Metamorfosis de la lucha de clases
Hace cuatro décadas podían leerse en el país vecino carteles con este mensaje: “Cierran nuestras fábricas, Invierten en el extranjero, ¡Fabriquemos francés!” La bandera nacional francesa aparecía junto al logo del Partido Comunista.
Hace casi cuatro décadas, en una carta abierta al rector de la mezquita de París, un político francés escribía: “hay que parar la inmigración, si no queremos enviar más trabajadores al paro. Quiero precisarlo bien: hay que parar la inmigración oficial y la clandestina”. Firmaba George Marchais, Secretario General del Partido Comunista de Francia.
Los comunistas franceses estaban por aquél entonces a favor del proteccionismo y en contra de la inmigración. Dos actitudes que años después se convertirían en tabúes para toda la izquierda, desde la más moderada hasta la más extrema. Y no sólo para la izquierda. El centro y la derecha comulgan hoy en las mismas amalgamas: proteccionismo=nacionalismo= años 1930 =guerra; y antiiinmigracionismo= racismo=fascismo=Auschwitz. Un consenso básico que engloba a todo ese arco ideológico que, a lo largo de estos textos, venimos identificando como neoliberalismo.
El neoliberalismo reposa sobre un nudo de equívocos. No se trata de una vuelta al liberalismo clásico, ni de la restauración de un capitalismo “puro” tras el paréntesis keynesiano. Más allá de todo eso, el neoliberalismo engloba una realidad bastante más amplia. Admite versiones de derechas y de izquierdas. Se conjuga en el plano económico y en el plano cultural. Coopta a sus enemigos y los convierte en aliados. No es un credo político, ni un programa monolítico, ni una doctrina de contornos precisos. El neoliberalismo es un hecho social total que estructura la acción de los gobernantes y la vida cotidiana de los gobernados,  y ello a todos los niveles posibles: económicos, políticos, culturales, antropológicos, etcétera.

El viraje de la izquierda en materia de proteccionismo e inmigración simboliza su ingreso en el marco mental del neoliberalismo. No son los únicos virajes que la han acompañado en ese tránsito, pero sí son dos de los más representativos. La izquierda participa plenamente en la agenda neoliberal y cuando protesta contra ella sólo está haciendo oposición controlada.
El populismo “malo” – o sea, el de derecha– irrumpe en este escenario como un elefante en cacharrería. Desde el momento en que la izquierda ha abandonado el socialismo y las clases trabajadoras han sido preteridas por las minorías, la sociabilidad natural del pueblo – todo eso que George Orwell denominaba la “decencia ordinaria” – encuentra sus cauces de expresión en otras formas políticas. Frente a la remodelación neoliberal de las sociedades, el instinto de autodefensa del pueblo se expresa en forma de populismo.
El ejemplo más claro es el de Francia. El eclipse del partido comunista en los años 1980 coincidió con la expansión del Frente Nacional. En una soterrada metamorfosis de la lucha de clases el populismo de derecha se convirtió en el refugio frente al neoliberalismo.[1]
Populismo versus neoliberalismo
La retórica izquierdista insiste en jugar con un equívoco: la confusión entre capitalismo y neoliberalismo. Pero estos términos no son equivalentes. Si bien el neoliberalismo presupone el capitalismo, el capitalismo no está necesariamente unido al neoliberalismo. Históricamente el primero ha existido sin el segundo, y la unión que hoy se da entre ambos admite toda una gama de gradaciones. El neoliberalismo es la forma hegemónica del capitalismo en su fase actual, pero eso no quiere decir que sea la única posible. Cuando la izquierda mete en el mismo saco “neoliberal” a todos los políticos que no le gustan –  ya sean Angela Merkel, Jose María Aznar, Silvio Berlusconi, Vladimir Putin, Viktor Orban, Le Pen o Donald Trump – no acaba de explicar por qué esa izquierda termina siempre apoyando a los muy neoliberales candidatos del establishment (como Hillary Clinton o Enmanuel Macron) frente a los populistas apoyados por los obreros. Lo cual nos lleva a pensar que el discurso anti-neoliberal de la izquierda tiene mucho de hipócrita. La izquierda ha adoptado todas las banderas culturales del neoliberalismo, y es este aspecto – el factor cultural – el más determinante a la hora de definir el fenómeno.[2]
¿En qué consiste la especificidad neoliberal? Decíamos arriba que el neoliberalismo es un hecho social total. Los sociólogos Pierre Dardot y Christian Laval lo asimilan a una forma de racionalidad que tendría como objetivo amoldar todos los comportamientos humanos a las leyes de la oferta y la demanda.[3] El sociólogo mexicano Fernando Escalante lo define como una práctica dirigida a “desarraigar todos los valores no mercantiles, las prácticas e instituciones no mercantiles o anti-mercantiles, para instaurar la sociedad del riesgo (…) y que esta tenga su recompensa”.[4] De lo que se trata de producir un “hombre nuevo”, una nueva forma de subjetividad: el individuo liberado de servidumbres, el individuo emprendedor, el individuo empresario. Más allá de sus prácticas económicas, el neoliberalismo es una revolución cultural impuesta por los aparatos mediáticos, institucionales y coercitivos al servicio de las elites.  Y aquí es donde entra la izquierda.
El marco neoliberal requiere una subjetividad liberada de “arcaísmos”; no hay más soberanía que la individual, todo es susceptible de análisis cuantitativo (costes y beneficios). Al destruir los valores que quedaban fuera del mercado, los movimientos contraculturales alimentan el discurso de legitimación del capitalismo. La identidad se transforma en mercancía y los procesos de hibridación identitaria participan – como señala el filósofo Maxime Ouellet – en “la reproducción cotidiana de las formas culturales alienadas del capitalismo neoliberal, con el corolario de la despolitización”.[5] No es extraño que, desde hace años, se asista a la radicalización de las reivindicaciones de los años sesenta: la lucha contra el orden patriarcal, contra la discriminación por motivos sexuales, étnicos, religiosos. “De hecho – continúa Fernando Escalante –  en algunos aspectos el programa de la nueva izquierda es la integración legal de la contracultura. Y en muchos de esos temas coincide con el programa neoliberal – el neoliberalismo de Friedman, que siempre fue partidario de la despenalización de las drogas, por ejemplo”.[6] La revolución permanente de los libres mercados – escribe el politólogo británico John Gray – “niega todo valor al pasado. Anula los precedentes, corta los hilos de la memoria y dispersa el conocimiento local. Al privilegiar las opciones individuales por encima de todo bien común, hace que las relaciones se vuelvan revocables y provisionales (…) La reconstrucción del libre mercado es raramente un proyecto político conservador”.[7] De ahí se desprende que el espantapájaros neoliberalismo=conservadurismo=reacción (constantemente aireado por la izquierda a efectos propagandísticos) no sea más que una retórica tramposa. [8]
Pero frente a la hipocresía de la izquierda, la hipocresía de la derecha es quizá más sangrante. Las virtudes y los “valores familiares” que exhibe son, en sus manos, piezas de museo inútiles, “baratijas que los medios de comunicación de la derecha desempolvan de vez en cuando, pero que tienen poca utilidad en una economía basada en lo efímero” (John Gray). Lo cierto es que una economía de derechas sólo puede funcionar de forma durable con una cultura de izquierdas. Ambas – derecha e izquierda – conforman una falsa alternativa que escenifica la unidad profunda entre el liberalismo económico (la derecha) y el liberalismo cultural (la izquierda). Por eso el publicitado maridaje liberal-conservador (a lo Thatcher, Reagan y Aznar) con su amalgama de neoliberalismo económico, valores morales y fanfarria patriótica, no es más que un flatus vocis. En el “gran esquema” neoliberal, la única función de esa derecha es la de poner en orden las cuentas, a la espera de la próxima ronda progresista.[9]   
El “populismo de derecha” es una reacción frente a esta hipocresía de la izquierda y la derecha sistémicas. Hay una considerable diferencia entre Ronald Reagan y Margaret Thatcher –los dos grandes fundamentalistas del libre mercado– y políticos como Viktor Orban, Vladimir Putin, o Marine Le Pen, quienes, por mucho que se inserten en un marco económico capitalista, están al menos empeñados en mantener ciertas continuidades culturales, institucionales y antropológicas a salvo del mercado.
El auténtico populismo es una expresión de conservadurismo popular. “El populismo es el partido de los conservadores que no tienen partido”, señala el filósofo Vincent Coussedière.[10] Pero esta idea puede tener diferentes implicaciones. De hecho, los populistas de izquierda tampoco eluden presentarse como conservadores, cuando dicen querer conservar el Estado de bienestar frente a su desmantelamiento por el neoliberalismo. ¿Puede el populismo de izquierda arrebatar la bandera “conservadora” a la derecha?
La filósofa Chantal Mouffe afirma que los años que vienen estarán marcados por el conflicto entre populismos de izquierda y de derecha. ¿Una previsión acertada?
La izquierda y sus tabúes
Al comienzo de estas páginas señalábamos que el populismo, en su forma más genuina, nos remite a valores de derecha. Desde la crisis financiera de 2008, la evolución política en Europa parece corroborar esta idea. Los avances del populismo de derecha han sido, casi siempre, mayores que los del populismo de izquierda. El primero se adecúa mejor a ese conservadurismo espontáneo de las clases populares. Todos los datos indican que los populistas de derecha tienen más implantación entre los obreros, en las zonas rurales y periféricas, algo sorprendente, habida cuenta de que la izquierda siempre se había asociado a la defensa de los más humildes…
A nuestro modo de ver, la explicación reside en las dificultades del populismo de izquierda para articular respuestas convincentes a cuestiones como la inmigración, la soberanía nacional, la crisis de la representación política, el proteccionismo, la construcción europea o la globalización; es decir, a las grandes fracturas que están remodelando, de arriba a abajo, el mapa político de occidente. Frente a todas estas cuestiones el populismo de izquierda, muy lastrado por sus tabúes, demuestra que es más de izquierdas que populista.
Para empezar, es incapaz de dar una respuesta clara a la gran cuestión de base: ¿qué es el pueblo?
Como ya hemos visto en detalle, para Laclau y sus seguidores el pueblo es “una construcción discursiva”, lo que no parece un buen comienzo. Ahora resulta que lo que teníamos por pueblo no es más que un artificio del lenguaje. Un trampantojo apropiado para cogitaciones profesorales, pero que difícilmente producirá una sola idea en la que un pueblo real pueda verse reconocido.
El populismo de izquierda está atrapado en dos dogmas:
  • La teoría posmodernista de la deconstrucción, según la cual el “pueblo” nunca puede remitir a una realidad más o menos homogénea, porque eso sería un “esencialismo” excluyente (fascismo potencial). Solución: el pueblo sólo es bueno si es “diverso” (minorías, migrantes, etcétera). Un pueblo progresista a la carta.
  • El universalismo, dogma clásico de la izquierda. Del que se deriva la alergia instintiva ante la idea de nación. Por eso la izquierda tiende a identificar al pueblo con genéricos tipo “la gente”, “los de abajo” o “los ciudadanos”. Como si hubiese algo parecido a un “pueblo mundial”. Como si un demos pudiese existir sin una historia y sin unas fronteras.
Aquí se advierte un fondo trotskista que aspira a enviar fronteras y naciones al desván de la historia. Lo que explica el fracaso del populismo de izquierdas cuando intenta “resignificar” el concepto de nación, cuando pretende reducirlo a un constructo en el que todo cabe. El populismo de izquierdas vive en esa contradicción: su retórica invoca al pueblo y la nación, pero su base filosófica los niega. El populismo de izquierdas es prisionero de la ideología posmodernista, ése es el lastre que le impide avanzar.[11]
“Las fronteras son el peor invento de todos los tiempos”, dice el Sr. Juncker, mandamás de la Comisión Europea.[12] El neoliberalismo es hostil a la idea de nación, en la medida en que las soberanías nacionales son una rémora para la economía. Es de destacar aquí la coartada moralista que los neoliberales comparten con la izquierda: el proteccionismo, la soberanía nacional y la preferencia por los trabajadores nacionales serían inmorales, desde el momento en que irían en detrimento de las clases populares del tercer mundo. “El enemigo no es el trabajador chino, sino el capitalismo y los capitalistas”, dirá un populista de izquierdas. “¿Con qué derecho impedir el desarrollo de las masas laborales en los países emergentes?” dirá el neoliberal. De esta manera los capitalistas podrán seguir importando desde China, podrán seguir deslocalizando industrias y atrayendo mano de obra barata, a la vez que criminalizan como “xenófobos” a los que se opongan a ello.
¿Pueblo-nación o pueblo-clase?
La dificultad de pensar la nación es el mayor lastre del populismo de izquierda. ¿Son la nación y el pueblo dos realidades contrapuestas?
La idea de “pueblo-nación” ha sido tradicionalmente favorecida por la derecha, y la de “pueblo-clase” ha sido tradicionalmente favorecida por la izquierda. Sin embargo, optar por sólo una de estas opciones implica cercenar el concepto de pueblo. No hay oposición, sino unidad dialéctica entre el “pueblo político” (la nación) y el “pueblo social” (la clase social). Ambos enfoques son complementarios. La nación aporta un “plus” al pueblo: es el pueblo que toma conciencia de sí mismo – de su valor político y cultural – y por eso se despliega en nación.[13] El enfoque de clase, por su parte, identifica al pueblo con una base popular que se atribuye a sí misma la representación completa de la nación (es el conocido esquema del abate Sieyès en la revolución francesa). Ahora bien, el neoliberalismo ha venido a trastocar todo esto. 
El neoliberalismo y sus auxiliares filosóficos –el posmodernismo y la deconstrucción– han venido a desmontar las ideas de nación y de clase social, a las que denuncian como “esencialismos” que anulan al individuo y niegan la movilidad social.  Según ese razonamiento, quien dice “nación” dice necesariamente nación homogénea (en el sentido racial, religioso, etcétera) y quien dice “clase social” pretende encerrar a los individuos en un compartimento estanco. Al compás de esta crítica – y empujados por la religión popperiana de la “sociedad abierta” – la izquierda abandona al pueblo-clase y la derecha abandona al pueblo-nación. Al final todos confluyen en la visión contractualista de la sociedad: el pueblo como adición de “ciudadanos” unificados desde el exterior por el derecho y el Estado. Frente a esta concepción ultra-liberal reacciona el auténtico populismo.
El populismo es un grito de protesta contra la negación de la sociabilidad humana. La sociabilidad humana se basa no en la homogeneidad, sino en la similitud o la semejanza. No hay relación social duradera con alguien que es demasiado diferente a nosotros, con alguien con quien no tenemos nada en común. Un pueblo no se puede construir por la simple imposición de un conjunto de leyes. Por eso el pueblo y la nación son indisociables. La nación aporta una profundidad histórica de la que carece el pueblo. La nación es expresión de la lealtad hacia los muertos y hacia los no nacidos, del vínculo entre las generaciones precedentes y las generaciones venideras. Pero el liberalismo, en su visión contractualista del pueblo, ignora estas realidades y se sitúa contra las dinámicas elementales de la sociabilidad humana.
“El liberalismo – señala Vincent Coussedière – se sitúa en una aporía: no es un derecho común el que funda la similitud del pueblo, sino que es una cierta similitud del pueblo la que funda el derecho común (...) ¿Cómo las gentes que no tienen nada en común y que no se aprecian entre sí podrían proyectarse en una voluntad común? ¿Cómo las gentes que no son sociables entre sí podrían obedecer a leyes comunes y a un destino común?”.[14] No es extraño por tanto que el problema de la inmigración – el problema del deterioro de la sociabilidad humana– haya sido el gran detonante del populismo en Europa y América. No basta con firmar un contrato para formar parte de un pueblo. No se pueden comprar los valores y la bandera. Un país no es una sociedad anónima. Un país no es una “marca”.[15]
El pueblo y la nación son dos conceptos incómodos para el (neo) liberalismo, que no admite más soberanía que la individual ni más vínculo que el del contrato. Por eso, el (neo) liberalismo cultural –es decir, la izquierda posmoderna– trata de diluir la semejanza interna del pueblo imponiendo el dogma de la diversidad. Por mucho que insista cierta derecha miope, no hay nada de “marxista cultural” en todo eso. Las facultades de humanidades no son más que la sección “investigación + desarrollo” del neoliberalismo. Los “estudios culturales” y los coros y danzas LGTBIQ no hacen más que camuflar la desigualdad bajo el manto de la diversidad.  Es curioso que esta “teoría crítica” que no cesa de denunciar los “esencialismos”, no tenga ningún reparo en “esencializar” todas las minorías y en absolutizar todas las diferencias. Se denuncia como “excluyente” o “xenófobo” el vínculo de los autóctonos a su similitud propia, mientras que se ensalza como algo sublime el vínculo de los inmigrantes a la similitud de sus pueblos de origen. Se sustituye la xenofobia por la xenofilia, y ésta se acompaña de un desprecio por lo propio que se hace acreedor de la acuñación de un nuevo término: la endofobia.  
Pero los gurús universitarios continúan impertérritos: la nación y el pueblo no son conceptos “científicos” y hay que “problematizarlos”. Pero allí donde ellos ven ambigüedades la gente corriente lo ve claro, y no tiene dificultad para reconocer a los suyos. Tal vez el problema lo tengan los gurús universitarios. Tal vez sea a ellos a quienes hay que “problematizar”. En eso consiste el auténtico populismo: en la rebelión de la gente corriente que, a pesar de los expertos, ve las cosas claras y ya no aguanta que, por ese motivo, le digan que carece de cultura o que no es suficientemente inteligente.
El tabú de la inmigración
“El nacionalismo es la guerra”, decía Francois Miterrand. “La frontera que hoy divide a Europa es la que separa a los progresistas de los nacionalistas”, dice Enmanuel Macron. Estas dos frases sintetizan el mantra euro-funcionarial de la oligarquía europea: o nosotros o el caos.
Lo que esta propaganda no dice es que su auténtico enemigo no es el nacionalismo, sino las naciones. Deshacerse de las naciones significa despejar el camino hacia la gobernanza sin pueblo. El fin de la democracia.
¿Defienden los eurócratas la idea lírica de un “mundo sin fronteras”? No exactamente. No es cierto que el neoliberalismo no quiera fronteras. Las fronteras son negocio. Las fronteras – señala el sociólogo Fernando Escalante– “se convierten en recursos indispensables para la generación de valor en el nuevo orden. No tiene ningún misterio: el acelerado movimiento de bienes y capitales que llamamos globalización depende de la posibilidad de explotar las diferencias entre sistemas normativos, de un país a otro. Sin fronteras, sin Estados, eso no podría ser”.[16] Pero las fronteras deben abrirse, para que la nueva economía pueda incrementar sus ejércitos de reserva laboral, abaratar los salarios y contener las reivindicaciones sindicales. También deberán cerrarse, para que se pueda aprovechar la mano de obra barata de un sitio u otro. Que las fronteras permanezcan más abiertas o menos cerradas dependerá de indicadores macroeconómicos y de factores globales, muy por encima de consideraciones de cohesión cultural, de la sociabilidad cotidiana y del interés de las naciones. Lo ideal es que la migración tenga lugar de forma segura, ordenada y regular. Al fin y al cabo, es preciso no reventar los Estados. Y es preciso no despertar al populismo. Lo ideal sería un proceso sedativo que nos conduzca – sin traumas ni sobresaltos soberanistas– a un mundo de consumidores y de productores indiferenciados, distribuidos en unas circunscripciones administrativas llamadas “Estados”. Es el mundo aséptico e indiferenciado de la “gobernanza”. El neoliberalismo parasita los Estados sobre el cuerpo exangüe de las naciones y los pueblos.
¿Dónde queda el sueño de una humanidad unificada? ¿La utopía no-borders? ¿El Imagine de John Lennon? Astucia suprema del neoliberalismo: el catecismo anti-racista y sin-fronterista permite a las oligarquías mundialistas subirse al pódium de la superioridad moral, dotarse de una narrativa que legitime sus fugas hacia delante. Pero para subsistir, el catecismo sin-fronterista requiere necesariamente que las fronteras se mantengan. De igual manera, el neoliberalismo requiere de un Estado fuerte: su ideal es el Estado-gestor, no el Estado-nación. El neoliberalismo no está contra el Estado, sino contra la soberanía nacional, lo que no es exactamente lo mismo.[17]
En todo este esquema, la inmigración es el eje de las neuras y paranoias del sistema. Como objeto de culto ideológico, el inmigracionismo no admite tibiezas. Hay que estar a favor, y un arsenal de intimidaciones, chantajes morales y anatemas caerá sobre aquél que emita dudas. Un lavado de cerebro masivo se encarga de inculcar la nueva fe: la diversidad es nuestra fuerza, la inmigración nuestra esperanza. Doctos análisis de encargo nos repiten que la inmigración es, de todas formas, algo inevitable; una profecía auto-cumplida, dado que cualquier propuesta seria para frenar la migración es declarada moralmente inadmisible. Pero lo cierto es que cuando se aplican, ese tipo de propuestas suelen funcionar…
La inmigración es el debate prohibido, el pensamiento reprimido, el tabú del sistema. La cuestión de la inmigración muestra, como ninguna otra, el desfase entre la realidad oficial y la realidad “real”. El discurso de las élites políticas y mediáticas se aleja, cada vez más, de la realidad cotidiana de la gente. Habría que remontarse a las décadas finales de la Unión Soviética para encontrar un caso parecido de negación de la evidencia. La migración es hoy – señala el ensayista francés Laurent Obertone – el gigantesco ángulo muerto de un imperio a la deriva.[18] En este gran ángulo se inicia la fractura, la irrupción del populismo. Guste o no guste, la inmigración masiva es la primera causa de la fragmentación social, del voto de protesta, del clima de guerra civil larvada que se vive en cada vez más lugares de Europa.
“El nacionalismo es la guerra”, decía Francois Miterrand. Esperemos que no sea justo lo contrario – el anti-nacionalismo – lo que la desencadene de nuevo en Europa.

[1] Esta interpretación del Frente Nacional en clave lucha de clases fue planteada, por primera vez, por el filósofo Marcel Gauchet en un artículo aparecido en 1990 en la revista Le Débat: “Les mauvaises surprises d´une oubliée: la lutte de classes” (Marcel Gauchet, La démocratie contre elle-même. Gallimard 2002, pp. 207-228).
Conviene tener presente que, desde sus orígenes, el Partido Comunista francés había hecho gala de su carácter nacional y patriótico (de hecho, su dirigente Maurice Thorez acudía a los mítines ataviado de fajín con la bandera tricolor). Los comunistas franceses se presentaban como los sucesores de los patrióticos jacobinos (Robespierre) mientras que los “fascistas” serían los sucesores de los aristócratas emigrados, vinculados a la reacción extranjera. Desde los años 1930 los comunistas franceses reintrodujeron el lenguaje populista de los jacobinos (los “pequeños” frente a “los grandes”), un lenguaje que sería recuperado por el Frente Nacional a finales del siglo XX.
[2] Como ejemplo de este razonamiento tramposo podemos señalar al sociólogo Eric Fassin, quien en su libro Populismo de izquierdas y neoliberalismo (Editorial Herder 2018) realiza una amalgama entre Thatcher, Reagan, Trump, Orban o Erdogan: todos serían, según él, neoliberales y populistas. Cándido truco con el que la izquierda emerge así pura e incontaminada de cualquier asociación neoliberal.
[3] Pierre Dardot/Christian Laval, La nouvelle raison du monde. Essai sur la societé néoliberale. La Découverte 2009, p. 13.
[4] Fernando Escalante Gonzalbo, Historia mínima del neoliberalismo, El Colegio de México-Turner. 2016, p. 166.
[5] Maxime Ouellet, La révolution culturelle du capital. Le capitalisme cybernetique dans la societé globale de l´information. Écosociété 2016, pp. 270 y 145
[6] Fernando Escalante Gonzalbo, Historia mínima del neoliberalismo, El Colegio de México-Turner. 2016, p. 188
[7] John Gray, Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global. Paidós 2000, pp. 53-55.
[8] En su obra ¿Por qué los pobres votan a la derecha? el periodista norteamericano Thomas Frank escribe: “es el mundo de los negocios el que, desde los estudios de televisión y siempre en el tono histérico de la insurrección cultural, se dirige a nosotros provocando a las gentes simples, humillando a los creyentes, corrompiendo las instituciones y vilipendiando el patriarcado. Es a causa de la nueva economía y de su culto por la novedad y la creatividad, que los banqueros se gargarizan por ser “revolucionarios” y los corredores de bolsa nos pretenden hacer creer que la especulación con las acciones es un arma inconformista que nos hace entrar en el milenio rock´n´rol. Thomas Frank, Pourquoi les pauvres votent à droite? Agone 2008, p- 184. Citado por Jean-Claude Michéa en La doublé pensée. Retour sur la question libérale. Flammarion 2008, pp. 64-65.
[9] En este sentido, el interesante artículo de Ricardo Calleja Rovira “Conservadurismo metafísico y liberalismo”, en www.redfloridablanca.es.
[10] Vincent Coussedière, Éloge du populisme. Elya Éditions 2012, p. 61.
[11] En su obra Populismo, el veto de los pueblos, Jorge Verstrynge señala que: “todos los populismos son nacional-populismos. Sobraría, pues, la distinción entre populismo y nacional-populismo. Pero la moda obliga…” El profesor de la Complutense incurre aquí en un wishful thinking. Lo cierto es que no todos los populismos son nacional-populismos. En su encarnación europea, el populismo de izquierdas es políticamente correcto, inmigracionista y contrario al “nacional-populismo”, al que identifica con el fascismo (Jorge Verstrynge, Populismo, el veto de los pueblos). El Viejo Topo 2017, p. 91. Un caso diferente es el de América latina, donde la posmodernidad no está asentada y los populismos de izquierdas – muy teñidos de indigenismo – asumen un discurso patriótico.
[12] Recogido por Eric Conan en Marianne del 22.09.2016. Citado por Jorge Verstrynge en: Populismo, el veto de los pueblos, p. 89.
[13] Ésta es la definición de G. Leibholzt en “Pueblo, Nación y Estado” en Revista de Estudios Políticos nº 21. Madrid 1952. Citado por Joaquín Blanco Ande en: El Estado, la Nación, el Pueblo y la Patria. Editorial San Martín 1985, p. 243.
[14] Vincent Coussedière, Éloge du populisme. Elya Éditions 2012, pp. 56 y 52. A los efectos de cernir la relación orgánica entre Pueblo y Nación, el autor recurre al sociólogo Gabriel Tarde y a su clásica exposición sobre “Las leyes de la imitación”, como sustrato común a uno y otra. Para Tarde el Pueblo es un grupo social, y no tiene otra existencia que la de los individuos en relación social a través la imitación. La Nación, por su parte, es un tipo social: la forma sedimentada de las múltiples imitaciones-innovaciones del pueblo. La Nación es la creación continua de un pueblo vivo, que imita y desarrolla la acción de las generaciones pasadas. No es la Nación la que determina las características del Pueblo, sino el pueblo el que, por imitaciones e innovaciones sociales, produce las características de la Nación. (Obra citada, pp. 57-58).
[15] En un despliegue de frenesí neoliberal, el Sr. Manuel Pizarro, especialista económico del Partido Popular, defendía en febrero 2008 un “contrato de integración” para los inmigrantes y declaraba que “los inmigrantes tienen que comprar la bandera y el código de valores compartidos del país al que llegan, como ya ocurre en Estados Unidos”. www.libertaddigital.com 8.2.2008.
[16] Fernando Escalante Gonzalbo, Historia mínima del neoliberalismo, El Colegio de México-Turner. 2016, p. 183.
[17] En su obra clásica La Gran Transformación (1945), el antropólogo húngaro Karl Polanyi advertía que la difusión del mercado libre conduciría, de forma paradójica, a una centralización sin precedentes de los poderes estatales. Karl Polanyi, La Gran Transformación. Editorial Virus 2016.
[18] Laurent Obertone, La France interdite. La vérité sur l´inmigration. Éditions Ring 2018, p. 11.