jueves, 5 de junio de 2014

Unión entre la urna y el altar

Unión entre la urna y el altar

Una constante en la enseñanza social de la Iglesia, que se ha declarado repetidas veces en el Magisterio, es la indiferencia ante las distintas formas de gobierno, mientras sean justas y tiendan al bien común. Para no abundar en citas, tomemos una muestra de un libro del p. Iraburu:
“La Iglesia es neutral en cuanto a la forma de los regímenes políticos. Éste es un principio doctrinal que siempre ha sido enseñado y practicado por la Iglesia. En él se fundamenta tanto la libertad de la Iglesia ante el Estado, como el legítimo pluralismo político entre los cristianos. En efecto, la Iglesia «en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 42d).
Pío XI: «la Iglesia católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones políticas, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas» (1933, enc. Dilectissima Nobis 6). Vaticano II: «las modalidades concretas por las que la comunidad política organiza su estructura fundamental y el equilibrio de los poderes públicos pueden ser diferentes, según el genio de cada pueblo y la marcha de su historia» (Gaudium et Spes, 74f; cf. Juan XXIII, 1963, Pacem in terris, 67; Catecismo de la Iglesia católica, 1901).”
Respetando el régimen legítimo establecido, un católico puede preferir otro más conveniente para su patria y procurar su implantación por medios y procedimientos honestos. La preferencia teórica de otro régimen está garantizada por la misma accidentalidad de las formas de gobierno y por la libertad que la Iglesia concede a todos los ciudadanos en materia estrictamente política, con tal que sea conciliable con los principios del derecho natural y del Evangelio. De manera que, siguiendo la clásica la división tripartita, un católico tiene plena libertad para ser partidario de la monarquía, mientras que otro puede decantarse por la república y otro favorecer la aristocracia.
Hasta aquí, nada nuevo. Pero resulta que la Conferencia episcopal española, en su nota con motivo de la abdicación de Don Juan Carlos I, ha destacado el aporte del monarca a la “la consolidación de la vida democrática”. La nota merecería varios comentarios, pero vamos a enunciar sólo los primeros que ahora se nos ocurren:
- ¿Por qué se ha guardado silencio respecto de la responsabilidad de Juan Carlos I en la descristianización de la sociedad española?
- ¿Cuál es el motivo por el cual los obispos agradecen a Juan Carlos por la "consolidación de la vida democrática" si la Iglesia se reconoce indiferente ante las distintas formas de gobierno? Porque con un posicionamiento semejante en materia opinable podrían recriminarle por la disolución de la vida monárquica o por el decaimiento de la vida aristocrática.
- Se ha insistido con mucho empeño después del Vaticano II en que existe una legítima autonomía de las realidades terrenas y que en ella se incluye a las formas de gobierno. A la luz de esta nota, ¿deberemos concluir que la alianza entre el trono y el altar fue mala pero que la nueva unión entre la urna y el altar es legítima?
Nos parece que el poder de la corrección política es tal que ha provocado un nuevo enfeudamiento de la Iglesia con el orden demo-liberal y burgués. “Dirumpamus vincula eorum, et projiciamus a nobis jugum ipsorum. Qui habitat in caelis irridebit eos…” (Ps. II).