domingo, 12 de mayo de 2019
EL VERO ROSTRO DE
Un revisionista notable, Federico Ibarguren, decía que “la
vera imagen de la Patria, el Ser Nacional argentino, reconoce su origen
en el catolicismo español de la contrarreforma religiosa”[1].
Y no se equivocaba. Basta con remontarnos a nuestros orígenes
históricos, a los siglos XVI y XVII, es decir a la etapa en la que
comenzamos a nacer como nación, para comprobar que esto es así. En
efecto, son los valores del
catolicismo y la cosmovisión de la hispanidad, con su visión
trascendente de la vida terrena, los que están en la esencia y en las
bases de nuestra identidad nacional.
Hoy
sin embargo, considerando la espantosa decadencia moral y el ataque
permanente al que se ven sometidos todos los fundamentos de nuestra
nacionalidad; nuestras costumbres, cultura, religión, etc., resulta
claro que esta Argentina actual no tiene nada que ver con aquella patria
que heredamos de nuestros antepasados, aquella nación digna que podía reivindicar para sí ser la hija legitima de un imperio civilizador que había conquistado y evangelizado medio orbe.
Sin
lugar a dudas la Argentina de hoy seria irreconocible para quienes la
forjaron. A lo largo de su devenir histórico se le fue imponiendo de
forma paulatina una tradición contraria a los principios que le dieron
el Ser; de tal modo que su vero rostro se desfiguró completamente, su
identidad verdadera fue adulterada, y ello no sucedió por casualidad.
En
efecto, el secular proceso de demolición de nuestra identidad nacional
tiene un sujeto activo que fue su inspirador y su gestor; y que no es
otro que el liberalismo. Ese error monstruoso, con su falso concepto de
libertad, ha sido la perdición no solo de nuestra patria sino de todas
las naciones cristianas que otrora configuraron la Cristiandad.
Por eso,
la clave para entender el drama que signa toda la historia argentina
estriba en tener presente la pugna que se dio entre su tradición
hispano-católica, que daba primacía a las realizaciones espirituales; y
la tradición liberal, extranjerizante y materialista, que es su
antítesis.
Cabe
aclarar que esta última tradición –es menester reconocerlo-, al igual
que la primera, también nos vino de nuestra Madre Patria. Porque si bien
la Argentina se fundó bajo el signo de la cruz y la espada, durante el apogeo de la cristiandad hispánica; sin embargo el
plexo de valores de esa tradición fundacional comenzó a ser negado
tempranamente con las ideas del despotismo ilustrado, racionalista,
secularista y afrancesado, que en el siglo XVIII nos llegó desde España,
gobernada a las sazón por la dinastía borbónica.
Fue entonces, durante ese periodo en el que reinaron los monarcas de la Casa de los
Borbones, que se introdujeron en España las ideas de la Ilustración;
con su culto a la razón y su desprecio por la religión; con su dogma del
Progreso Indefinido y su antropocentrismo prometeico. Y esas ideas, que
luego en Francia serian el disparador de la endemoniada Revolución de
1789; en España serán el germen de la ruina y la destrucción del Imperio
hispano-católico. Ello sobre todo durante el reinado de Carlos III; un
rey que se rodeó de ministros masones (Floridablanca, el conde de
Aranda, Campomanes, etc) y que bajo esa influencia dispuso la expulsión
de los padres de la Compañía de Jesús; una orden religiosa que había
planteado una férrea oposición a las ideas de la Ilustración.
Ciertamente, fueron los jesuitas quienes, ante el avance del movimiento ilustrado, con más ardor defendieron la ortodoxia católica;
y es por ello que los “Hombres de las Luces” trataron por todos los
medios de neutralizarlos. Lo confiesa Voltaire en una carta a
Helveticus, en la que decía: “cuando hayamos eliminado a los jesuitas habremos dado un gran paso adelante en nuestra lucha contra lo que detestamos”. Se refiere Voltaire, obviamente, a la Iglesia Católica.
Así
pues, sacados del medio los padres de la Compañía de Jesús el gran paso
que ansiaban dar los ilustrados fue dado, y con ello la difusión de los
ideales del Iluminismo quedó asegurada. A partir de entonces los días
del Imperio Hispanoamericano estaban contados.
En
América, la formidable labor civilizadora y evangelizadora que
desarrolló la Compañía es larga de enumerar. Sus misiones incluso
jugaron un papel vital en la defensa de las fronteras del Imperio ante
el avance portugués. Sus
colegios y universidades fueron centros de enorme difusión cultural; en
ellos se enseñaron las ideas filosóficas- políticas del padre Francisco
Suarez, doctrina universalmente aceptada entre los católicos de
entonces, que se oponía al absolutismo y al despotismo ilustrado.
Menéndez Pelayo,
en su Historia de los heterodoxos españoles, dirá que la expulsión de
los jesuitas contribuyó indudablemente a acelerar la pérdida de las
colonias americanas. En efecto, no hay dudas que tan impopular medida
desprestigió gravemente a la autoridad española entre los criollos
americanos y dejó un vacío casi imposible de llenar.
De
todos modos los principios de la escolástica que estos enseñaron
(especialmente la teoría suareciana de la retroversión del poder)
calaron hondo en la inteligencia de los criollos, de tal forma que
fueron esos los presupuestos filosóficos a los que se apeló durante las
jornadas de Mayo de 1810; cuando desaparecida toda autoridad legítima en
España los americanos se vieron obligados a dotarse de un gobierno
propio. Por supuesto que ello amén de que la propia legislación española
(.las Partidas de Alfonso el Sabio) preveía que esto fuera así; es
decir que ante la muerte o ausencia del rey, sin que este haya dejado un
regente, la soberanía se revirtiera en los pueblos.
Lamentablemente, luego
de establecido el primer gobierno patrio surgió entre sus miembros dos
tendencias claramente diferenciadas y enfrentadas. Por un lado una
tendencia católica, sinceramente monárquica e hispanista; encabezada o
representada por el jefe del Regimiento de Patricios, Cornelio Saavedra.
Y por el otro lado, una tendencia influenciada por las ideas de los
filósofos de las luces, liberal y jacobina, cuyos principales exponentes
fueron Mariano Moreno, Juan José Castelli y Bernardo Monteagudo.
Y
aunque en esa primigenia etapa del proceso independentista los primeros
gobiernos patrios aun hacían una expresa profesión de Fe católica, muy
pronto emergieron los primeros intentos de apostasía social con la
política irreligiosa de Martin Rodríguez y su nefasto ministro
Bernardino Rivadavia. Pero los cimientos de la argentinidad aún estaban
firmes, y contra dicha política impía se alzaron –lanza en mano- las
mesnadas criollas conducidas por el caudillo riojano Facundo Quiroga
bajo el estandarte medieval de “Religión o muerte”.
Esa
confrontación de índole religioso signa todas las luchas entre
unitarios y federales. De modo pues que se equivocan quienes ven en
ellas un mero conflicto político o económico, una lucha entre la
burguesía portuaria y los caudillos del interior, o entre la oligarquía
ganadera y los sectores populares (como lo hacen los revisionistas de
izquierda, clasistas o populistas). En realidad, a ambos bandos lo que
en el fondo los dividía eran razones culturales y religiosas. Lo que
estaba en pugna entonces eran dos diferentes cosmovisiones y dos formas
distintas de entender a la patria. Por un lado estaban quienes,
sintiéndose orgullosos de su cultura y religión, concebían a la Patria
como un legado al que había que conservar y defender; y por el otro
estaban aquellos que repudiaban todo lo que fuera autóctono, criollo, e
hispano-católico, y que para imponerse no tenían ningún escrúpulo en
unirse al enemigo extranjero.
Es
por ello que mientras los caudillos federales pudieron contrarrestar la
impiedad y la traición de unitarios y logistas, nuestra verdadera
tradición histórica se mantuvo de pie y vigente; las cosas cambiarían a
partir de la caída de Juan Manuel de Rosas.
Rosas
no fue solamente un dictador patriota que salvaguardó la unidad
nacional y defendió la soberanía; tampoco fue un simple caudillo federal
que respetó las autonomías provinciales y protegió las incipientes
industrias del interior; fue mucho más que todo eso, fue un verdadero
príncipe católico, un gobernante arquetípico que mantuvo vigente en
nuestra patria el orden social cristiano heredado, el régimen de la
Cristiandad hispánica. Durante su gobierno se puede afirmar sin temor a
exagerar que la filosofía del Evangelio presidió todas las acciones de
la autoridad política.
Prueba
de ello es su famosa Proclama del 13 de abril de 1835 (efectuada al
momento de asumir como gobernador por segunda vez) en la que dijo: “Ninguno
de vosotros desconoce el cúmulo de males que agobia a nuestra amada
patria, y su verdadero origen. Ninguno ignora que una fracción numerosa
de hombres corrompidos, haciendo alarde de su impiedad, de su avaricia, y
de su infidelidad, y poniéndose en guerra abierta con la religión, la
honestidad y la buena fe, ha introducido por todas partes el desorden y
la inmoralidad; ha
desvirtuado las leyes, y hécholas insuficientes para nuestro bienestar;
ha generalizado los crímenes y garantido su impunidad; ha devorado la
hacienda pública y destruido las fortunas particulares; ha hecho
desaparecer la confianza necesaria en las relaciones sociales, y
obstruido los medios honestos de adquisición; en una palabra, ha
disuelto la sociedad y presentado en triunfo la alevosía y perfidia. La
experiencia de todos los siglos nos enseña que el remedio de estos males
no puede sujetarse a formas, y que su aplicación debe ser pronta y
expedita y tan acomodada a las circunstancias del momento. Habitantes
todos de la ciudad y campaña: la Divina Providencia nos ha puesto en
esta terrible situación para probar nuestra virtud y constancia;
resolvámonos pues a combatir con denuedo a esos malvados que han puesto
en confusión nuestra tierra; persigamos de muerte al impío, al sacrílego,
al ladrón, al homicida, y sobre todo, al pérfido y traidor que tenga la
osadía de burlarse de nuestra buena fe. Que de esta raza de monstruos
no quede uno entre nosotros, y que su persecución sea tan tenaz y
vigorosa que sirva de terror y espanto a los demás que puedan venir en
adelante. No os arredre ninguna clase de peligros, ni el temor a errar
en los medios que adoptemos para perseguirlos. La causa que vamos a defender es la de la Religión,
la de la justicia y del orden público; es la causa recomendada por el
Todopoderoso. Él dirigirá nuestros pasos y con su especial protección
nuestro triunfo será seguro.”
El
verdadero Rosas esta retratado en esta proclama que demuestra la
importancia que el Restaurador le daba a la religión como fundamento del
orden social. Como dice Antonio Caponnetto: “el Caudillo concibió a la Patria como un eco posible de la Civilización Cristiana”[2];
y contra esa idea tradicional de la Patria, se levantaron los unitarios
y los representantes autóctonos del liberalismo; de tal modo que la
continuidad histórica de la Argentina real y verdadera se truncó
definitivamente cuando en 1852 en los campos de Caseros una
coalición internacional al mando del Gral. Justo José de Urquiza,
derrocó a Rosas y le abrió las puertas a la Republica liberal, masónica y
laicista.
El
primer paso en ese sentido fue el dictado en el año 1853 de una
Constitución Nacional informada por los principios filosóficos del
iluminismo racionalista y del liberalismo,
cuyos pocos preceptos de tónica cristiana –como dijo el notable
constitucionalista Arturo E. Sampay- fueron decisiones políticas de
índole transaccional atento a que casi la totalidad de la población
argentina profesaba en ese momento la religión católica[3].
Pero
esa población católica, expresión viviente de la tradición fundacional,
estaba en la mira de los liberales. Juan Bautista Alberdi, el
inspirador de la Constitución, dirá categóricamente en el Capítulo XV de
su obra Bases y puntos de partida para la organización política de la
República Argentina: “Queremos
plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa,
la laboriosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos…” Agregando, en el capítulo XXX: “Necesitamos
cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles
para ella… La Constitución debe ser hecha para poblar el suelo solitario
del país de nuevos habitantes, y para alterar y modificar la condición
de la población actual.”
Esa
Constitución, pergeñada por Alberdi y los liberales, será la
herramienta jurídica que una sucesión de presidentes masones utilizaría
para cambiar la fisonomía y la esencia de la nación argentina;
implantando a sangre y fuego los “beneficios” del liberalismo y de la
“civilización”. Por ello el profesor Jordan Bruno Genta enseñaba que: “…las Bases de Alberdi postulan el cambio del Ser Nacional como condición imprescindible para la civilización y el progreso de
la Nación. La organización constitucional debe hacerse para asegurar la
ruptura y el desprendimiento con el pasado histórico.”[4]
Lamentablemente,
todos los intentos de resistir y frenar ese proyecto centralista y
liberal, como los levantamientos de las montoneras gauchas del Chacho
Peñaloza y de Felipe Varela, fueron uno a uno salvajemente aplastados
por los ejércitos mitristas.
En
efecto, después de la batalla de Caseros, y sobre todo después de
Pavon, los “hombres de las luces”, los “civilizados”, sembraron el
terror en el país y cometieron una larga lista de crímenes políticos y
de matanzas cuyo objetivo último no era otro que terminar con la
Argentina tradicional. Así, en 1856 Mitre hizo fusilar al Gral. Jerónimo
Costa junto a 126 de sus oficiales y suboficiales, estando rendidos y
sin ningún tipo de proceso legal; Venancio Flores en 1861 perpetró la
misma salvajada en Cañada de Gómez, degollando a unos 400 federales
rendidos; igual destino corrieron los gauchos del Chacho Peñaloza, y el
propio Chacho, cruelmente asesinado; por citar algunos casos
emblemáticos.
Uno
de los responsables de esa política criminal fue Domingo Faustino
Sarmiento; este en su famosa carta a Bartolomé Mitre del 20 de
septiembre de 1861, le decía: “No
trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso
hacer útil al país. La sangre de esa chusma criolla incivil, bárbara y
ruda es lo único que tienen de seres humanos”; demostrando así el
odio y el desprecio que la nueva clase gobernante le tenía al exponente
típico de la argentinidad, al gaucho.
La
idea fuerza de ese liberalismo triunfante, difundido por Alberdi y el
masón Sarmiento; y llevado a la práctica por la llamada Generación del
80, quedó resumido de manera tajante en la formula sarmientina
“Civilización y Barbarie”. Esa dicotomía expresaba perfectamente el
rechazo absoluto por nuestra tradición primigenia, y el desprecio impío
de nuestra cosmovisión hispano-católica, que el liberalismo planteaba,
pues según ella “Civilización” venía a ser todo lo europeo y “Bárbaro”
todo lo nuestro.[5]
Otro
hito fundamental para la imposición de la tradición iluminista,
liberal, masónica y laicista que falsificó nuestra identidad nacional
fue la sanción en el año 1884, durante el gobierno del Gral Julio A. Roca, de la Ley 1420 que estableció la educación laica en las escuelas.
En
efecto, los liberales de la Generación del 80 consideraban
imprescindible para la consolidación de una sociedad materialista,
orientada e imbuida por la filosofía positivista, la eliminación de la
enseñanza católica en las escuelas. Con ese fin es que llevaron adelante
su política educativa, y en esto coincidían plenamente con los
objetivos de la Masonería que ansiaba expulsar a Cristo de las aulas
como una forma de ir eliminando toda influencia del catolicismo en la
sociedad.
Enrique Diaz Araujo dice sobre estos hombres que: “su
ideal indiscutido era el progreso material, agnósticos o ateos en
religión, optaron legislativamente por el laicismo anticlerical…”[6]
Concurrentemente
con el establecimiento de la educación laica, los liberales se dieron
también a otra tarea fundamental para imponer sus ideas, la de
falsificar nuestra historia.
Esa versión amañada de nuestro pasado, que comenzó con las obras de
Bartolome Mitre y Vicente Fidel Lopez, se convirtió en la Historia
Oficial de la Argentina y cualquier disenso con ella fue duramente
anatemizado. Generaciones de argentinos fueron educados pues con esta
historia falsificada que se escribió no para transmitir y recrear una
cultura propia sino para copiar la ajena; y por supuesto, para
justificar en definitiva toda la acción política de la oligarquía
gobernante.
Contra
esa historia oficial liberal, pero paradojalmente dogmática, se alzó la
escuela revisionista, con exponentes como Alberto Ezcurra Medrano,
Federico Ibarguren, Julio Irazusta, Vicente Sierra, Manuel Galvez y
Ernesto Palacio, entre otros. Esta corriente historiográfica al
desmontar la interpretación liberal de nuestra historia, develando sus
ocultamientos y exponiendo sus mentiras, no solo recuperó la verdad
histórica sino que mostró el verdadero rostro de la Patria. Como dice
Antonio Caponnetto: “El
revisionismo original procuró, mediante la rectificación de los errores a
designios, el redescubrimiento y la consiguiente revalorización de
nuestra estirpe hispano-católica”[7].
Esa
tarea –que los primeros revisionistas cumplieron con creces- hoy
lamentablemente se encuentra interrumpida ya que aquel revisionismo
originario y verdadero prácticamente ha desaparecido. Su presencia es
totalmente inadvertida y son muy pocos sus exponentes.
Lo
que se publicita en su lugar es una adulteración del mismo, un
neo-revisionismo ecléctico y acomodaticio, inspirado en historiadores
seudo-revisionistas, izquierdistas y populistas, como Hernandez Arregui,
Eduardo Astesano y Fermin Chavez, que se infiltraron en el auténtico
revisionismo e introdujeron en él un análisis dialectico, clasista y
materialista. Estos neo-revisionistas que hoy usufructan el prestigio de
la vieja escuela revisionista, coinciden en el fondo con los
historiadores académicos y profesionales, sean estos liberales,
marxistas o sincretistas de toda laya, en su cosmovisión historicista,
inmanentista y relativista[8]. Es por eso que todos ellos escamotean la verdad sobre nuestro Ser Nacional y rechazan nuestra tradición hispano-católica.
En este estado de cosas lo que se impone a todo historiador, que quiera prestar un servicio a la patria, es revivir y recrear al auténtico revisionismo.
Tomar las enseñanzas de los primeros maestros y encarar nuevos estudios
que saquen a la luz nuevamente nuestra verdadera tradición histórica.
Solo así podremos recuperar nuestra identidad nacional y encontrar las
fuerzas para resistir y reconquistar la Argentina real. Nuestro destino
como nación depende de ello.
Edgardo Atilio Moreno
[1] Ibarguren, Federico. Nuestro Ser Nacional en peligro. Bs. As. Ed Vieja Guardia. 1987, pag 12
[2] Caponnetto, Antonio. Notas sobre Juan Manuel de Rosas. Bs As., Ed Katejon, 2013, pag 31
[3] Sampay, Arturo Enrique. La filosofía del Iluminismo y la Constitución argentina de 1853. Revista Verbo N° 303, pag. 43
[4] Genta, Jordan Bruno. Jordan B. Genta. Bs As. 1976. Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino. pag 385.
[5] Por
otra parte dicho planteamiento también traía consigo, como conclusión
forzada, un sentimiento de inferioridad y un descreimiento en nuestras
capacidades para forjarnos un destino independiente; lo cual llevaría a
que de la mano de la pregonada “Civilización”
se impusiera en lo económico la teoría del librecambio y de la división
internacional del trabajo que subordinó nuestro destino a los intereses
extranjeros y convirtió al Estado en un agente de los mismos.
[6] Diaz Araujo, Enrique. Aquello que se llamó la Argentina. Ed. El Testigo. Mendoza. 2002. Pag. 51
[7] Caponnetto, Antonio. La polémica sobre Rosas. Revista Verbo N° 297, pag. 87
[8] Al respecto ver Caponnetto; Antonio. Los críticos del revisionismo histórico. Tomo 3