SAN LUIS IX, REY DE FRANCIA
Se
celebra hoy, 25 de agosto, una nueva conmemoración del natalis dies de
una de las figuras más sobresalientes de la Cristiandad medieval, a
saber, San Luis IX, rey de Francia; la “hija primogénita de la Iglesia”,
como fue llamada en clara alusión a la conversión del pueblo franco,
encabezado por su caudillo Clodoveo, quien recibió las aguas bautismales
la noche de Navidad del 496, de parte de San Remigio, obispo de Reims.
Se trata, en efecto, de un acontecimiento fundacional de la Cristiandad
occidental, por cuanto fueron los francos los primeros de entre los
pueblos bárbaros en adherir a la auténtica fe cristiana (algunas de las
otras tribus eran arrianas). El de Clodoveo, a su vez, fue el mismo
trono ocupado casi tres siglos más tarde por el ínclito Carlos, más
conocido como Carlomagno, gran propulsor de un renacimiento que no por
nada lleva su nombre (renacimiento carolingio), y magnánimo
defensor de la Iglesia, que en otra noche navideña, solo que esta vez
del año 800, recibió en Roma (de manos del papa León III) la corona
imperial, dando así nacimiento al Sacro-Imperio romano-germánico.
Por encima de estos ilustres varones, con todo,
descuella la figura del gran San Luis, nacido en 1214, y llamado al
trono a la tierna edad de doce años, en 1227, motivo por el cual fue su
madre, la piadosa Blanca de Castilla, quien ejerció la regencia durante
los primeros años de su reinado. Fue justamente a través de doña Blanca,
hija de Alfonso VIII de Castilla, que Luis estuvo emparentado con otro
gran santo, Fernando III, de quien fue primo hermano.
“Por
las descripciones de sus contemporáneos se sabe que era un hombre alto y
enjuto, de cabello rubio y ojos azules. Espiritualmente se trataba de
una persona superior, pero que nada tenía de santurrón ni de mojigato;
al contrario, era afable, amante de las bromas y de la eutrapelia, lo
que no obstaba a que gustase conservar las debidas distancias, y cuando
era necesario, mostrarse cortante. Juntaba de manera eximia la nostalgia
del Dios, cuya visión final anhelaba, con la preocupación política por
los asuntos de la tierra que el mismo Dios había puesto a su cuidado” (P. ALFREDO SAENZ S.J., La Cristiandad. Una realidad histórica, Fundación Gratis Date, Pamplona (España), 2005, p. 71).
Estas
características y este equilibrio de carácter, tal como resplandecen en
San Luis, hacen de él uno de los modelos por excelencia de santidad en
la vida laical, definida por la ordenación a Dios de todas las
dimensiones de la vida humana, y, en particular, por la impregnación del
orden temporal del genuino espíritu evangélico. Sería imposible abarcar
en unas pocas líneas la descripción detallada de la fisonomía de este
auténtico gigante, pero, atendiendo a los elementos específicos de su
vocación en la Iglesia, basta señalar que cumplió admirablemente sus
deberes de gobernante, instaurando en sus dominios el imperio de la
justicia y el amor a los pobres, así como también de esposo y padre de
familia. Casado, en efecto, con Margarita de Provenza en 1235, tuvo de
ella once hijos; y, aunque no parece que se tratara de una mujer de su
misma talla moral y espiritual, la amó fidelísimamente, como de ello da
testimonio el anillo que llevaba siempre puesto, con la triple
inscripción de “Dios, Francia, Margarita”. A título de curiosidad
histórica, debe decirse que de uno de sus hijos, Roberto de Clermont,
nace la dinastía de los Borbones, una de las más antiguas de Europa, si
bien con frecuencia no ha estado a la altura de sus gloriosos orígenes
(la flor de lis característica de su escudo de armas se halla también en
el escudo de San Luis).
“La
vida de S. Luis es un testimonio vivo de cómo un rey puede hacer
brillar en sus obras el primado de las cosas de Dios por sobre las cosas
del hombre (…) En medio de las agotadoras tareas que le exigía el timón
de la nación, nunca le faltó tiempo para rezar cada día las Horas
litúrgicas y para leer asiduamente la Sagrada Escritura y los Santos
Padres. Se confesaba con frecuencia, se azotaba en castigo de sus
faltas, ayunaba severamente, llevaba cilicio, y vivía con extrema
sobriedad, al menos mientras su cargo no le obligaba a ponerse trajes de
gala” (Ibid.).
Esta
síntesis vital que se puede observar en la vida del santo tuvo su
coronamiento en la empresa a que dedicó gran parte de sus afanes, a
saber, las Cruzadas, partiendo a dos de ellas, y muriendo en la última,
en Túnez, un día como hoy del año 1270; sus últimas palabras fueron: “Jerusalén”, pronunciadas mientras, pese al fracaso de su objetivo militar, llegaba a las puertas de la Jerusalén celestial y eterna.
Oremos en este día por los gobernantes, y en especial
por la nación francesa, hoy heredera de la Revolución, pero que en su
momento supo dar a la Iglesia figuras como la de San Luis.