León XIII. Rerum novarum cupiditas (15 de mayo de 1891)
“El ansia de novedades, que ha comenzado desde hace mucho tiempo a
agitar a los pueblos”, escribe León XIII, “debía naturalmente pasar del
orden político al orden económico/social. En efecto, los nuevos métodos
de la industria, las relaciones transformadas entre patrones y obreros,
la riqueza que se ha acumulado en pocas manos y la pobreza que se ha
extendido enormemente, la conciencia de las propias fuerzas vuelta más
viva en las clases trabajadoras, todo este conjunto de cosas ha hecho
estallar el conflicto social” (León XIII, Encíclica Rerum novarum, en Tutte le Encicliche dei Sommi Pontefici, Milano, Dall’Oglio Editore, ed. V, 1959, 1º vol., p. 433).
En pocas palabras, el socialismo colectivista y el liberalismo
individualista, enfrentados entre sí primero en el orden doctrinal y
político, con el paso del tiempo se han confrontado y han entrado en
conflicto también a nivel práctico y socio/económico. En efecto, por una
parte, la revolución industrial ha enriquecido todavía más a una
pequeña parte de dadores de trabajo y, por otra, ha empobrecido
ulteriormente a la vasta clase obrera, que era ya muy mísera. Además,
con el paso del tiempo, la clase trabajadora ha adquirido conciencia de
su poder dada su gran cantidad no organizada todavía. Por tanto, ha
nacido un enfrentamiento práctico, social y económico entre patrones y
obreros. El Papa – con la ayuda de la doctrina cristiana – se propone
resolver este conflicto, que las solas ideologías políticas o económicas
(liberales y socialistas) no pueden resolver, sino que, en cambio,
agudizan cada vez más, enseñando – el socialismo – a los pobres el odio
de clase y – el liberalismo – a los ricos la sola mejora de sus
condiciones económicas (como fin último suyo) incluso en perjuicio de
los trabajadores.
Es necesario, por tanto, establecer los justos confines y la sana
convivencia entre capital y trabajo, sin convertir la cuestión obrera en
revolución o en explotación.
Con el debilitarse del espíritu cristiano, recuerda el papa Pecci,
murieron las Corporaciones, que defendían los intereses de las clases
sociales particulares, no poniéndolas una contra otra, sino intentando
hacer que cooperaran entre ellas al bien común. Por eso los obreros se
han encontrado en manos de sus patrones más instruidos y mejor
organizados. De esta situación han nacido dos errores contrapuestos: 1º)
el socialismo, que incita a los obreros a la revolución, al odio y a la
lucha de clases; 2º) el liberalismo económico, que concede al individuo
el poder de enriquecerse cada vez más, pensando sólo en sus intereses
individuales e incluso explotando a los obreros. Por tanto, por un lado
se ha formado un pequeño ejército, pero bastante fuerte, de pocos
extremadamente ricos y “usureros”; por otro una enorme masa, mal
organizada al inicio, de obreros extremadamente pobres y mal pagados.
El Papa advierte que para llegar a la paz y a la colaboración entre
las dos clases sociales es necesario actuar de manera que también los
obreros puedan convertirse en pequeños propietarios, invirtiendo en la
propiedad privada la ganancia del justo salario (cuyo fraude es un
“pecado que clama a Dios”) debido a su trabajo. El fin no es, por tanto,
la abolición de la propiedad privada, como querría el socialismo, sino
la extensión a todos de ella, al menos en una pequeña parte. El
socialismo, en cambio, acumulando la propiedad sólo en manos del Estado,
quita a los obreros la libertad y la voluntad de invertir su ganancia
para mejorar su estado social. Más aún, incluso en los Países
socialistas, los obreros se vuelven más esclavos de un único
extraordinariamente rico, que es el Estado patrón de todo bien, por lo
que quien no obedece al Estado socialista ni siquiera come.
Por lo que respecta al derecho natural a la propiedad privada, el
Papa recuerda la sana doctrina sobre ella: el animal bruto, que no es
una persona inteligente y libre, no tiene un derecho estable a la
propiedad, sino que usa de ella libremente aprovechando los medios que
encuentra a su alrededor, comiendo y reproduciéndose. En cambio, el
hombre, que es una persona inteligente y libre, no sólo usa
temporalmente y consume los bienes materiales que están a su alrededor,
sino que la racionalidad le concede además del uso también el derecho
estable a poseer una propiedad suya, que no se consume con el simple uso
(como sucede con los animales brutos). Así, el hombre provee a su
manutención, a su futuro y al de su familia (siendo los hijos una
continuación en el tiempo y en el espacio de sus padres). La tierra
tiene un valor enorme, ya que proporciona al hombre los bienes estables
que satisfacen las necesidades futuras de la vida humana y sin los
cuales sería verdaderamente miserable; por este motivo los verdaderos
amigos del pueblo y de los pobres son los cristianos, que proveen a sus
necesidades y a su desarrollo y no los revolucionarios socialistas, que
lo matan de hambre y lo hacen esclavo del Estado Leviatán.
León XIII pasa después a explicar el “Principio de subsidiariedad”, o
sea, la doctrina según la cual el Estado interviene en la vida de los
particulares y de las familias sólo allí donde ellos no consiguen
obtener con sus solas fuerzas su fin y su bien. Por tanto, lo que el
hombre puede hacer solo debe hacerlo por sí mismo y no como sujeto y
súbdito de un Estado absoluto, que interviene en todos los aspectos de
la vida de los ciudadanos particulares, sofocando toda su libre y
espontánea iniciativa.
A la objeción socialista según la cual la Naturaleza (o sea Dios) da
la tierra para uso de todos los hombres y, por tanto, la propiedad
privada sería un hurto, el Papa responde: 1º) esto no significa que
todos deban tener un uso y un dominio común y promiscuo de toda la
tierra, sería la anarquía y la guerra perpetua; 2º) no significa tampoco
que sea asignada una parte de territorio a Ticio y una parte a Cayo y
así sucesivamente a todos; 3º) quiere decir sólo que Dios (o la
Naturaleza, como la llaman los socialistas) deja a la industria de los
hombres el dominio sobre el territorio que consiguen conquistar con su
trabajo. Y esto no daña a nadie, ya que también la tierra de un privado
beneficia a los demás, que reciben alimento de ella. Por tanto, si los
hombres trabajan la tierra con sus fuerzas y con el sano uso de su
razón, ella les mantiene. Pues bien, la tierra cultivada ha recibido la
impronta de la personalidad de quien la posee en primer lugar y la
cultiva. Por tanto, el hombre que la posee y la cultiva en primer lugar
puede considerarla suya sin robar o hacer daño a nadie. En efecto, los
frutos de la tierra trabajada son el efecto combinado de la propiedad y
del trabajo de la tierra. Por tanto, el hombre que la trabaja en primer
lugar tiene su propiedad y no sólo su uso. Una vez que él se ha
convertido en propietario, puede llamar a otros hombres a trabajar
sometidos a él, dándoles un justo salario, que les permita vivir de él
convenientemente sin que se conviertan a su vez en propietarios de ella.
La Ley natural y divina recuerda el derecho a la propiedad privada con
el Séptimo Mandamiento: “No desearás las cosas ajenas”, que es, en
cambio, negado por los socialitas.
El Papa pasa ahora a explicar la doctrina católica sobre la familia,
que es una “sociedad imperfecta, pequeña, pero verdadera y anterior a la
Sociedad civil” (ib., p. 438) o Estado, Sociedad perfecta de orden
temporal. El padre tiene un derecho natural a proveer a sus hijos en las
necesidades de su vida mediante la adquisición de bienes que
fructifican y que puede dejar libremente a sus hijos como herencia. El
Estado no debe contraponerse a la patria potestad y aniquilarla,
convirtiéndose en el patrón absoluto de las familias y de los hijos,
antes bien, debe permitir a los padres educar libremente a sus hijos y
proveer a sus necesidades, interviniendo sólo en casos extraordinarios y
excepcionales, o sea, allí donde la familia no consigue procurar el
bien común de los que pertenecen a ella. Sólo así, el Estado es un
subsidio o una ayuda válida para las familias.
Por tanto, sólo la religión cristiana y la Iglesia de Cristo pueden,
con su doctrina y sus costumbres, resolver positivamente, sin
revoluciones ni explotaciones, la cuestión social u obrera. Ciertamente
necesita para el buen éxito de su misión social de la ayuda del Estado,
que no debe estar separado y contrapuesto a la Iglesia (“una Iglesia
libre en un Estado libre”), sino diferenciado de ella pero subordinado a
ella (como el cuerpo es distinto, pero subordinado al alma). También
los patrones y los obreros están llamados a ayudar a la Iglesia a la
solución del problema social obrero/patronal (ib., p. 439).
En efecto, “sólo la Iglesia es la que extrae del Evangelio doctrinas
aptas para resolver o para hacer bastante menos áspero el conflicto de
clases: ella, con un gran número de instituciones benéficas, mejora las
condiciones del proletariado y además quiere que las fuerzas de todas
las clases sociales cooperen juntas” (ib., p. 440).
El Papa plantea ahora un principio del cual hacer derivar la acción
social en vista de la futura paz y entendimiento entre las diferentes
clases sociales: “es necesario soportar la condición propia de la
humanidad: quitar del mundo las diferencias sociales es algo imposible”
(ivi). Los socialistas lo querrían, pero todo intento realizado contra
la naturaleza de las cosas se vuelve inútil. Pues bien, en los hombres,
por naturaleza, existe una gran variedad y muchas diferencias
accidentales: no todos tienen la misma inteligencia, la misma
diligencia, la misma salud, las mismas fuerzas. Por eso, de estas
diferencias inevitables nace la diferencia de las condiciones sociales:
el más sano, inteligente, diligente, trabajará más y mejor y,
normalmente, será más rico. Lo que es necesario hacer es dar a todos lo
mínimo suficiente y también lo conveniente para vivir sin querer nivelar
a todos al mismo grado. El Papa cita el apólogo de Agripa Menenio y San
Pablo: “Una vez los miembros del hombre, constatando que el estómago
estaba ocioso, rompieron los acuerdos con él y conspiraron diciendo que
las manos no llevarían comida a la boca y que la boca no lo aceptara, ni
los dientes lo masticaran como es debido. Pero, mientras intentaban
domar al estómago, se debilitaron también ellas y el cuerpo entero se
consumió. De aquí se ve cómo la función del estómago no es la de un
perezoso, sino que distribuye el alimento a todos los órganos. Fue así
como los distintos miembros del cuerpo recuperaron la amistad entre
ellos y con el estómago. Así, Senado y Pueblo, como si fueran un único cuerpo, se consumen con la discordia, mientras que con la concordia permanecen en buena salud” (Tito Livio, Ab Urbe condita,
II, 32). San Pablo, divinamente inspirado, retomó la doctrina social de
Agripa Menenio narrada por Tito Livio y la aplicó a la sociedad
religiosa, o sea, a la Iglesia: “Muchos son los miembros, pero uno solo
es el cuerpo. Ni el ojo puede decir a la mano: “No te necesito”; ni la
cabeza a los pies […]. Antes bien, los miembros que parecen más humildes
son los más necesarios. […]. Dios compuso el cuerpo para que no hubiera
división en él, sino, antes bien, los diferentes miembros cuidaran unos
de otros. Por tanto, si un miembro sufre, todos los miembros sufren
juntos; y si un miembro está bien, todos los demás se alegran con él” (1 Cor., XII, 4-20).
Después, León XIII explica que antes del pecado original el trabajo
para el hombre era una recreación, pero tras el pecado original se
volvió una fatiga, que necesita afrontar para poder vivir bien y no
todos lo afrontan con la misma alegría. Esta diferencia de disposiciones
explica la diferencia de condiciones sociales, que no pueden y no deben
ser eliminadas. Ciertamente los más ricos deben ayudar a los pobres con
caridad sobrenatural y todo ello no debe llevar a caer en la trampa del
odio de clase, que “es el inconveniente más grande de la cuestión
obrera” (ivi) fomentado por los socialistas, que exacerban las malas
inclinaciones de las concupiscencias y de los vicios capitales presentes
en todo hombre y que mueven a envidiar a quien está mejor. Según la
doctrina católica, las clases sociales deben armonizarse entre ellas, ya
que una está hecha para la otra (como los diferentes miembros del
cuerpo). En efecto, “el capital no puede subsistir sin trabajo, ni el
trabajo puede subsistir sin el capital” (ib., p. 441).
El Papa explica, por tanto, cómo el cristianismo puede pacificar a
patrones y obreros. Les recuerda los deberes que tienen ambos. Por lo
que respecta al proletariado: debe trabajar bien; no debe ofender ni a
la persona ni la propiedad de los patrones; debe abstenerse de la
violencia al defender sus derechos. Mientras que los deberes de los
patrones son los siguientes: los obreros no son esclavos y deben ser
tratados por los patrones como personas humanas y amados como
cristianos; los patrones deben pensar en la salvación de las almas de
los obreros, la deben facilitar y no obstaculizar; deben dar a cada
obrero la justa paga (después veremos en qué consiste); no deben oprimir
a los necesitados, sino aliviarlos; no deben dañar los ahorros de los
obreros.
Además, la Iglesia quiere hacer recíprocamente amigas y
sobrenaturalmente caritativas a las dos clases de patrones y obreros.
Para hacerlo, debe decirles que 1º) el hombre es creado por Dios; 2º) la
tierra no es la patria sino el exilio; 3º) ser rico no es esencial para
salvar la propia alma; 4º) los sufrimientos humanos son ocasión de
mérito y deben ser aceptados; 5º) las riquezas no libran a nadie del
dolor; 6º) los ricos deberán rendir cuentas a Dios del uso de sus
bienes.
Por lo que respecta a la riqueza, se debe distinguir la posesión o la
propiedad de los bienes de su uso. Se poseen los bienes para sí y se
usan para sí y para los demás. Lo necesario y lo conveniente para la
propia manutención se tiene para sí, pero lo superfluo es debido darlo
como limosna caritativa a los necesitados. Lo necesario es lo que es
estrictamente necesario para vivir, lo conveniente es lo que es debido
al decoro del propio estado social y lo superfluo es lo que sobra
después de haber provisto al decoro conveniente del propio estado. Dar
lo superfluo es un deber de caridad y no de justicia, por tanto no
obliga con grave incomodo y no puede ser convertido en obligatorio por
el Estado mediante leyes, o sea, la caridad no puede ser impuesta por
ley por el Estado, de otro modo dejaría de ser caridad.
El Papa insiste todavía en que el único remedio verdadero y
definitivo a los males del mundo es el cristianismo, que transforma la
sociedad pagana y le da el verdadero progreso moral. Es necesario, por
tanto, volver a la vida verdaderamente cristiana para reformar una
sociedad en estos momentos decadente, volviendo a los principios que
tienden a la consecución del bien común. La Iglesia cuida ante todo y
sobre todo a las almas, pero no descuida la vida terrena e intenta
mejorar también esta, ya sea indirectamente, incitando al hombre a la
vida virtuosa y animándolo a la consecución del bienestar común
temporal; ya sea directamente, promoviendo obras sociales de alivio y de
beneficencia hacia las clases más necesitadas. El bien social es puesto
radicalmente en la virtud, que a su vez necesita de la ayuda de los
bienes corporales y temporales para ser ejercitada tranquilamente. La
masonería critica la caridad ejercitada por la Iglesia e intenta
sustituirla por la filantropía legalizada.
El Estado debe tutelar los intereses de todos, pero especialmente de
los pobres, que son los más necesitados de ayuda. Sin embargo, al
defender la propiedad privada, es necesario que el Estado frene la
codicia de los pobres, los cuales son empujados por el socialismo a
invadir la propiedad ajena y a apoderarse de ella; pero el obrero debe
participar en la riqueza que produce como brazo bajo la cabeza, que es
el patrón. La huelga normalmente debe ser evitada porque hace daño tanto
a los patrones como a los obreros, queda como extrema ratio
para resolver los problemas laborales surgidos entre patrones y obreros.
Es necesario, por tanto, eliminar las causas que hacen estallar las
huelgas. Además, el Estado, con sus leyes, debe proteger también el alma
del obrero, no impidiendo su vida virtuosa y la práctica religiosa. El
trabajo de los niños debe ser prohibido porque es superior a sus fuerzas
y las mujeres deben poder desarrollar trabajos domésticos para poder
ocuparse de la buena marcha del hogar doméstico.
El Papa toca ahora la cuestión del justo salario de manera
específica, enseñando que debe ser regulado por el estricto libre
consenso de las dos clases sociales (obreros y patrones), pero, a la luz
de la justicia natural. El justo salario es el que hace vivir
convenientemente al obrero y a su familia, sin deber empujar a la mujer y
a los hijos a trabajar también. Con el justo salario el obrero
ahorrador y parsimonioso debe poder adquirir por sí mismo para su
familia una casa propia con un pequeño trozo de tierra. Si el obrero por
necesidad se ve obligado a aceptar una paga más estrecha de la
conveniente y justa impuesta por el diktat del patrón, nos
encontramos frente a una violación de la justicia natural. La revolución
socialista opone a las dos clases (de los propietarios y de los
proletarios) la una contra la otra, mientras que el derecho de propiedad
quita dicha contraposición incluso para los obreros y evita el
enfrentamiento y el odio de clases.
El Pontífice recuerda que es necesario evitar la plaga de la
emigración, que desarraiga a los obreros de sus raíces religiosas,
culturales, económicas y sociales y los echa en pasto de la revolución.
Por tanto, es necesario promover el apego y el amor al propio lugar
natal.
Los impuestos deben ser justos, o sea, no deben superar el 20% de lo
que se gana, de otro modo empujan a los peor tratados a evadir el fisco
mientras que es un deber de conciencia pagar los impuestos justos al
Estado, que se sirve de ellos para las obras de utilidad pública.
Las Corporaciones, que ayudan a los oficios particulares a defender
sus intereses allí donde el ciudadano individual no lo conseguiría
dejado solo y en manos de un Estado Leviatán, deben sera favorecidas por
el poder público. El hombre es por naturaleza un animal social. Por
tanto, debe tener sociedades imperfectas o privadas (Corporaciones) que
persiguen el bien privado de sus socios. El hombre tiene derecho a poder
reunirse en Sociedades privadas e imperfectas en el interior del
Estado, que debe defender los derechos naturales y no obstaculizarlos.
Las Corporaciones tradicionales son órganos intermedios entre el
individuo y el Estado, protegiendo al primero de la mayor fuerza del
segundo, y no tienen nada que ver con el Corporativismo de Estado, que
sería un subrogado del Sindicato único del Estado Leviatán.
El Pontífice recomienda al Estado favorecer la educación y la
instrucción religiosa, ya que la religión debe ser el principio y
fundamento de un Estado bien constituido.
Joseph
(Traducido por Marianus el eremita)