“Big Other”: Deconstrucción y neo-izquierda
“Big Other”, deconstrucción, izquierda, marxismo cultural, posmodernidad, revolución
EL ESPÍA DIGITAL
por Adriano Erriguel
Cuando en “1984” George Orwell imaginaba la figura del
“Gran Hermano” (Big Brother) no sabía que éste iba a adoptar – varias
décadas después – no la apariencia de un tirano cruel y sanguinario,
sino la forma impersonal y ubicua del “Otro”. Del “Big Brother” al “Big
Other”, itinerario de una guerra contra las libertades.
¿Quién o qué es exactamente “Big Other”? Hace algunos
años, el novelista francés Jean Raspail se refería a él en estos
términos: “Big Other” patrulla sobre todos los frentes. Se ha apropiado
de la caridad cristiana – aquella que debemos a nuestro prójimo cercano –
y la ha desviado en su provecho, atribuyéndose los méritos. “Big Other”
– continuaba Raspail – es como el Hijo Único del pensamiento dominante,
de la misma forma en que Jesús es el Hijo de Dios y procede del
Espíritu Santo. Se insinúa en las conciencias. Embauca a las almas
caritativas. Siembra la duda en los más lúcidos. Nada se le escapa y no
deja que nadie se escabulla. Su palabra es soberana. Y el buen pueblo le
sigue hipnotizado, anestesiado, rellenado como una oca por un amasijo
de certitudes angélicas…”.[1] Big Other no es un rostro concreto, sino
que es multitud; es la vanguardia y la personificación de la multitud,
un dispositivo supra–personal que nos observa y que nos vigila.
“Big Other” es una de las maneras en las que se manifiesta
el gran héroe de nuestro tiempo: la víctima. Y es también el disfraz de
una realidad tan vieja como el hombre: el poder.
“El Otro”: construcción de un tótem posmoderno
La construcción del “Otro” como objeto de culto posmoderno
arranca, como no podía ser menos, de la Escuela de Frankfurt. Al
asomarnos de nuevo a este fecundo club filosófico (auténtica marmita de
las ideas que han remodelado occidente) conviene insistir, una vez más,
en que no nos encontramos aquí ante un despliegue de “marxismo cultural”
sino de posmarxismo. Como sabemos, el interés de los intelectuales de
Frankfurt se dirigía principalmente al hombre y a la sociedad, no a la
econometría o a la justificación del determinismo económico. El objeto
de su preocupación eran los conflictos que emanan de la alienación y la
reificación de los individuos, dos resultantes nefastas – según los
frankfurtianos– de una sociedad totalmente administrada y jerarquizada.
Los remedios debían ser, en consecuencia, no tanto políticos como
filosóficos y psicológicos, según un modelo que recuerda al del
psicoanalista y su cliente en el diván. Así se entiende que, a partir de
entonces, la crítica cultural comenzara a eclipsar a la crítica
económica y que el análisis socio–político se orientara por los cauces
de la psicología.[2]
La progresiva deificación del Otro responde también a esta
deriva psicologizante: el Otro se configura como un vigía moral que nos
impele a abandonar nuestro egotismo, a sumergirnos en corrientes de
empatía, a abrirnos a la alteridad. De lo que se trata finalmente es de
superar la alienación y la reificación que atenazan a los individuos, a
través de un proceso de identificación con aquello que no es nosotros,
de fusión con aquello que se encuentra más allá de nosotros: el Otro.
En su culto al Otro, la teoría crítica frankfurtiana asume
el papel de centinela de la esperanza, algo así como el vigía que
anuncia la proximidad de una costa salvífica. Los teóricos
frankfurtianos adoptan aquí un contrapunto místico–escatológico, en el
que se advierte una sensibilidad judía muy marcada por las atrocidades
de la segunda guerra mundial. En la estela de estos pensadores
judeo–alemanes, el remedio contra la deshumanización de Auschwitz
vendría de la mano de una apertura al Otro que, de puro incondicionada,
revierte de facto en la negación de uno mismo. La identidad del Otro
adquiere así tintes sagrados y redentores, mientras que la identidad
propia se desvaloriza. Esta vena redentorista – muy visible, por
ejemplo, en el pensamiento utópico de Ernst Bloch – explica la
influencia que la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt ejerció
sobre la teología de la liberación latinoamericana, dando lugar a una
vulgata que ensambla las reivindicaciones tercermundistas con el
discurso sobre la “culpa” y la deuda histórica de occidente (un
argumento – el de la culpa – también muy explotado por Jean Paul
Sartre). El Otro es, por definición, casi siempre una víctima. Y al
asumir su conciencia culpable, occidente asume una visión romántica de
las identidades ajenas que, a su vez, rechaza para la suya propia. Se
trata de una actitud en cuyo fondo bulle la vieja idea del “Buen
salvaje” de Rousseau, el ilustre pionero en la idealización occidental
del Otro. La ideología sinfronterista y la visión seráfica de la
migración como un hecho globalmente positivo – dogma oficial
del establishment mundialista– bebe de esta visión arrebolada del Otro
como fuente de gracias y bendiciones.
“Big Other” se erige como el gran tótem de los tiempos
posmodernos, como última y definitiva instancia en el tribunal de la
humanidad. Su proceso de construcción aúna dos temáticas que se
retroalimentan: la de la identidad y la de la víctima. Dos ideas
troncales de la izquierda posmoderna.[3]
La invasión de los matones–llorones
“Espacio libre de violencias machistas”. “Espacio libre de
apartheid, racismo y xenofobia”. “Espacio libre de homofobia,
transfobia y serofobia”. “Espacio libre de esto y de lo otro”. El
lenguaje relativo a los “espacios libres” procede – como todas las modas
de la corrección política– de los Estados Unidos. Su proliferación
alberga, potencialmente, efectos imprevisibles.
El concepto de “espacios seguros” (Safe spaces) nació en
las universidades americanas como la práctica de habilitar aulas para
que ciertos grupos de estudiantes – normalmente gays o transexuales –
pudieran reunirse sin ser molestados. Posteriormente el concepto se
expandió, y hoy se refiere a espacios permanentemente habilitados para
que los estudiantes de una u otra “comunidad” (étnica, sexual,
religiosa, ideológica) puedan relacionarse entre ellos sin verse
expuestos a las “(micro) agresiones” o traumas que les provoca verse
confrontados a opiniones diferentes de las suyas. El asunto evolucionó
hacia una progresiva tribalización de la vida universitaria, con una
remodelación de los espacios públicos según parámetros identitarios. Con
otra derivada: la práctica de los “espacios seguros” desembocó en un
clima de intolerancia e intimidación, con las libertades de expresión y
de reunión coartadas por el celo vigilante de los defensores de las
minorías.[4]
La polémica de los “safe spaces” en el mundo anglosajón
combina los dos factores ya mencionados: el reconocimiento de las
identidades “oprimidas” y la moral victimista. Éstos son los dos pilares
de la ideología del Otro. En el contexto de la polémica de los safe
spaces, la expresión “cry bullies” (matones–llorones) designa a la
perfección el perfil de aquellos que, amparándose en la superioridad
moral de su estatus de “víctima”, pretenden imponer sobre los demás su
propia visión de las cosas. Tras las reivindicaciones justicieras y
los delirium tremens moralistas se agazapa, por tanto, una cuestión de
poder. Como señalaba el historiador italiano Furio Jesi, “quien controla
una máquina mitológica tiene en su mano la palanca del poder”. La
mitología victimista es hoy una palanca de poder, el primer disfraz de
las razones de los fuertes.[5]
¿Cómo se “construye” una víctima? La cuestión no es
baladí, en cuanto la moral victimista constituye, hoy por hoy, la piedra
angular del funcionamiento de nuestras democracias. Asistimos durante
las últimas décadas a una reconfiguración de la idea de democracia: ésta
ya no se define por el respeto a la opinión de la mayoría, sino por la
forma en la que trata y protege a las minorías. Lo que nos encontramos
aquí es algo de mucho más calado: la erosión del principio de soberanía
nacional (idea motriz de la democracia moderna y del liberalismo
clásico) y su sustitución por un principio procedimental de respeto a
los derechos humanos. La promoción de las minorías y el
establecimiento de facto de una “minoricracia” – impulsada por las
políticas de izquierda posmoderna – tiene un carácter instrumental para
el neoliberalismo, cuya agenda apunta hacia la superación de las
naciones soberanas. Pero para llegar hasta este punto era necesaria una
maduración, filosófica e ideológica, en los laboratorios de la
posmodernidad.
La víctima como fetiche
Cuando a partir de los años 1970 los intelectuales
posmodernos reflexionan sobre el dolor y sobre la víctima, el asunto
contaba ya con un considerable pedigrí filosófico. Como señala Francois
Bousquet “a partir de 1945 y bajo el impulso de la “teoría crítica”
frankfurtiana, la sociología devino miserabilista, la etnología devino
dolorista, la teología devino expiatoria; un ecumenismo de la penitencia
se extendió a toda la sociedad, desde la alta cultura a la cultura
popular”.[6] Tomando el relevo de la escuela de Frankfurt nos
encontramos de nuevo con… ¡Foucault! En la elucubración sobre víctimas y
sufrimientos, el filósofo de “Vigilar y castigar” tenía forzosamente
que encontrar una mina. Foucault la explotó a fondo, para brindar al
neoliberalismo su hallazgo más precioso: la sustitución de la lucha de
clases por la confrontación identitaria.
Conviene tener presente que, antes que nada, la víctima
genera identidad. “¿Quién soy? Soy una víctima, algo que no puede
negarse y que nadie podrá quitarme nunca”.[7] La identidad victimista se
presenta forzosamente como identidad minoritaria. No se trata – para
las minorías– de apoderarse de las palancas del Estado, sino de
desarrollar espacios de “autonomía”: un designio perfectamente en línea
con la lógica libertaria y anti–normativa del neoliberalismo. El
posmodernismo foucaltiano abre la vía a la “minoricracia”, y con ello al
abandono de la praxis política marxista. No en vano el posmodernismo
favorece “un estallido de lo social en una miríada de singularidades,
las cuales pugnan por reagruparse y formar una coalición que conduzca a
la mayoría hacia la emancipación. La lucha a favor de los excluidos de
todo tipo, de todas las víctimas de todas las discriminaciones, era algo
ciertamente impensable para las organizaciones marxistas, que se
consagraban únicamente a la defensa o a la representación del
proletariado”.[8] Pero con Foucault se clausura definitivamente – en el
terreno filosófico– la era del proletariado. Comienza la era del
narcisismo dolorido, la era del individuo–víctima.
En la filosofía posmoderna y en la estela de Foucault, el
dolor, el sufrimiento y la culpa se sitúan en el epicentro de la
reflexión moral. Todos y cada uno de los filósofos posmodernos harán
profesión de fe dolorista. Para Francois Lyotard es preciso ante todo
“dar testimonio” de la disonancia, especialmente de la de los demás.
Para Richard Rorty la solidaridad consiste en “la capacidad imaginativa
para ver gente extraña como compañeros de sufrimiento”, de forma que la
función del intelectual no es reelaborar una teoría social, sino
promover la sensibilización hacia el sufrimiento ajeno. Para Jacques
Derrida el reconocimiento de la muerte del “otro” es el fundamento de
toda ética. Para Giorgio Agamben el paradigma biopolítico de occidente
no se sitúa en la ciudad, sino en el campo de concentración. Para Pierre
Bourdieu es preciso reconocer, junto a la “miseria de condición”
(aquella que deriva de circunstancias objetivas, pobreza, enfermedad,
etcétera), la “miseria de posición”: aquella que
es subjetivamente experimentada con independencia de las circunstancias
objetivas (lo que explica que el victimismo sea una fábrica
de identidades ficticias). Para Judith Butler la vulnerabilidad – el
hecho de estar abiertos a la violencia del otro – es lo que nos
identifica como sujetos. Ser sujeto es ser susceptible de ser abusado. Y
así sucesivamente.
En su desenvolvimiento pleno, el enfoque dolorista se
extiende más allá de las fronteras de lo humano. El movimiento
“anti–especista” sitúa la condición de víctima en el centro del destino
animal, sobre la base el sufrimiento que los animales padecen por causa
del hombre. La espiral dolorista se extiende también ¿por qué no? a las
plantas, al mundo mineral y a la tierra. Paradójicamente y cerrando el
círculo, la ideología victimista desemboca en una especie de
anti–humanismo.[9]
De forma significativa, la “crisis del Sujeto” y la
“muerte del Hombre” (Foucault) son dos objetos de meditación
posmodernista. Tras medio siglo de deconstrucción, parece que sólo ha
quedado una cosa incólume: el principio de inocencia de la víctima. Se
produce una inversión de perspectivas: la vulnerabilidad es potencia, el
desvalimiento es fortaleza. Los niños, los inválidos, los pobres de
espíritu: ellos heredarán no ya el reino de los cielos, sino el hic et
nunc de la legitimidad y la gloria ciudadana. Así se explica –señala
Daniele Giglioli – que el estatus de víctima se configure hoy como “una
casamata, como un fortín, como una posición estratégica para ser ocupada
a toda costa”. Y no es extraño que “quien desee el carisma de la Verdad
para sostener su propio discurso, se sienta tentado por la mentira para
hacerse pasar por la víctima que no es”.[10] Al fin y al cabo la
víctima genera liderazgo: no hay mayor fanatismo ni dogmatismo que el de
aquél que asegura luchar contra la injusticia, que el de aquél que
habla en nombre de las víctimas. De esta forma la víctima se convierte
en el nuevo vehículo del poder, porque en un mundo en el que la Verdad
ha desaparecido, la víctima siempre tiene razón.
Pero no hay víctimas sin culpables.
Tiranía de la penitencia
“Todo niño que muere de hambre muere asesinado”. Eso decía
en 2005 el sociólogo suizo Jean Ziegler, entonces relator de la ONU
para la alimentación. Más allá de su intención de remover conciencias,
conviene reparar en el reduccionismo que implica una transferencia de
culpa: por cada niño que muere de hambre hay necesariamente un asesino.
¿Verdaderamente? En la frase se advierten los ecos de la ya referida
tradición filosófica. Para Enmanuel Levinas – seguramente el máximo
inspirador de la ética contemporánea – toda muerte (en tanto que
prematura) implica en realidad un homicidio y conlleva una
responsabilidad moral del superviviente. Para la mayoría de los
posmodernos, la idea de dignidad humana sólo es accesible a través de la
humillación y la ofensa. Lo que significa que la omnipresencia de los
agresores y los opresores – de los culpables – es conditio sine qua
non para sostener y robustecer la idea de dignidad humana. Todos somos
por lo tanto culpables, y todos estamos llamados – si queremos
redimirnos – a residir en la condición de víctima ontológica. La
culpabilidad forma parte de los atributos del sujeto. Reminiscencia de
la idea cristiana del pecado original: humanidad y culpa van a la par.
La cuestión es entonces saber: ¿quiénes son los
Administradores de esa culpa? ¿Quiénes son los Sacerdotes de la mala
conciencia? Aquí se encuentra de nuevo agazapada la cuestión del Poder.
La moral victimista es maniquea, en el sentido de que el
mundo está dividido entre oprimidos y opresores, entre buenos y malos.
En la doxa posmoderna – más concretamente, en la tradición de la French
theory y los cultural studies americanos – la condición de víctima no
depende de unas circunstancias pasajeras, sino que se asigna al “ser”
(la orientación sexual) o al origen (cultural o étnico) de las personas,
especialmente si esos orígenes son extra–occidentales. La moral
victimaria funciona al unísono con la mitología del “Otro”: la que se
encarna en el “musulmán”, en el “sin papeles”, en el refugiado, en el
recluido en un campo de concentración. Conviene no perder de vista las
implicaciones políticas de todo ello, su función de blindaje del
conformismo ideológico. Como señala Daniele Giglioli “so pretexto de una
moral universal de bajo coste y alta rentabilidad – al no ser
problemática – el credo humanitario es más bien una técnica, un conjunto
de dispositivos que disciplinan el tratamiento de las palabras, de
imágenes sabiamente articuladas en iconos y glosas, de reacciones
emotivas impuestas a los espectadores, una estetización kitsch, un
sensacionalismo reductivo, una naturalización victimista de poblaciones
enteras”.[11]
Se trata también de una cuestión de representación y
puesta en escena. Es innegable –señala Myriam Revault d’Allonnes – “la
relación íntima entre lo compasivo, lo espectacular y el
espectáculo”.[12] La moral victimaria se aviene a la perfección con el
funcionamiento de los medios. No en vano “el tono moral, grandilocuente,
de la ética posmodernista proporciona al periodista una cátedra de
profeta imprecador, muy teatral, que ha transformado el discurso de los
media en un discurso de denuncia permanente, de revelación pública de
las taras de unos y de otros” (Shmuel Trigano).[13] Como instrumento de
poder – o de política/espectáculo – el enfoque victimario es
especialmente eficaz en su aplicación a las relaciones exteriores. “Es
evidente – continúa Giglioli – que lo humanitario ha suministrado la
primera fuente de legitimidad a casi todas las últimas guerras, de
Somalia a la antigua Yugoslavia, de Afganistán a Irak, superponiendo a
la imagen esplendente del guerrero las figuras más tranquilizadoras del
policía, el médico o el tendero de la esquina”. [14] Quien está con la
víctima – o quien habla en nombre de ella – siempre tiene razón.
Victimismo y deconstrucción de la democracia
Nuestra tesis es que la ideología victimaria, a pesar de
su engañosa apariencia, se inscribe plenamente en la dinámica
neoliberal. ¿Cómo se efectúa ese encaje?
Como bien sabemos, el neoliberalismo se sostiene sobre una
ontología individualista: la del hombre como empresario de sí mismo. En
ese contexto las identidades, lejos de remitirse a determinaciones
fijas – la nación, la raza, la familia, la iglesia, el partido político –
se ven sometidas a un estado de reconstrucción permanente, con el
objetivo de amoldarse a un patrón de optimización individual: el propio
de una sociedad competitiva al máximo. La nueva cultura del capitalismo
se fundamenta en eso que Boltanski y Chapiello llamaban las
“identidades–proyecto”: identidades personalizadas, fluidas y
cambiantes, adaptadas a una lógica de redes. La libertad de elegir se
manifiesta también en el derecho a construir la propia subjetividad. En
ese contexto el neoliberalismo no sólo privatiza los servicios públicos,
sino que privatiza también las identidades. Es ahí donde interviene la
dinámica victimista.
El victimismo es una fábrica de identidades
particularizadas, sectoriales, escindidas de las determinaciones
colectivas que, ésas sí, contienen una auténtica dimensión política. Al
promover un ego hipersensible que reclama su derecho al lloriqueo, a la
felicidad y al respeto de sus sentimientos, la ideología victimista
refuerza a los poderosos, consuela a los subalternos y, a un nivel más
general, cumple la función de despolitizar el espacio público.[15] La
democracia se reconduce así a una política de la empatía y del buen
rollito, se rebaja a los cambios de humor de una ciudadanía cada vez más
infantilizada. “La invasión de lo político por lo compasivo – escribe
Alain de Benoist – es correlativa a la inundación de la esfera pública
por lo privado. La generalización de los buenos sentimientos acompaña y
agrava el repliegue del hombre sobre su esfera privada. La vida política
bascula así hacia una “sociedad civil” llamada a participar en la
“gobernanza”, por unas “reivindicaciones sociales” que no tienen ya la
menor relación con el ejercicio político de la ciudadanía”.[16] La
palabra clave es “gobernanza”.
La promoción de la víctima forma parte de esa
transformación de la idea y la práctica de la democracia a la que
aludíamos anteriormente. La retórica sobre el “empoderamiento” de los
diversos colectivos, la insistencia en “espacios de autonomía” para las
minorías oprimidas, las exigencias de “inclusión”, de participación y de
comunicación… todo ello se inserta en la muy neoliberal idea de “buena
gobernanza”. Ésta viene básicamente a decir que la democracia no está ya
en función de las consultas populares y de la voluntad de la mayoría,
sino del respeto a unas reglas procedimentales de gestión y arbitraje de
intereses dispersos. Lo político se disuelve en lo administrativo
(management) y lo público se diluye en lo privado. No en vano el mundo
de la gobernanza es aquél que instituye la primacía de los jueces, de
las formas no electorales de participación, de la llamada “sociedad
civil” (ONGs): una forma de despotismo ilustrado. En esa tesitura el
“pueblo” es siempre sospechoso. Por eso es mejor deconstruirlo.[17]
La ideología victimista es un instrumento de
deconstrucción de las naciones; de “fluidificación” de las mismas en
amalgamas de proyectos particulares, de grupos de interés, de
“comunidades” de diversa procedencia (la llamada “diversidad”) unidas
solamente por vínculos contractuales y por un marco legal común
garantizado por los jueces. No en vano, vivimos en la edad de oro de los
jueces–estrella y de los Tribunales internacionales. Objetivo último:
colocar a las naciones en una situación en la que pueden ser
reconstruidas, sobre la base de normas importadas y de regulaciones
exógenas, de forma que se pueda tomar el control de ellas desde el
exterior.[18]
Que todo cambie, para que todo siga igual
La izquierda posmoderna es la principal impulsora del
concepto enfático del “Otro”. El Otro es un tótem con dos cabezas: “la
multitud” (proyección de una humanidad indiferenciada) y “las minorías”
(necesariamente víctimizadas). Esta doble tenaza tiene como finalidad
favorecer el mundialismo y afianzar la gobernanza neoliberal.[19]
Decíamos que el posmodernismo es una filosofía de la
fragmentación, de la singularidad, de la individualidad. Lo que equivale
a decir: de las multitudes y de “la gente”. Al fin y al cabo, la gente
(y aquí reside su diferencia con el pueblo) no deja de ser un mero
agregado de individuos, mientras que la noción de multitud –señala
Maxime Ouellet– responde a una ontología individualista que define al
ser por sus deseos.[20] Por eso Michel Foucault y Toni Negri – el
teórico de las “multitudes” como sujeto global del poscapitalismo – se
dan la mano como santones del neoliberalismo de izquierda. La ideología
posmodernista cumple una función histórica: la de oxigenar el
capitalismo, la de acompañarlo en sus mutaciones, la de aportar
renovadas vías de legitimación a la gobernanza neoliberal. En esa
tesitura, la ideología participa en una dinámica de poder en tres
niveles: la izquierda posmoderna se ocupa de la gestión de los “usos y
costumbres”, los liberales “hayekianos” se ocupan de la gestión de la
economía, y la socialdemocracia de “tercera vía” se encarga de la
gestión política. Los tres niveles (cultural, económico y político)
conforman el “bloque hegemónico” que – como sintetiza a la perfección
Maxime Ouellet– componen la gobernanza del neoliberalismo.[21]
No sería justo decir que las reivindicaciones sectoriales y
la agitación de las minorías carecen totalmente de dimensión política.
La conversión de las cuestiones comunes en cuestiones particulares es,
efectivamente, un factor de despolitización, pero sólo dentro del orden
neoliberal. Pero cuando ese orden se ve amenazado desde fuera – o cuando
sufre sobresaltos que entorpecen su hoja de ruta – las minorías asumen,
con disciplinada coreografía, el papel de fuerza cipaya al servicio de
la oligarquía mundialista. ¿Ejemplos? La utilización de las minorías
LGTB en el agit–prop frente a regímenes incómodos para occidente (como
la Rusia de Putin) o la movilización masiva del movimiento feminista
frente a la presidencia de Trump (con el bombo mediático del show
business internacional) son dos episodios suficientemente elocuentes. En
todos estos casos, la izquierda posmoderna tocará a rebato contra las
fuerzas “reaccionarias” y acudirá en auxilio de las causas
“progresistas”, es decir, de todas aquellas que son promovidas por la
superclase transnacional globalizada. La ideología victimista es, en
este sentido, una fuerza de orden.
Las nuevas damas de la caridad
La víctima inspira compasión. Pero ¿hay algo
más reaccionario que la caridad, entendida no como virtud privada sino
como forma instituyente de lo social? En los tiempos pre–posmodernos se
contraponía la caridad a la justicia. La idea de fondo era que, cuando
la política se desliza por la rampa de lo compasivo (o de lo caritativo)
estamos eludiendo acometer los problemas de fondo. Pero hoy corren
otros vientos, en los que caridad y justicia van a la par. Junto al
“hombre que padece”, el neoliberalismo promueve a cierto tipo de hombre
de acción: el empresario solidario. Es la hora del comercio justo, de
los especuladores–filántropos, de las banqueras feministas, del charity
business. La izquierda posmoderna se integra en el cortejo de los buenos
sentimientos y aporta sus propios arquetipos: el activista
comprometido, la vieja estrella del rock solidaria, las oenegés como
nuevas damas de la caridad… figuras todas ellas que se inscriben en eso
que Myriam Revault d’Allonnes denomina “democracia compasional” y que no
es más que “una democracia adulterada, desde el momento en que la moral
compasiva es un sustituto débil y desviado de lo que Max Weber llamaba
la “ética de la convicción”, que se desprendía de la fidelidad a una
exigencia incondicional: el deber, el ideal, la religión, la grandeza de
una causa, etcétera”.[22] Es decir, de todo aquello que la
posmodernidad ha venido a barrer…
La ideología victimista es conservadora. Con la excusa del
apoyo a una liberación de las minorías discriminadas, las políticas
neoliberales salen indemnes de sus (socialmente) costosos procesos de
ajuste. La promoción de las víctimas puede así calificarse – en palabras
de Daniele Gigliogi – como “una subalternidad que perpetúa el
dominio”.[23] O dicho a la manera de Lampedusa: que todo cambie para que
todo siga igual. La izquierda posmoderna se revela, en este sentido,
como la mejor lectora de El Gatopardo.
Un lenguaje tan antiguo como el hombre
La izquierda posmoderna es la sacerdotisa de la culpa y de
la expiación, la expedidora de certificados de moralidad y decencia.
Una izquierda al gusto del día, mitad hípster/mitad Savonarola,
instalada en la indignación virtuosa y en el onanismo de la buena
conciencia. Allí donde el viejo marxismo se distinguía por el equilibrio
formal y la frialdad de análisis– léase a Marx, a Lukacs, a Gramsci –,
los sucesores de la French Theory y los studies americanos, carentes del
talento de sus maestros posmodernos, se desgañitan en gesticulaciones
humanitarias. No es extraño que el tremendismo sentimental se haya
apropiado del discurso de izquierdas; un registro lacrimógeno destinado a
afianzar el carácter moralmente irrebatible de sus argumentos. ¡La
superioridad moral de la izquierda!
Las sirenas de la biempensancia ululan por doquier. Los
indignados, las víctimas, los vigilantes de la moral, los Torquemadas de
la corrección política, las jaurías incendiarias de las redes sociales…
¿no hablan todos ellos un mismo lenguaje? Un lenguaje tan antiguo como
el hombre…
“¡Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza
y rencor! ¡Aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables!
¡Cuánta mendacidad para no reconocer que el odio es odio! ¡Qué derroche
de grandes palabras y actitudes afectadas, que arte de la difamación
justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota
de sus labios! (…) ¿Qué quieren propiamente? Representar al menos la
justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad…”
“Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches
vivientes, cual advertencias dirigidas a nosotros – como si la buena
constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran
en sí ya cosas viciosas, cosas que haya que expiar alguna vez: ¡cómo
ellos mismos están en el fondo dispuestos a hacer expiar, como están
ansiosos de ser verdugos! Entre ellos hay a montones los vengativos
disfrazados de jueces, que constantemente llevan en su boca la palabra
justicia como una baba venenosa…” [24]
Estas palabras de Nietzsche parecen escritas para nuestra
época. Describen la eterna canción del resentimiento. Su caudal y su
lenguaje durarán tanto como dure el hombre.
El genio del neoliberalismo – su gran inteligencia
estratégica – consiste en poner a su servicio – en instrumentalizar –
las debilidades y las pulsiones más elementales del ser humano. Su
habilidad para borrar las pistas es infinita. Pero si a pesar de todo
conseguimos seguirlas, podremos rastrear – bajo las caretas de la
“Justicia”, de “la Víctima” y del “Otro” – las metamorfosis del Poder.
Arrancarle las caretas es un acto de liberación.
Notas:
[1] Jean Raspail, “Big Other”. Prefacio a la edición 2011 de Le Camp des Saints. Robert Laffon 2011, pp. 24 y 31.
[2] Corrientes contemporáneas como los “lacanianos de
izquierda” o la obsesión por patologizar como “fobias” las actitudes que
no se ajustan a la moral oficial (“homofobia”, “xenofobia”, etcétera)
son derivaciones muy posteriores de estos enfoques de la Escuela de
Frankfurt.
[3] El teórico de la Escuela de Frankfurt Max Horkheimer
es un ejemplo claro del tratamiento cuasi–religioso de la figura del
Otro. Para este autor “cada uno de nosotros tiene un deseo natural por
la eternidad, la belleza, la trascendencia, la salvación, Dios – lo que
Horkheimer denomina el anhelo por lo totalmente Otro. Ese anhelo no hace
promesas, no se remite a un ritual ni a una iglesia, pero nos
suministra los fundamentos para resistir a la sociedad totalmente
administrada y afirmar nuestra individualidad. El anhelo por lo
totalmente Otro no tiene nada en común con la religión organizada. Sin
embargo, su confianza y su capacidad de negación incorporan la esperanza
por el paraíso y la habilidad para afirmar la propia
individualidad”. (Stephen Eric Bronner, Critical Theory. A very short
Introduction. Oxford University Press 2011, pp. 92–93.
[4] Sobre el tema de los “espacios seguros” y la
conversión de las universidades en algo parecido a centros terapéuticos,
el libro del profesor de la Universidad de Kent, Frank Furedi: Qué le
está pasando a la Universidad: Un análisis sociológico de su
infantilización. Editorial Narcea, 2018.
[5] Citado en Daniele Giglioli, Crítica de la víctima. Herder 2017, p. 12.
[6] Francois Bousquet, “L’idéologie Big Other: les autres
avant les nôtres”. Intervención en el coloquio del “Instituto Iliade”,
en París 2016 (disponible en Youtube).
[7] Daniele Giglioli, Obra citada, p. 91.
[8] Jean–Loup Amselle, “Michel Foucault et la
spiritualisation de la philosophie”. En: Critiquer Foucaul. Les années
1980 et la tentation néoliberale. Ouvrage collectif dirigé par Daniel
Zamora. Éditions Aden 2014, p. 174.
[9] En Guatemala, la Tierra en su globalidad tiene
derechos “constitucionales”. El Presidente de Bolivia, Evo Morales,
promueve el reconocimiento de los derechos de la Tierra sobre el
precedente de los derechos del hombre. (Shmuel Trigano, La nouvelle
idéologie dominante. Le post–modernisme. Hermann Philosophie 2012.
[10] Daniele Giglioli, Obra citada, p. 89.
[11] Daniele Giglioli, Obra citada, pp. 20–21.
[12] Myriam Revault d’Allonnes, L’homme compassionnel. Seuil 2008, p. 11.
[13] Shmuel Trigano, La nouvelle idéologie dominante. Le post–modernisme. Éditions Hermann 2012, p. 103.
[14] Daniele Giglioli, Obra citada, pp. 20–21. En su
admirable deconstrucción de la ideología victimista, Daniele Giglioli se
refiere a lo que Lacan llamaba “el discurso del Patrón”. “La palabra de
la víctima, absoluta por incensurable, es el disfraz más astuto de lo
que Lacan llamaba “el discurso del Patrón”: un discurso que, sobre la
base de una norma fundada sólo en sí misma, pero suplementada por el
derecho al resarcimiento de que la víctima goza, impone el tono de
réplica, fija el contexto, dicta los términos de la confrontación y
prohíbe que se cambien por el (supuesto) bien del interlocutor. El
Patrón – ha escrito Slavoj Zizek comentando a Lacan – “es el que recibe
dones de manera tal que, quien da, perciba la aceptación de su propio
don como un premio”. No se trata, pues, de un “sé bueno y dame la
razón”, sino más bien de un “dame la razón y serás bueno””. Obra
citada, p. 32.
[15] “Al expresar cada uno sus dolencias personales –
escribe Revault d’Allonnes– el espacio público ya no es el lugar donde
la atención de los ciudadanos se moviliza alrededor de los problemas
esenciales para la comunidad. Por el contrario, éste se convierte en el
lugar donde se adicionan las experiencias singulares y donde triunfa el
individualismo de masa”. Myriam Revault d’Allonnes, Obra citada, p. 40.
[16] Alain de Benoist, Les démons du Bien. Pierre Guillaume de Roux 2013, p. 29.
Esta despolitización general del espacio público es perfectamente
compatible con el “todo es política” y la “politización de lo cotidiano”
defendida por la izquierda posmoderna, según la lógica elemental de
que cuando la política está en todas partes, no está en ninguna.
[17] Como señala el politólogo Peter Mair: “la literatura
actual sobre “buena gobernanza” – dirigida a los países en desarrollo–
parece implicar que existe una fórmula disponible: ONGs+ jueces=
democracia. Mientras que el énfasis en la “sociedad civil” es aceptable y
la confianza en los procedimientos legales es indispensable, las
elecciones en sí no son algo indispensable”. Peter Mair: Ruling the
void. The hollowing of western democracy. Verso 2013, p. 11.
[18] La ideología victimista permite provocar “conflictos
triangulares” entre actores sociales dentro del sistema (que se acusan
mutuamente de “verdugos”), de forma que siempre se podrá recurrir a una
intervención exterior salvadora, ya sea de un Tribunal internacional, a
través de sanciones económicas o, en los casos más extremos, con una
acción militar “humanitaria”. Son ejemplos paradigmáticos de la
“estrategia del caos”.
[19] Argumento desarrollado por el filósofo francés Shmuel
Trigano en su libro: La nouvelle idéologie dominante. Le
post–modernisme (Hermann Éditeurs 2012) pp. 48–51. Una de las mejores
síntesis existentes sobre los dogmas ideológicos de nuestro tiempo.
[20] Maxime Ouelllet, Obra citada, p. 142.
[21] Maxime Ouellet, Obra citada, p. 256.
[22] Myriam Revault d’Allonnes, L’homme compassionnel. Seuil 2008, pp. 99 y siguientes.
[23] Daniele Giglioli, Obra citada, pp. 109 y 113.
[24] Friedrich Nietzsche. La Genealogía de la moral. Un
escrito polémico. (Traducción de Andrés Sánchez Pascual) Alianza
editorial 1983, p. 142–143.