su estructura fundamental y el equilibrio de los poderes
públicos pueden ser diferentes, según el genio de cada pueblo y la marcha de su
historia» (Gaudium et Spes, 74f; cf. Juan XXIII, 1963, Pacem in terris, 67; Catecismo de la Iglesia católica, 1901).”
Respetando el
régimen legítimo establecido,
un católico puede preferir otro más conveniente para su patria y
procurar su
implantación por medios y procedimientos honestos. La preferencia
teórica de otro régimen está garantizada por la misma accidentalidad de
las formas
de gobierno y por la libertad que la Iglesia concede a todos los
ciudadanos en
materia estrictamente política, con tal que sea conciliable con los
principios
del derecho natural y del Evangelio. De manera que, siguiendo la clásica
la
división tripartita, un católico tiene plena libertad para ser
partidario de la
monarquía, mientras que otro puede decantarse por la república y otro
favorecer la
aristocracia.
Hasta aquí, nada nuevo. Pero
resulta que la Conferencia episcopal
española, en su nota con motivo de la abdicación de Don Juan Carlos I, ha
destacado el aporte del monarca a la “la
consolidación de la vida democrática”. La nota merecería varios comentarios,
pero vamos a enunciar sólo los primeros que ahora se nos ocurren:
- ¿Por qué se ha guardado silencio
respecto de la responsabilidad de Juan Carlos I en la descristianización de la
sociedad española?
- ¿Cuál es el motivo por el cual los
obispos agradecen a Juan Carlos por la "consolidación de la vida
democrática" si la Iglesia se reconoce indiferente ante las distintas
formas de gobierno? Porque con un posicionamiento semejante en materia opinable podrían recriminarle por la
disolución de la vida monárquica o por el decaimiento de la vida aristocrática.
- Se ha insistido con mucho empeño
después del Vaticano II en que existe una legítima autonomía de las realidades
terrenas y que en ella se incluye a las formas de gobierno. A la luz de esta
nota, ¿deberemos concluir que la alianza entre el trono y el altar fue mala
pero que la nueva unión entre la urna y el altar es legítima?
Nos parece que el poder de la
corrección política es tal que ha provocado un nuevo enfeudamiento de la
Iglesia con el orden demo-liberal y burgués. “Dirumpamus vincula eorum, et projiciamus a nobis jugum ipsorum. Qui
habitat in caelis irridebit eos…” (Ps. II).