30 años de La Tablada: mentiras y verdades. Por José D’Angelo
Durante
el 23 y el 24 de enero de 1989 el Movimiento Todos por la Patria (MTP),
liderado por el ex comandante del Ejército Revolucionario del Pueblo
(ERP), Enrique Gorriarán Merlo, atacó los cuarteles del Ejército
Argentino en La Tablada, en el oeste del Gran Buenos Aires. Fue la
última batalla armada de las organizaciones guerrilleras en la Argentina
y ocurrió durante la presidencia del doctor Raúl Alfonsín.
El saldo trágico del ataque fue de
32 muertos del MTP, 11 caídos entre las fuerzas legales, 2 civiles
víctimas mortales del fuego cruzado y decenas de heridos, en medio de un
caos indescriptible. El entonces presidente describió al hecho como un
“una agresión armada de elementos irregulares de filiación
ultraizquierdista, dirigida al conjunto de los argentinos” y no ahorró
adjetivos para calificar a los atacantes, a los que llamó: terroristas,
dementes, elitistas, personeros de la muerte, delincuentes, subversivos y
enemigos de la nación.
El asalto terrorista a La Tablada fue repudiado y criticado por todos, hasta por amplios sectores de izquierda,
porque se llevó adelante “durante un gobierno democrático”,
diferenciándolo de la actuación de los “grupos guerrilleros” de los años
70, que, para “la memoria construida”, para el “relato” instalado,
“enfrentaron a una dictadura militar y lograron para los argentinos el
regreso a la democracia”.
Nada más falso que esta última
afirmación. Se trata de la posverdad: no interesan los hechos, no hay
realidad, esta es “distorsionada deliberadamente, con el fin de crear y
modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales”, nos explica el diccionario de nuestra lengua.
La realidad histórica nos dice lo contrario. La
“guerra revolucionaria”, de las guerrillas de izquierda, en la
Argentina, se extendió por 30 años (1959 -1989). Abarca presidencias
democráticas y dictaduras militares. Se espiralizó a partir de la
asunción de Héctor Cámpora, elegido por el 49% de votos en 1973, y
alcanzó su máxima intensidad entre ese año y fines de 1975, durante las
presidencias de Juan Domingo Perón y su viuda, María Estela Martínez de
Perón, electos con el 62% de los votos, porcentaje jamás superado por
ningún presidente democrático, desde entonces.
Es una “mentira cochina”, según un
ex integrante de Montoneros como el escritor Martín Caparrós, que así lo
dejó claro en un artículo del diario Crítica aparecido en 2008: “La
subversión marxista —o más o menos marxista, de la que yo también
formaba parte— quería, sin duda, asaltar el poder en la Argentina para
cambiar radicalmente el orden social. No queríamos un país capitalista y
democrático: queríamos una sociedad socialista (…) Vi a (Mario)
Firmenich (jefe de Montoneros) diciendo por televisión que nosotros
peleábamos por la democracia: mentira cochina. Nosotros creíamos muy
sinceramente que la lucha armada era la única forma de llegar al poder,
(…) y entendí que falsear la historia era lo peor que se les podía hacer
a sus protagonistas: una forma de volver a desaparecer a los
desaparecidos.”
Solo para citar los casos
más resonantes del accionar guerrillero del período constitucional
(1973-1975), enumeramos los ataques al Batallón de Comunicaciones 141 de
Córdoba; el simultáneo asalto a tres dependencia policiales de la
capital cordobesa; al Comando de Sanidad del Ejército en la
ciudad de Buenos Aires; a la Guarnición Militar de Azul; a la localidad
del Acheral de Tucumán; al Regimiento de Infantería 17 de Catamarca; a
la Fábrica Militar de Villa María, Córdoba; al Batallón de Arsenales 121
de Fray Luis Beltrán; al Regimiento de Infantería 29 de Formosa y al
Depósito de Arsenales de Monte Chingolo, perpetrados por el Ejército
Revolucionario del Pueblo (ERP) o el Ejército Montonero; además de
centenares de asesinatos, secuestros y atentados explosivos a lo largo y
lo ancho de todo el país, mientras este era gobernado, como dijimos,
por presidentes elegidos por el voto popular.
Consagrada la santidad del terrorismo en nuestro país con base en mentiras, la
causa de los derechos humanos se envileció aceleradamente, para
terminar transformándose en una aberración política, una farsa jurídica,
una estafa histórica y un negocio que resulta imprescindible
desmantelar, denunciándolo.
Las “memoria construida” nos dice
hoy que el Estado, ante una agresión armada, violenta, de grupos
sediciosos, insurgentes —llámense erpianos, montoneros, mapuches, MTP,
lo mismo da—, no debe ni puede actuar; porque siempre su accionar va a
ser calificado de “represión” y, más aún, de “represión ilegal”, y los
que lleven adelante esa acción estatal tienen como destino ineludible la
cárcel.
Prueba sin atenuantes de ello es el
reciente inicio de procesamiento del general Alfredo Arrillaga, por
“homicidios agravados”, como jefe de las fuerzas leales en La Tablada y
en cumplimiento de su juramento de defender la Constitución Nacional.
Si un Estado democrático
ante la presión ilegal de grupos insurgentes no puede ejercer el
monopolio de la represión legal, la sociedad está inerme, desamparada y
abandonada ante los violentos, por una clase dirigente atada de
manos por perceptibles nudos ideológicos. El “setentismo” nos dejó sin
Fuerzas Armadas y el “garantismo”, sin seguridad interior.
Resulta ilustrativo recordar lo que
afirmaba el jefe de la inteligencia montonera, Rodolfo Walsh, al
respecto: “Sobre derechos humanos, queremos agregar que (…) forman parte
de una política del imperialismo, que aprieta con dos pinzas: la
económica y la de los derechos humanos, para mejor someter a nuestros
países. Los mandan a matar y después aprietan. Además, ahora van a
institucionalizar los derechos humanos, creando comisiones dirigidas por
ellos, para regular las denuncias como mejor les convenga”.
En la Argentina, la
política ha sido la continuación del pensamiento mágico revolucionario
por otros medios, menos violentos, pero igual de descabellados y sus resultados están a la vista: injusticia, inseguridad, corrupción, estancamiento, inflación y pobreza.
No puede sorprender entonces que, mientras una parte de los argentinos se horroriza ante la perspectiva de que un a priori anatemizado
como “ultraderechista” Jair Bolsonaro sea nuestro destino político
próximo, otro sector de la población se estremezca con la posibilidad
cierta de que, a la vuelta de la esquina, nos esté esperando un tirano
tardíamente desenmascarado como Nicolás Maduro, ya que ambas constituyen
alternativas reales. Resulta primordial para nuestra sociedad volver a
la verdad histórica y terminar con el relato.
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