Siete horas bajo asedio del ERP.
Por Agustín De Beitia
Rodolfo Demayo estaba sentado a la vera
del camino junto a Adrián Segura y Juan Villalba. Los tres soldados
descansaban. Detrás de ellos se extendía el parque con árboles añosos de
la Escuelita de Manchalá, que estaba en refacción. Habían llegado desde
Salta a ese paraje tucumano para ayudar a acondicionar las
instalaciones. Eran nueve conscriptos y dos suboficiales de la I sección
del Batallón de Ingenieros de Montaña 5. La sección se había dividido
para refaccionar varias escuelas rurales en esa zona caliente de
Tucumán. Los guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)
habían elegido ese lugar para instalar su foco rural. El gobierno
constitucional de María Estela Martínez de Perón respondió en febrero de
1975 con el Operativo Independencia, que incluía entre sus objetivos
esas tareas de acción social.
Eran las 17.30 de ese miércoles 28 de
mayo de 1975. Hacía más de tres horas que habían llegado.
Contemplaban
el camino rural, cuyo trazado pasa delante de la escuela y luego hace
una curva cerrada. De allí vieron emerger una camioneta Chevrolet blanca
con numerosos hombres vestidos de verde en su interior. El vehículo
siguió su camino y detrás apareció otra camioneta Ford gris, con su caja
cubierta por una cúpula de lona, también repleta de hombres. Uno de
esos hombres, con el cuerpo asomado, abrió fuego sobre los tres soldados
que estaban en la banquina. Los tres se tiraron hacia atrás y
rápidamente empezaron a arrastrarse hasta el árbol más cercano mientras
les seguían disparando. A Segura una bala le dio en la pierna derecha
(luego deberían extirparle 15 centímetros de fémur). A Villalba, en la
rodilla.
Demayo tenía el fusil en automático y como un acto reflejo devolvió enseguida el fuego. Pero al tercer disparo se le trabó el fusil y empezó a renegar. Ya los tiros arreciaban.
Demayo tenía el fusil en automático y como un acto reflejo devolvió enseguida el fuego. Pero al tercer disparo se le trabó el fusil y empezó a renegar. Ya los tiros arreciaban.
El que había disparado primero era Hugo
Irurzun, alias Capitán Santiago. Irurzun es quien, años después, mataría
con un lanzacohetes portátil RPG al derrocado presidente de facto
nicaragüense Anastasio Somoza. Ese 28 de mayo de 1975 resultó herido. En
su ayuda acudió el guerrillero chileno Domingo Villalobos (alias
Sargento Dago), quien lo alzó y lo alejó renqueando. Pudieron cruzar un
alambrado, pero el disparo de un soldado alcanzó a Villalobos en el
cuello, quien cayó muerto.
Mientras tanto, frente a la escuela, los
guerrilleros ya habían desplegado tres ametralladoras MAG, calibre
7,62, y empezaban a descargar municiones desde tres ángulos diferentes.
Ese fuego de metralla no cesaría durante todo el resto del día.
Demayo y otros dos soldados -César
Pardal y Osvaldo Alcalá- salieron en busca de Segura, que no podía
moverse. Mientras retrocedía con el herido hacia la escuela vio cómo los
impactos de bala iban formando una línea recta a su lado. Los
proyectiles picaban en la tierra y levantaban un polvo que se les metía
en los ojos y les impedía ver. Desde dentro de la escuela respondían con
vehemencia el fuego de la guerrilla.
ACRIBILLADOS
Hoy, al recordar el tiroteo, Demayo
trata de describir el silbido de las balas, que le quedó grabado por
siempre. Los disparos no cesaban. Por momentos, la escuela fue
acribillada. Las ráfagas de metralla se incrustaban en las paredes y
hacían saltar el revoque.
Frente al intenso tiroteo, el cabo 1
Gerardo Lafuente intenta organizar la defensa. Lo primero que ordena es
que Demayo corra hasta su Unimog y vaya en busca de refuerzos.
Lo envió sólo con una pistola, por si
caía secuestrado. El soldado sale al descubierto, sube al vehículo, lo
enciende y de inmediato una ráfaga de disparos hace saltar en pedazos el
parabrisas del vehículo. Entonces Demayo se tira por la ventana del
acompañante y se arrastra hasta el árbol más cercano.
Lafuente le indica que vuelva a
intentarlo, pero esta vez le pide que salga marcha atrás. Así lo hace,
pero cuando gana velocidad los frenos no reaccionan y termina colgado en
una zanja. Al bajar, Demayo observa que ocultos detrás de la curva hay
otros dos camiones con más guerrilleros. Corre a la escuela sorteando
las balas y cuenta la novedad. Lafuente saca cálculos. Concluye que son
atacados por más de 80 hombres y, que si estos terminan de rodearlos,
los van a reventar. Su cálculo no estaba errado. Eran más de 110.
Lafuente despliega a sus hombres por el
parque. Ordena a José Romero que suba al techo para disparar desde allí.
No puede hacerlo. Las balas que pican en la pared mientras trepa se lo
impiden.
En algún momento, desde afuera, escuchan
gritos de los guerrilleros: “Grupo escuela, ríndanse”. Lafuente
responde: “Vengan a buscarnos”. Y del otro lado insisten: “La cosa no es
con ustedes sino con los oficiales, ríndanse”. Y Lafuente: “Vengan a
buscarnos, hijos de puta”.
Alcalá apunta hoy: “¿Cómo íbamos a
creerles, si lo primero que hicieron fue disparar a conscriptos, y
seguirían haciéndolo todo el día?”.
UN ALIVIO
A eso de las 19, la llegada de un camión
con el sargento ayudante Serafín Lastra, más cuatro soldados que
subieron en la escuela de Balderrama, alertados por los disparos, alivia
el asedio. Los soldados Juan Pucapuca, Luis Peñaranda, Aldo Parada y
Juan Sulca no llegan a la escuela, pero ofrecen un segundo frente de
resistencia. Fue la mano de Dios, dirá hoy Alcalá.
Los guerrilleros pueden haber creído que
se trataba de una emboscada. Algo similar había sucedido antes con otro
camión conducido por Roberto Mamani, que fue recibido con una feroz
descarga de disparos. Mamani cayó herido. La llegada esporádica de estos
camiones, con cinco hombres el primero y tres el segundo, hizo que los
soldados que se batían con la columna de guerrilleros sumaran casi una
veintena.
Al
caer la noche los disparos se volvieron más esporádicos. Para las 21 se
establece una tensa calma. En el interior de la escuela se preparan
para afrontar un casi seguro asalto final, un combate cuerpo a cuerpo.
Las horas pasan. Hasta que a la medianoche la llegada de refuerzos en
gran escala, con bengalas que iluminan el cielo, dispersa a los
atacantes.
El ERP abandonó en el lugar un camión
donde había cohetes y armamento suficiente para volar el Comando del
Operativo Independencia en Famaillá, que era el objetivo de los
guerrilleros. También había un cofre con 40 mil dólares que les prometen
que se los darán. Hasta el día de hoy no tienen noticias de ese dinero.
Fue una victoria decisiva para el
Ejército, pero con el tiempo la sociedad olvidaría el arrojo de estos
hombres, en medio de una política planeada para tal efecto.
MEDALLA
Hasta hace unos años “veníamos para esta
fecha solos, comíamos y nos íbamos”, cuenta a este diario Demayo, al
término de la ceremonia de la semana pasada en la que el Ejército les
concedió una medalla en reconocimiento a su valor. Es la primera vez que
les otorga una distinción.
Demayo se muestra muy emocionado.
Durante el acto del Ejército fue uno de los que se conmovió hasta las
lágrimas. Rememora un combate muy difícil.
Alcalá concuerda en que el
reconocimiento recibido “fue muy emocionante”. “Ahora falta que nos
reconozca el Estado argentino. El problema de los argentinos es que no
tenemos memoria. Hemos sido olvidados. Y, sin embargo, Manchalá fue el
principio del fin de la guerrilla”.
“No tenemos memoria, ni verdad, ni justicia, ni reparación”, corrobora Demayo.
“Aquí no hay nada de reconocimiento
material”, apunta Romero, quien hoy está jubilado con un haber de
$8.000. “Hay gente que vive al día. Es indignante porque para el otro
bando hubo un festival de dinero. El que menos recibió se quedó con 120
mil dólares”.
Muchos de los manchaleros eran jóvenes
muy humildes entonces y hoy subsisten como pueden. Son jornaleros en el
campo. Realizan “changas” por cien pesos al día. Dos de ellos ayudan a
los demás.
Demayo concluye que la situación, toda, es indignante. “Tengo ganas de encontrarme con alguno de los que combatieron contra nosotros aquel día. Y le haría una pregunta. Una sola pregunta: ¿Qué pretendían?”
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Demayo concluye que la situación, toda, es indignante. “Tengo ganas de encontrarme con alguno de los que combatieron contra nosotros aquel día. Y le haría una pregunta. Una sola pregunta: ¿Qué pretendían?”