Cambiar de pueblo 
Cuando en 1953 los tanques soviéticos aplastaban las revueltas populares en Berlín, el poeta Bertolt Brecht escribía lo siguiente: “el pueblo ha perdido la confianza del gobierno, lo más sencillo es que el gobierno disuelva al pueblo y elija uno nuevo”. La boutade de Brecht se hizo famosa, pero nadie pensaba que en realidad era una profecía.
En el año 2015 un universitario francés, Eric Fassin – investigador en teoría de género y próximo al partido socialista– proponía una hoja de ruta para lo que denominaba  “una izquierda digna de ese nombre”. Objetivo declarado: cambiar de pueblo (“changer de peuple”); el primer paso para ello: otorgar el derecho de voto a los extranjeros. Por lo visto, había que esperar a la izquierda del siglo XXI para que la ocurrencia de Brecht fuera seriamente defendida, considerada y aplaudida. Y no sólo por la izquierda.[1]


En realidad, toda la izquierda y toda la derecha “respetables” comparten hoy la desconfianza instintiva ante el pueblo. El pueblo les ha defraudado. Demasiados referéndums fallidos (Dinamarca 1992, Francia 2005, Holanda 2005, Irlanda 2008, Holanda 2016, Bréxit 2016), demasiados gobiernos populistas por aquí y por allá, demasiadas sorpresas. La democracia está claramente sobrevalorada. Un circo donde crecen los enanos. Y Hitler llegó al poder tras unas elecciones, ¿no?...
“La gran paradoja de nuestras democracias modernas – escribe Jean-Claude Michéa – es que el pueblo ya no es considerado como la solución, sino como el problema. Que el término “populismo” – antes indisociable de las tradiciones revolucionarias más estimables – se haya convertido, desde hace más de treinta años, en la forma de designar el supremo crimen de pensamiento, dice mucho sobre la magnitud de la transformación ideológica en que vivimos”.[2] Para la gobernanza ilustrada que nos dirige, ni el pueblo, ni las elecciones ni la democracia parecen ya fiables. ¿Qué hacer?
No faltan propuestas con oropel académico para descartar la democracia e instaurar un gobierno de ilustres.[3] Pero el método más radical es seguramente el que apuntaba Brecht: cambiar de pueblo.
Aunque parezca descabellado, la posibilidad de que los gobiernos cambien de pueblo es perfectamente factible. De hecho, lleva sucediendo desde hace décadas en Europa. Principalmente a través de dos maneras: la gentrificación de las ciudades y la inmigración de repoblación. O lo que es lo mismo: la redistribución geográfica de las clases sociales y una limpieza étnica, legal e incruenta. Dos operaciones ejecutadas por la “mano invisible” del Mercado.
Gentrificación e inmigración
Como es sabido, la palabra “gentrificación” procede del inglés (gentry: “alta burguesía”) y se refiere a la transformación de los espacios urbanos deteriorados. Ésta se ejecuta a través de unas rehabilitaciones que provocan el aumento de alquileres, con el consiguiente éxodo de los antiguos habitantes y su sustitución por clases sociales de nivel económico más elevado.  No hay aquí ninguna intención declarada de “expulsar a los pobres” ni se trata de una conspiración o complot. Se trata simplemente de la aplicación espontánea de las leyes del mercado. El resultado final es un trasvase de poblaciones según parámetros adquisitivos, profesionales y educativos: los típicos marcadores de clase.
Evidentemente, esto sucede en las metrópolis donde se concentran las mayores oportunidades económicas de la globalización, las áreas urbanas que aportan hasta los dos tercios del PIB en los principales países occidentales. Estas son las metrópolis “vivas” y “dinámicas” donde prosperan las clases profesionales liberales, los empresarios, los emprendedores, los creativos y las multinacionales; todos aquellos que mejor se adaptan a los parámetros nómadas y deslocalizados de la globalización. Pero todas estas clases superiores necesitan servicios. Y aquí es donde entra la inmigración.
El modelo metropolitano del neoliberalismo es desigualitario, un proceso que ha sido descrito de forma exhaustiva por el geógrafo francés Christophe Guilluy en una serie de trabajos fundamentales. Se trata de un sistema que reposa sobre “un mercado de trabajo muy segmentado: por un lado, las clases superiores muy cualificadas, y por el otro los empleos poco cualificados ocupados por trabajadores inmigrantes en la construcción y obras públicas, en los servicios y en la restauración”.[4] El modelo ideal es Silicon valley, descrito por el periodista americano Thomas Frank como “la ciudad posindustrial donde los profesionales altamente cualificados aconsejan a sus clientes, enseñan en las universidades, desarrollan programas informáticos, inventan deudas hipotecarias titulizadas – y son servidos por un ejército de azafatas  y barmans orgullosos de compartir los valores de sus superiores”.[5] La gentrificación y la inmigración son las dos grandes dinámicas de las metrópolis globalizadas.
Suele decirse que la división de nuestros días ya no es entre derecha e izquierda, sino entre beneficiarios y perdedores de la globalización. Los trabajos de Guilluy confirman esta tesis. “La globalización – señala refiriéndose a Francia – beneficia hoy a un bloque de entre 30% o 40% de la población: son las capas medias y superiores integradas, que viven en las grandes metrópolis (...) Pero si esas clases medias y superiores pueden mantener su tren de vida, es gracias a los salarios ridículos de los empleos subalternos, de la asistenta africana y del cocinero de Mali”. ¿Y donde vive esa población subalterna de origen inmigrado? En su mayor parte, en los barrios baratos y en las ciudades dormitorio en los márgenes de las grandes ciudades. En sus trabajos, Guilluy deja al descubierto la oscura trastienda de las metrópolis “abiertas y liberales” ensalzadas por los rapsodas popperianos. Pero el cuadro no está aún completo.
¿Qué ocurrió con los antiguos obreros, con los pequeños comerciantes, con los modestos autónomos que antes vivían en los centros de las ciudades? Simplemente, en la nueva economía ya no son necesarios. “La ciudad mundializada necesita categorías superiores cualificadas y, en sus márgenes, categorías populares de inmigrantes para explotar. Eso es todo”.[6] El mercado inmobiliario y sus precios se encargan de expulsar a los indeseables. Pero esas poblaciones de autóctonos desplazados se resisten a instalarse en las ciudades-dormitorio ocupadas por los inmigrantes. Porque mal que les pese a los publicistas del “vivir juntos” y la ideología Benetton, casi nadie quiere convertirse en “minoría” dentro de su propio país, máxime cuando se trata de adaptarse a costumbres, idiosincrasias y formas muy diferentes de las propias. Esas clases modestas – ésas que en el lenguaje antiguo solían denominarse el “pueblo”– se quedan en la periferia del sistema. Se han convertido en invisibles.[7]
El retorno de la burguesía
Los trabajos de Christophe Guilluy causan desde hace años gran revuelo en Francia, desde el momento en que ponen en entredicho el modelo rosa-bombón de la sociedad abierta y la globalización feliz. Antes de que en 2018 se convirtiera en el sociólogo de moda – a raíz de la revuelta de los “chalecos amarillos”, que sólo él había sabido prever– sus obras habían concitado los odios de la corrección política por su introducción del término “bobós” en la literatura sociológica francesa.[8] Este término, acrónimo de “burgués bohemio” (bourgeois-bohème), había sido inventado en el año 2000 por el periodista americano David Brooks para referirse, sobre todo, a la gran burguesía demócrata que apoyaba a Hillary Clinton. Pero cuando Guilluy utiliza el término “bobó” lo hace con una intención muy precisa: reintroducir el término “burguesía” en el léxico político. Algo que, de forma casi automática, nos lleva a recuperar la perspectiva de clases ­y su corolario inevitable, la lucha de clases. Esto no gustó, y conviene ver por qué.
Como hemos señalado in extenso, la izquierda posmoderna se basa en el abandono de la “lucha de clases”, por considerar que éste es un enfoque obsoleto que responde, además, a una visión “esencialista” de las segmentaciones sociales. En lugar de la lucha de clases – y tomando el impulso de la escuela de Frankfurt– la izquierda adoptó los conceptos de “emancipación” y de “lucha contra la dominación”, entendidas ambas en un sentido individual. Todo ello cristalizaría en las obras de Foucault, Derrida y Deleuze entre otros, que con su recepción en América darían lugar a la llamada french theory y a los “estudios culturales”. De ese magma beben también, como hemos visto, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe con su populismo de izquierda. En resumidas cuentas: tras la caída del muro de Berlín la izquierda reapareció refundada sobre las políticas de identidad – las minorías sexuales, étnicas, los inmigrantes, las mujeres, etcétera–  como sustitución de las políticas de clase. Ser de izquierdas consiste ahora en “luchar contra todas las discriminaciones”, un objetivo en el que la izquierda coincide con el teórico neoliberal Friedrich Hayek, que también decía lo mismo.
En todo ese contexto, la literatura sociológica y universitaria – de mayoritaria adscripción progresista – había despreciado y ridiculizado la palabra “burguesía” como algo improcedente y “no científico”. Por sus resonancias vetero-marxistas, esta palabra nos conducía al universo mental de dos bloques homogéneos – los burgueses y los proletarios– que ya no tenían cabida en el mundo líquido del neoliberalismo, compuesto de “ciudadanos” y de “minorías” en busca de reconocimiento. Para designar a la burguesía se buscó un sustitutivo más adecuado: las “clases medias”, etiqueta más acomodaticia para los fines que se pretendían.
¿Clases medias en vez de burguesía? El objetivo de la maniobra es preciso. Como señala Christophe Guilluy: “si el mito de la “clase media” perdura, es porque permite a la nueva burguesía-bohemia (los bobós), comenzando por los universitarios, no distinguirse del pueblo”.[9] Nos encontramos, por tanto, con una maniobra de mistificación. La burguesía rechaza reconocerse como tal.
Continúa Guilluy: “los bobós forman la nueva burguesía y reúnen a las poblaciones integradas y conectadas a la economía-mundo, trabajos deslocalizados, en el sector terciario, trabajos intelectuales, empleos cualificados. Como clase emergente no poseen el capital económico y patrimonial de la antigua burguesía, y entonces invierten en los barrios populares.[10] Lo que les distingue de la antigua burguesía es que son generalmente de izquierdas y no se perciben a sí mismos como clase dominante. Ya sea por angelismo o por astucia, rechazan asumir su posición de dominación social. Por eso imitan la estética informal de los patronos de Silicon Valley, sin corbata, apariencia cool”. Guilluy les denomina “los Rougon-Macquart disfrazados de hípsters” (en alusión a la burguesía depredadora del siglo XIX retratada por Zola). “Esta nueva burguesía es tan hipócrita como la de ayer: enarbola el discurso de emancipación de los pobres y los inmigrados, pero su nivel de vida depende estrechamente de la explotación de éstos (en Europa y en el extranjero). Una explotación que se hace invisible gracias a la temática de la alteridad cultural, que viene a reemplazar oportunamente una correlación de clase más difícil de asumir”. Al proclamar las alabanzas de la “sociedad abierta”, de la “apertura al Otro”, de la diversidad y del multiculturalismo, parece imposible oponerse a ellos. Un discurso imparable…[11]
Diversidad versus igualdad
El núcleo central de la “ideología bobó” es el uso de la diversidad para relegar la idea de igualdad. Desde el planeta de la buena conciencia, los bobós evacúan cualquier perspectiva de clase. Ellos son una clase dominante pero eluden verse confrontados a ese hecho. La inmigración es el instrumento perfecto. Al situarse frente al inmigrante, el bobó puede hacer gala de amor a la diversidad y de apertura al Otro, aunque el Otro en cuestión sea un subalterno, desarraigado y mal pagado. Para el bobó es más cómodo situarse frente al inmigrante que frente a los auténticos “Otros”, frente a los modestos compatriotas que no pueden vivir en un barrio gentrificado. Frente a éstos, el bobó se vería reflejado en el espejo de sus privilegios de clase, y eso es incómodo. La cuestión cultural le permite sublimar esas feas realidades hacia un plano más noble y elevado. El bobó se espuma en condenas al racismo y alabanzas a la “diversidad”, se siente en el pleno control de su buena conciencia. Llegado el caso, siempre puede consignar a los molestos autóctonos a la categoría de las clases peligrosas: al “país profundo” de la cerrazón y del repliegue, a las masas soeces de homófobos y xenófobos, carentes de la educación necesaria para entender las ventajas de la globalización y las bendiciones de la sociedad abierta.
¿Cómo se reconoce a un ufano integrante de la nueva burguesía? Normalmente por su discurso anti-sistema. “La contestación al sistema – señala Christophe Guilluy – es también un distintivo de la burguesía. El bobó puede denunciar confortablemente la concentración del capital, la oligarquía, el famoso 1% que controla el sistema. La crítica al sistema por una población integrada en el sistema refuerza su posición de clase.”[12] Cuando el bobó se preocupa por los pobres lo hace, preferentemente, por los pobres que están lejos. Sus caridades oenegeras le permiten hacerse con los galones del compromiso. Así no es extraño que, cuando el bobó hable de solidaridad, se refiera ante todo a la acogida de las poblaciones alógenas. Como tampoco lo es que, en muchos países europeos, la política social sea casi sinónimo de políticas de integración de los inmigrantes en las metrópolis. Pero ¿qué ocurre fuera de las metrópolis?
El crimen perfecto
Christophe Guilluy pone de relieve un dato que suele pasar inadvertido: la sedentarización forzosa de las clases populares en los territorios que crean menos empleo. Un dato que contradice de forma estrepitosa el mito globalizador de un mundo nómada, en el que las personas circularían libremente como las mercancías y los capitales.
Excluidas del modelo metropolitano de la globalización, las clases populares viven en su mayoría en las mismas zonas donde han nacido. En realidad, dice Guilluy, vivimos una “mundialización de la sedentarización” como fenómeno del siglo XXI.[13] Lo que tenemos es una globalización a dos velocidades: 1) la de los sectores nómadas de burguesías emergentes y migrantes subalternos (los beneficiarios de la globalización), y 2) la de las clases populares sedentarizadas y excluidas de la dinámica metropolitana/gentrificadora (los perdedores de la globalización). Éstas son las dos tribus de la modernidad que el periodista británico David Goodhart denomina los “Anywheres” (literalmente: “los de cualquier parte”); y los “Somewheres” (“los de alguna parte”). Los primeros son los miembros de las élites cognitivas, que disfrutan de una identidad nómada vinculada a su capacitación profesional y su nivel de estudios. Los segundos están vinculados a una identidad geográfica y se corresponden con las clases populares. Una combinación explosiva.[14]
Nos encontramos ante una maniobra magistral. La “gentrificación de las luchas sociales” (C. Guilluy) ha puesto los focos en las luchas feministas, LGTBIQ, ecologistas etcétera, y no sólo ha convertido en invisible a esa gran porción del país, sino que lo ha demonizado como el país del “repliegue sobre sí mismo”, de la “xenofobia”, del “miedo” etcétera. El resultado ha sido una “geografía social mediática” que trasmite una realidad sesgada, y que en muchos países europeos ha inducido a pensar que la única cuestión social pendiente es el de las barriadas de inmigrantes, cuando en muchos países es justamente lo contrario y esas barriadas son el objeto de todas las atenciones.
Así se consuma la desaparición mediática, cultural y política del sector mayoritario de la población. El crimen perfecto. Hasta el advenimiento del populismo – hasta la victoria del Brexit y la elección de Donald Trump– toda esta realidad no aparecía en la foto. [15]
La coalición de los emergentes
Casi todo lo que sucede en Europa ha sido previamente ensayado en América. El cambio de pueblo no es una excepción. En vísperas de la victoria de Obama en 2008, la prensa americana de inspiración liberal acuñó una expresión triunfalista: “la coalición de los emergentes”. Éste concepto se refería a la coalición victoriosa que había llevado al poder al partido demócrata: los jóvenes, las minorías y los profesionales – mayoritariamente blancos– de las clases medias superiores. En ese contexto de hegemonía demócrata, el compromiso de las clases dirigentes y de las grandes fortunas con las reivindicaciones de las minorías es total.[16] Todos estos despliegues de Virtud acompañan al gran cambio que, a lo largo de varias décadas, ha transformado al partido demócrata: éste ya no es el partido de las clases trabajadores (la vieja coalición del New Deal de Roosevelt) sino el representante de una burguesía emergente, que Thomas Frank denomina  “los profesionales”: las ya conocidas élites cognitivas protagonistas de la globalización, la conectividad numérica y la inteligencia emprendedora. Los bobós.
¿Cuál es la ideología de los profesionales? En primer lugar el conformismo. Más allá de las “rebeldías” impostadas y manufacturadas por el sistema (todo eso que el impagable Philippe Muray llamaba “la rebelocracia”) los tecnócratas jamás cuestionarán la autoridad establecida. Carentes de originalidad, su función es defender y aplicar una filosofía ya dada. En segundo lugar, se caracterizan por una interpretación neoliberal de la meritocracia. Ante las críticas por el crecimiento de las desigualdades, la clase profesional reacciona desde el juicio moral propio de los ganadores: las desigualdades no son un fracaso del sistema sino el fracaso personal de aquellos que no han sabido esforzarse. La panacea que proponen es la educación, y por eso tienden a identificar los problemas sociales con los problemas educativos. El secreto (según ellos) está en captar la onda de la “economía del conocimiento”, en “reinventarse”, en sumarse a los trabajadores conectados, a las clases innovadoras.  Y aquellos que por sus circunstancias personales no puedan o no sepan o fracasen en el intento, pasarán a integrar el ejército de los perdedores. Vae Victis!
Todo este esquema se reparte en esa “geografía a dos velocidades” descrita por Guilluy, y que, en Estados Unidos, el millonario progre John Sperling describía como la diferencia entra la “América Metro” – moderna, volcada hacia el futuro, amante del ballet, de la diversidad y la contracepción – y la “América Retro” poblada por siniestros paletos que se dedican a zafias actividades (la agricultura o el petróleo). Mientras la ebullición de las minorías “empoderadas” se aviene a esa ideología meritocrática, las clases populares son sometidas a severas reprimendas de las estrellas de Hollywood por su homofobia y su sexismo.[17]
¿Significa todo esto que en su vida cotidiana esas burguesías practican lo que predican? No exactamente. El “vivir juntos” multicultural es para los demás, no para ellos. No hay gentrificación que valga en las barriadas-dormitorio de los inmigrantes. Y los hijos de las clases superiores no se escolarizan en colegios “problemáticos”. El dinero y el precio de los inmuebles trazan las fronteras invisibles. Así tiene lugar, en las metrópolis occidentales, una proliferación de barrios y de enclaves fortificados, una auténtica segregación de las clases altas que, en su desarrollo geográfico, Christophe Guilluy equipara a un nuevo feudalismo. La idea de la gran ciudad “abierta” y “mestiza” se revela como un mito. Un mito parecido al de la “sociedad abierta”: abierta para los que tienen dinero, herméticamente cerrada para los demás.     
A medida que completamos el cuadro, vemos que el dogma posmarxista sobre la obsolescencia de las “clases sociales” es una impostura. A pesar de las elucubraciones de Laclau y por mucho que le aburra a la izquierda cool (más preocupada por el lenguaje inclusivo y los WCs pansexuales) el populismo es hoy el rostro de la nueva lucha de clases.      
Cuando caen las caretas
Toda la pirámide social del neoliberalismo se apoya en una idea implícita: las clases populares representan el oscuro pasado, y las clases dominantes son las herederas de una historia positiva, de la Ilustración y la emancipación de las minorías. En esta doxa participan tanto la derecha liberal como la extrema izquierda. Esta última con un plus de hipocresía, ya que disimula su función de cipayo con una pose revolucionaria de cara a la galería. Y aquí entra la cuestión del antifascismo.
El antifascismo de opereta es hoy, tal como previó en su día Pier Paolo Pasolini, una estrategia de la clase dominante, un arma de clase en manos de una burguesía que necesita agarrarse, de forma desesperada, al último recurso emocional que le queda para movilizar las conciencias.[18] El revival antifascista irradia desde Francia en los años 1980, años en los que el Partido socialista disimula su viraje liberal con una llamada a la resistencia “frente al fascismo que viene”. La función de este antifascismo– señala Guilluy– es la de “conferir una superioridad moral para las élites deslegitimadas, al identificar las críticas a los efectos de la mundialización con derivas fascistas o racistas”. El antifascismo oficialista no se limita al magisterio moral y la prédica mediática, sino que crea el caldo de cultivo para que otros le hagan el trabajo sucio. El movimiento internacional “antifa” – nutrido en gran parte de jóvenes acomodados de la burguesía – cumple una función parapolicial no tan diferente, en su labor represora, al de las “partidas de la porra” al servicio de la patronal en los albores del movimiento obrero.
Pero la mejor arma de clase es, sin duda alguna, el control de las conciencias.  La corrección política opera como una nueva religión, en cuanto estimula el complejo de culpa e inhibe los pensamientos disidentes bajo una chapa de auto-censura. Si bien la corrección política ha sido adoptada al unísono por las clases dominantes – entre las que funciona como un código de reconocimiento mutuo – los perdedores de la globalización han comprendido, de forma intuitiva, que el objetivo aquí no es tanto proteger a las minorías como reducir al ostracismo a las clases populares. La burguesía cool del siglo XXI sabe que no es posible dominar a los pobres a base de cañonazos. Por eso instala un orden moral para conducirles a la obediencia. La corrección política, el antifascismo de opereta y el antirracismo son las armas de relegación cultural y marginalización de los sectores de población que se han convertido en prescindibles (Christophe Guilluy).[19]
Cuando las clases populares toman de conciencia de todo esto, entonces se produce el verdadero momento populista. Entonces tiene lugar el advenimiento de un nuevo arquetipo: el deplorable.
La figura del “deplorable” es el regalo involuntario que Hillary Rodham Clinton, poco antes de su derrota, hizo a la rebelión populista de nuestra época. Al referirse a los seguidores de Donald Trump como “cesta de deplorables”, la candidata demócrata puso al descubierto su profundo desprecio de clase. Ese fue el momento en que cayeron las caretas. Detrás de los alardes virtuosos de liberalismo ilustrado asomó el eterno rostro del patrón y su mirada displicente frente al subalterno indócil.
Lo cual ha sido confirmado con creces desde entonces. El rechazo a aceptar los resultados en las urnas, la insistencia en que éstos responden a la ordinariez y a la ignorancia, la idea de que hay votos “de calidad” (los jóvenes, las clases ilustradas) y votos “del repliegue” y “del miedo”, las espirales de histeria contra los votantes populistas, son intentos, todos ellos, de consumar la definitiva relegación cultural de esa parte indeseable de la población. Son la expresión de un indisimulado odio de clase. Así se justifica el afán de posicionarse a toda costa con los ganadores, en el lado correcto de la historia.  
La figura del deplorable se convierte en todo un símbolo a reivindicar, en un arquetipo jüngeriano, en banderín de enganche para todo ese pueblo que, contra la lejana profecía de Bertolt Brecht en el Berlín de 1953, no se resigna a ser sustituido.

[1] Eric Fassin, Gauche, L´avenir d´une désillusion. Textuel 2014. Para Fassin el pueblo es un conjunto de “públicos” y de minorías; la política democrática no consiste en “representar al pueblo” y hacer lo que éste dice, sino en proponerle “representaciones” (de izquierda) que a su vez puedan “moldearlo”; “la construcción de un pueblo debe estar subordinado a la construcción de una izquierda”.  Una visión condescendiente del pueblo como objeto de “pedagogía política”. (Eric Fassin, Populismo de izquierdas y neoliberalismo. Herder 2018). 
 [2] Jean-Claude Michéa y Jacques Julliard, La gauche et le peuple, lettres croisées. Flammarion 204. P. 25.
 [3] Jason Brennan, Contra la democracia. Deusto 2018.
 [4] Christophe Guilluy, Le crépuscule de la France d´en haut. Flammarion 2017, p. 46.
 [5] Thomas Frank, Pourquoi les riches votent à gauche? Agone– Contre-Feux  2018, p. 166).
 [6] Christophe Guilluy, Obra citada, p. 40.
 [7] “En los medios populares, nadie desea convertirse en una minoría dentro de su ciudad, ni en Francia, ni en Marruecos, ni en Argelia ni en China ni en Senegal. Esta constatación no concierne a un grupo étnico, cultural o religioso específico, sino a las categorías modestas apegadas a un capital social y cultural protector”. Christophe Guilluy, Obra citada, pp. 220.221.
 [8] Escribimos “bobós” siguiendo la pronunciación francesa, que acentúa la palabra en la segunda sílaba. El término más parecido en España sería el de “pijoprogre”.
[9] “Christophe Guilluy dit tout. Mafia universitaire, ethnisation de la France, gentrification de la gauche”. Entrevista en Éléments pour la civilisation européenne. Abril-mayo 2017, número 165, p. 8.
 [10] “Ya sean de ingresos modestos o elevados, esta nueva burguesía es parte integrante del mundo de arriba y participa en la dominación económica y cultural del mundo de abajo. De igual manera, no es tanto el nivel de ingresos como su relegación cultural y geográfica la que modela las nuevas clases populares. La pertenencia a una clase social no se reduce a una cuestión de dinero”. Christophe Guilluy, No society. La fin de la classe moyenne occidentale. Flammarion 2018. P. 75.
[11] Christophe Guilluy, Obra citada, p. 76.
La hipocresía se agrava si tenemos en cuenta que, en muchos países occidentales, existen cuotas de admisión para inmigrantes cualificados, para que éstos no distorsionen el mercado laboral de las clases profesionales. En paralelo, la migración masiva de inmigrantes no cualificados sí es tolerada por fines “humanitarios”, con los consiguientes efectos de abaratamiento de salarios y competencia desleal para las clases más humildes.
Suele olvidarse que una de las primeras razones de la creación de la Internacional de Trabajadores en el siglo XIX fue precisamente la necesidad de coordinar el combate de las clases obreras nacionales contra el recurso masivo a la mano de obra extranjera, entonces percibida como una de las armas económicas más eficaces de la gran burguesía industrial (Llamada del movimiento obrero inglés al proletariado de Francia, noviembre 1863, citado por Jean-Claude Michéa en: “On ne peut être politiquement orthodoxe”. Les Crises, 23 febrero 2019. www.les-crises.fr)
 [12] Christophe Guilluy. Entrevista en Éléments pour la civilisation européenne, p. 9.
«La denuncia de la acumulación de capital no significa que el 1% de ricos sean los únicos en aprovecharse de las ventajas de la globalización. El sistema reposa también sobre una fracción importante de la sociedad, especialmente sobre las categorías superiores e intelectuales”. (Christophe Guilluy, Le crépuscule de la France d´en haut. Flammarion 2017, p. 134).
 [13] “El retorno de los sedentarios es un hecho antropológico mayor y durable del siglo XXI: el crecimiento demográfico mundial combinado con las dificultades territoriales hará que en el futuro sea cada día más difícil y conflictivo todo movimiento de población”. Christophe Guilluy, Le crepuscule de la France d´en haut. Flammarion 2017, p. 230.
 [14] David Goodhart, The Road to Somewhere. The New Tribes Shaping British Politics. Penguin 2017. Ateniéndonos a su estudio sobre Gran Bretaña, los “Anywhere” serían más o menos un 25% de la población. Los “Somewhere” aproximadamente la mitad de la población.
 [15] Las elites instrumentalizan la inmigración para invisibilizar al pueblo. Un proceso que el sociólogo Laurent Bouvet describe de esta manera: “No sólo las elites no comparten las mismas experiencias que las categorías populares, sino que contemplan con desprecio sus reivindicaciones, las juzgan ilegítimas y… en definitiva, tienen el estado de espíritu de que… el pueblo nos jode. Cuesta caro, nos hace ralentizar, nos fastidia nuestros placeres...La revuelta de las élites es una forma de secesión. El pueblo debe estar al servicio de las élites; pero como protesta (las élites) se buscan un pueblo sustituto, más dócil, por el lado de los inmigrantes”. Laurent Bouvet, “L´enjeu, c´est l´identité”, en Marianne noviembre 2016, citado por Jorge Verstrynge en: Populismo, el veto de los pueblos. El Viejo Topo 2017, p. 73.
 [16] Señala el ensayista norteamericano Thomas Frank: “basta simplemente con observar la larga lista de millonarios que apoyaron la campaña para legalizar el matrimonio homosexual. O ver cómo las maquinarias de Silicon Valley se pusieron en orden de batalla cuando el Estado de Indiana aprobó una ley autorizando discriminaciones contra los homosexuales. O recordar cómo el PDG de la mayor compañía de cafés del país incitó a sus empleados a aleccionar a sus clientes sobre las consecuencias del racismo”. Thomas Frank, Pourquoi les riches votent á gauche (Título original: Listen, liberal: or what ever happened to the party of the people?). Agone-Contre-feux 2018, p. 14.
La fórmula “coalición de los emergentes” fue creada por el periodista Ron Brownstein en el National Journal, el 6 de noviembre 2008, dos días después de la elección de Obama. 
 [17] Thomas Frank, Obra citada, pp. 174-177. En este orden de cosas cobra su significado el retrato que, desde los años 1970, el cine de Hollywood se empeña en hacer de la América profunda como un sórdido universo poblado de racistas, paletos, fanáticos religiosos, Ku-Kux-Klan, obsesos sexuales, retrasados mentales, mutantes y asesinos en serie tipo “la matanza de Texas” y similares.
 [18] Christophe Guilluy, Le crépuscule de la France d´en haut. Flammarion 2014, pp. 171-172. En definición de Pasolini, se trata de “un antifascismo fácil que tiene por objeto un fascismo arcaico que ya no existe y que ya nunca existirá” (Pasolini, Écrits corsaires, Champs Flammarion 2009).
 [19] Christophe Guilluy, No society. La fin de la classe moyenne occidentale. Flammarion 2018. pp. 90-91.

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