III.1. LA URDIMBRE EN SUS ORÍGENES
III.1.5. UNA DINASTÍA PARADIGMÁTICA: EL CLAN ROCKEFELLER
El forjador de la saga, John Davison Rockefeller, nació
en 1839 en Richford (New York), en el seno de una familia descendiente de
inmigrantes judío-alemanes llegados a Estados Unidos en 1733.
Durante sus modestos inicios como contable de la firma Hewit and Tuttle, el
joven John Davison emprendió la redacción de una
especie de diario económico al que tituló "Libro Mayor A".
Aquel curioso registro, que todavía se conserva actualmente, y las
anotaciones contenidas en su libro autobiográfico "Random
Reminiscences", ofrecen un esbozo magistral de su personalidad, en la
que se combinaban, a partes iguales y en una suerte de simbiosis perfecta, la
austera cicatería del buhonero y la ambición ilimitada del
empresario predador. Y como se comprenderá, un hombre adornado de tales
cualidades, y de otras que iremos viendo, estaba irremisiblemente abocado al éxito
económico.
En 1858 abandonó su primer empleo para asociarse con un negociante
inglés llamado Maurice Clark, con quien fundó la compañía
Clark and Rockefeller. A la habilidad para los negocios del joven Rockefeller
vino a sumarse muy pronto un acontecimiento crucial: la guerra de Secesión.
Tal suceso multiplicó los pedidos y el volumen comercial de la firma,
aunque ése no fue más que el primer capítulo de su dilatada
carrera empresarial. El segundo y más importante comenzaría el 10
de enero de 1870, cuando, después de una experiencia de varios años
en el sector petrolífero, fundara ya en solitario la Standard Oil.
A partir de ese momento se inició una ascensión imparable que
acabaría desembocando en el dominio prácticamente absoluto del
trust Rockefeller en la industria del petróleo. Por el camino quedaron
sus competidores y un largo rosario de artimañas, extorsiones, sobornos e
irregularidades de toda índole. Nada, por otra parte, que no fuera la
propia lógica del capitalismo llevada a sus naturales consecuencias.
Desde entonces, la jaculatoria preferida del fundador de la dinastía sería
"Dios bendiga a la Standard Oil", y la divisa de su
imperio económico, perpetuada en el tiempo por sus descendientes, dice así:
"Por el bien de la Humanidad".
Entre las prácticas habituales de la Standard Oil figuraban los
sobornos a los empleados de otras compañías, las coacciones a los
clientes de sus competidores, amenazándoles para que cancelasen sus
pedidos, y la compra de parlamentarios, mediante la cual paralizó en
numerosas ocasiones diversas proyectos legales tendentes a poner coto a sus
desmanes. A todo esto se añadiría la extraordinaria complejidad
jurídica de su estructura, lo que, unido a la absoluta laxitud e
inoperancia de las leyes federales antimonopolísticas, garantizaba a la
Standard una amplia impunidad. Tanto es así que, desde su creación
en 1870, la Standard pasó de una producción inicial equivalente al
4% del mercado petrolífero americano, al control en 1876 del 95% de dicho
mercado. En el corto espacio de seis años la compañía de
Rockefeller había laminado o absorbido prácticamente a todos sus
competidores.
Las innumerables tropelías perpetradas por la Standard se fueron
acumulando con los años en forma de otras tantas demandas legales
interpuestas por sus víctimas, a las que se añadieron las de
diversos Estados de la Unión. Huelga decir que sin ningún
resultado satisfactorio para los querellantes. Pero en 1907 un juez encontró
a la Compañía culpable de 1.642 casos de extorsión, condenándola
por ello al pago de indemnizaciones por valor de 29.240.000 dólares.
Cuando John Davison Rockefeller tuvo noticia del fallo, comentó
sin inmutarse: "El juez Landis estará muerto mucho antes de
que hayamos saldado esa deuda". El magnate americano, que conocía
muy bien el terreno que pisaba, no se equivocó. Aquella resolución
condenatoria sería anulada en recurso años después.
Con el transcurso del tiempo, el nivel de organización y eficacia del
Trust se iría ampliando de acuerdo con las exigencias del capitalismo en
expansión. Una de las innovaciones más provechosas para la firma
fue adoptada por el primogénito del fundador, John Davison Rockefeller
junior, quien, a raíz de su matrimonio con Abby Greene Aldrich,
había entroncado con una de las más rancias familias de la
oligarquía pilgrim. En 1923, Junior incorporó al trust familiar
una nueva categoría de colaboradores: los asociados, una especie de
consultores con rango oficial que en poco tiempo conformaron una amplia red de
influencia cuyas ramificaciones abarcaban todos los sectores de la sociedad
norteamericana. Además de velar por los intereses de la casa Rockefeller,
uno de los más importantes cometidos de sus asociados consistía en
contactar con personas bien situadas y relacionadas e incorporarlas a la firma,
extendiendo así el peso y la influencia de ésta.
Sin embargo, las bazas más importantes en lo tocante a la consolidación
y la expansión del Trust fueron, sin ninguna duda, su implantación
en el ámbito bancario, y sus inversiones filantrópicas.
En 1911, John D. Rockefeller adquirió un grueso paquete de
participaciones de la Equitable Trust Company, convirtiéndose así
en su accionista mayoritario. Nueve años después esa entidad
financiera manejaba ya un volumen de depósitos superior a los 250
millones de dólares y se había situado en el octavo lugar del
escalafón bancario estadounidense. El siguiente paso tuvo lugar en 1930,
cuando John Davison Junior ultimó la fusión de la Equitable Trust
Company con el Chase National Bank, que pasó a convertirse de ese modo en
el mayor banco del país. No habían transcurrido aún tres años
desde la fusión cuando el clan Rockefeller lograba situar a uno de sus
miembros (Winthrop Aldrich) en la presidencia del Consejo de
Administración de la entidad. El proceso de consolidación
financiera culminaría finalmente en 1955, con la fusión del Chase
Natinal Bank y el Bank of the Manhattan Company, ligado al grupo Warburg, fusión
de la que resultó el Chase Manhattan Bank, presidido desde 1969 por David
Rockefeller, nieto del fundador de la dinastía y cabeza de la misma en la
actualidad.
No será difícil advertir que la conformación de esos
mastodónticos conglomerados económicos, que no ha hecho sino
acentuarse con el transcurso del tiempo, contradice frontalmente las cacareadas
reglamentaciones antitrust, así como el no menos vociferado sofisma del
libre mercado, conceptos que no son en la práctica más que
entelequias propagandísticas, como los hechos demuestran hasta la
saciedad.
Por lo que se refiere a la evolución del trust Rockefeller, pueden
mencionarse dos simulacros jurídicos de impedimento a sus prácticas
monopolísticas, que se saldaron, como no podía ser de otra forma,
con sendos fiascos. Considerando cuál es la dinámica propia y
connatural del sistema capitalista, esperar otra cosa habría sido
absurdo.
El primero de tales intentos tuvo lugar en 1887, a raíz de una
resolución adoptada por el Congreso (Inter State Commerce Act) en contra
de los consorcios comerciales interestatales y de las rebajas discriminatorias
practicadas por las compañías ferroviarias en favor de los grandes
trusts. La Standard Oil, que vulneraba dichas disposiciones, fue emplazada ante
los Tribunales y condenada en juicio a su disolución. Pero la sentencia
no fue ejecutada.
Poco después, en 1889, el Estado de Ohio demandaba de nuevo a la
Standard, apoyándose en una ley que prohibía toda asociación
económica cuya red comercial se extendiese por varios Estados de la Unión.
El fallo de los Tribunales volvió a ser condenatorio, conminando a los
responsables de la Compañía a disolverla. Como respuesta, John D.
Rockefeller, que en esa ocasión simuló acatar formalmente la
resolución judicial, estableció con los administradores y
fideicomisarios de sus empresas un "gentlemen agreement", es decir, un
acuerdo tácito entre "hombres de honor" por medio del cual se
mantuvo de facto la vinculación orgánica de todas las compañías
del Trust. Todo siguió, por tanto, igual que antes.
Veinte años más tarde, tras un largo paréntesis de
calma, se desencadenaba la segunda y última tentativa. Por aquellas
fechas, el juzgado federal móvil de Missouri emprendía un proceso
contra el trust Rockefeller bajo la acusación de complot contra el libre
mercado, iniciándose así un dilatado proceso a lo largo del cual
fueron acumulándose las resoluciones condenatorias y los consiguientes
recursos. Finalmente la causa llegó a la Corte Suprema, que en marzo de
1911 decretó la desmembración de la Standard en 39 compañías
diferentes, cada una de las cuales debería operar independientemente y en
competencia con las demás. Aquello no fue más que un nuevo
espejismo, ya que las participaciones de la Standard siguieron, lógicamente,
en manos de los mismos accionistas, de tal modo que el único cambio que
se produjo consistió en que el Trust dejó de operar con un solo
nombre para hacerlo bajo varios distintos. Fue así como nacieron La
Standard Oil of New Jersey, la Standard Oil of Ohio, la Standard Oil Company of
New York (SOCONY), la Vacuum Oil, la Humble Company, etc.
Por su parte, John D. Rockefeller, que seguía siendo el accionista
mayoritario, eludió cualquier sospecha de intentar reconstruir el
consorcio creando una serie de fundaciones filantrópicas a las que
transfirió buena parte de sus acciones. A título de muestra, sólo
una de ellas, la Rockefeller Fundation, recibió cuatro millones de
acciones de la Standard de New Jersey y dos millones de títulos de la
Standard de Indiana. Un tema del que convendrá ocuparse a continuación,
no sin antes consignar que el único resultado efectivo de aquella "desmembración"
fue la espectacular subida experimentada por las acciones de la Standard en la
bolsa neoyorquina, al punto que, en el breve plazo de cinco meses, el valor de
las mismas aumentó en 200 millones de dólares, una cifra nada
despreciable para la época. Poco después de aquel evento era
elegido nuevo presidente de los Estados Unidos William Taft,
quien manifestaría públicamente sus escasas simpatías por
la legislación antitrust, calificándola de insensata e inoperante.
Por lo que se refiere a las Fundaciones filantrópicas, el
primero que supo vislumbrar sus polifacéticas utilidades fue Andrew
Carnegie, quien, por otra parte, era un decidido entusiasta
del darwinismo social ; una contradicción que, a la luz de la realidad
que se enmascara tras esas instituciones, no es más que aparente. Pero
serían los Rockefeller quienes mejor partido iban a sacar a este valioso
instrumento, que en sus manos se reveló como un recurso de efectividad
inigualable. Y es que tales entidades no sólo sirvieron para convertir la
animosidad social hacia el clan de los primeros momentos en creciente simpatía,
derivada de su nuevo papel "benefactor", sino también como un útil
de primer orden para burlar la reglamentación antitrust.
Con todo, no se agotan ahí los múltiples usos de las
Fundaciones, toda vez que éstas se han mostrado también como un
vehículo inmejorable de penetración e influencia en todos los ámbitos
de la sociedad.
Si nos ceñimos al terreno estrictamente económico, las
prerrogativas que la legislación norteamericana concede a este tipo de
instituciones hablan por sí mismas. Así, los fondos transferidos a
una Fundación son deducibles en la declaración de la renta, y
todos los bienes que le son entregados están exentos de derechos
sucesorios. Por lo demás, las donaciones pueden ser efectuadas tanto por
personas físicas como por cualquier tipo de sociedad, sea o no de carácter
lucrativo. Asimismo, las fundaciones están exentas a perpetuidad del pago
de impuestos, lo que no impide que puedan poseer, comprar o vender todo tipo de
bienes inmuebles y de valores mobiliarios, así como conceder préstamos
a sus donantes. Todo ello hace que los miembros de sus Consejos Directivos
dispongan de una plataforma óptima para actuar en beneficio propio al
amparo de los privilegios de que goza la Fundación.
En el ámbito político, las diversas Fundaciones del clan
Rockefeller le rindieron igualmente un valioso servicio a éste. A través
de ellas, y de otros eficaces instrumentos, como el Consejo de Relaciones
Exteriores, el clan Rockefeller ha mantenido durante las últimas
cinco décadas una considerable influencia en las altas esferas del poder
político. De hecho, buena parte de los personajes que han determinado la
política norteamericana a lo largo de ese período, estuvieron
vinculados a las entidades del trust Rockefeller, cuando no procedían
directamente de los órganos directivos de las mismas. La relación
es tan numerosa que sólo podrán citarse algunos de los más
significativos, entre los cuales figuran Douglas Dillon, James
Forrestal, John McCloy, Robert Patterson, Allen y John Foster Dulles, Winthrop
Aldrich y Dean Rusk, destacados protagonistas todos ellos de la escena
pública estadounidense de postguerra.. La lista continúa con los
hombres que constituyeron el relevo generacional de los primeros, como son
Walt W. Rostow, Zbigniew Brzezinski y Henry Kissinger, salidos
igualmente de los foros y organismos patrocinados por las Fundaciones
Rockefeller.
No menos importante ha sido y es la presencia de las diversas Fundaciones
Rockefeller en la vida social estadounidense, acerca de cuyo alcance tan solo
podrán ofrecerse aquí algunas muestras, ya que la actividad de esa
maquinaria fundacional se extiende por campos tan diversos como la demografía,
la religión o la enseñanza académica, si bien su orientación
ideológica es la misma en todos los casos.
Uno de los campos en el que la Fundación Rockefeller fue pionera es
el del control de la natalidad, al punto que ya en 1934 comenzó a
desarrollar su labor en ese terreno uno de los miembros del clan, John D.
Rockefeller III, si bien los condicionantes mentales de la época no eran
aún lo suficientemente propicios para tales planteamientos. Pero ese
inicial inconveniente no habría de suponer un gran obstáculo. Todo
era cuestión de tiempo y del adecuado despliegue propagandístico
para que la mentalidad occidental fuera adaptándose a las necesidades
del capitalismo moderno. A medida que el asunto se fue divulgando, el rechazo de
los primeros momentos a las tesis anticonceptivas fue dando paso a una acogida más
favorable, de tal modo que ya a finales de los cincuenta el control de la
natalidad se había convertido en una de las prioridades de la política
exterior norteamericana. Tanto es así que, en 1958, el Departamento de
Estado adoptó como tesis oficial que el crecimiento demográfico
constituía el mayor obstáculo para el desarrollo económico
y social y para el mantenimiento de la estabilidad política en los países
del Tercer Mundo. Una tesis que ha venido manteniéndose desde entonces, y
mediante la cual se han soslayado sistemáticamente las razones de fondo
de la postración tercermundista. No será ocioso significar que
buena parte del presupuesto dedicado por la Administración norteamericana
al control de la natalidad en las regiones subdesarrolladas ha corrido
tradicionalmente a cargo de las Fundaciones Ford y Rockefeller, cuyo proverbial
altruismo se manifiesta igualmente en el ámbito occidental a través
de sus aportaciones millonarias a la causa proabortista.
También en el terreno académico las inversiones del trust
Rockefeller han sido cuantiosas. Figura entre sus principales logros la
Universidad Rockefeller, cuyo antecedente embrionario fue el Instituto de
Investigación Médica. Otro importante centro cultural financiado
por las Fundaciones Rockefeller ha sido el complejo de Morningside Heights, una
especie de emporio académico del que forman parte la Universidad de
Columbia, el Teachers College, el Barnard College, la International House, la
Iglesia Riverside, el Seminario de la Unión Teológica y el
Seminario Teológico Hebreo.
También el ámbito religioso, por llamarlo de alguna manera, ha
suscitado la atención de la filantropía rockefelleriana. El primer
impulsor de semejante labor fue John D. Rockefeller junior, que ya a principios
de los años treinta comenzó a significarse como el principal
promotor financiero del protestantismo liberal. Título al que se hizo
acreedor mediante sus cuantiosos aportaciones y su entrega personal a la causa
promovida por instituciones como el Movimiento Mundial Interiglesias, el Consejo
Federal de Iglesias y el Instituto de Investigaciones Sociales y Religiosas,
cuyos postulados ideológicos se basaban en una especie de ecumenismo
pseudorreligioso y en un cambio de las instituciones eclesiásticas al
objeto de que éstas se incorporasen a las tesis ideológicas
propugnadas por el capitalismo expansivo y progresista. Todo ello, naturalmente,
sobre la base de la preponderancia internacional estadounidense, un concepto que
estaba presente en la raíz misma del entramado filantrópico creado
por el fundador de la dinastía. De hecho, el reverendo Frederick
Gates, que fue el brazo derecho de John D. Rockefeller senior,
y el verdadero artífice de su imperio filantrópico, manifestó
reiteradamente la doctrina que subyacía tras ese proyecto, que no era
sino la consabida "misión civilizadora" de las razas de habla
inglesa y el desarrollo económico del planeta bajo la tutela de los
Estados Unidos.
Con el discurrir del tiempo la orientación de los programas "religiosos"
financiados por las Fundaciones Rockefeller ha corrido en paralelo con la de las
más avanzadas corrientes pseudoespirituales modernas, cuyo trasfondo se
sitúa en la línea de los postulados comentados en el párrafo
anterior. A ello obedecen las ayudas financieras de dichas Fundaciones a
numerosas sectas (Hare Krisna entre ellas) divulgadoras de un orientalismo burdo
y adulterado a la medida del vacuo esnobismo occidental. Como militante de alto
grado de la francmasonería, el actual cabecilla de la dinastía,
David Rockefeller, patrocina también varias sociedades pseudoiniciáticas
que se dicen representantes de la tradición perdida, como es el caso de
la denominada AMORC (Antiquae et Misticae Ordo Rosae Crucis).
Con todo, las diversas Fundaciones Rockefeller no son sino un instrumento más,
ciertamente importante, aunque no exclusivo, de la intervención del clan
en la vida pública. Intervención que se ha venido articulando a
través de otros conductos, como son ciertos organismos privados de
crucial influencia política entre los que figuran el Consejo de
Relaciones Exteriores, la Comisión Trilateral y el Bilderberg Group,
entidades, todas ellas, financiadas por los grandes oligopolios económicos,
cuyos intereses representan.
Por lo demás, la intervención del trust Rockefeller en las
esferas políticas no es un fenómeno reciente, pues, como ya se
apuntara, sus primeras manifestaciones vienen de muy atrás. Ya en fechas
tan tempranas como el período presidencial de McKinley
(1897-1901), las maniobras políticas de la Standard Oil se hicieron
patentes sin el menor disimulo. De hecho, el soborno a los miembros del Senado
estadounidense llegó a convertirse en algo habitual. Sobran testimonios
fehacientes al respecto, entre ellos varias cartas dirigidas por John Archbold,
brazo derecho de John D. Rockefeller, a otros tantos senadores, señalándoles
las medidas a adoptar, agradeciéndoles los servicios prestados y notificándoles
el ingreso en su cuenta de la correspondiente gratificación. Por otro
lado, el factotum y eminencia gris de la Administración McKinley, Mark
Hanna, era un viejo amigo y estrecho colaborador del patrón
de la Standard.
Al presidente McKinley le sucedió Theodore Roosevelt,
quien, presionado por la indignación pública, se vio en la
necesidad de abordar el tema de los turbios manejos de los grandes consorcios,
aunque no tardaría en dejar bien clara su posición al respecto. Y
al hacerlo, no sólo subrayó la absoluta inoperancia de la
normativa antimonopolística, sino que calificó a los trusts de
inevitables, añadiendo que "todo esfuerzo por desmantelarlos
resultaría fútil, a menos que se hiciera de una manera que
ocasionara un grave detrimento a todo el cuerpo político".
Téngase en cuenta, por otra parte, el hecho de que, desde hace largo
tiempo, las campañas electorales de todos los candidatos políticos
estadounidenses son costeadas con los fondos aportados por los magnates económicos
de aquel país. Dada la magnitud de las cifras necesarias para afrontar
dichas campañas, resulta claro que las posibilidades de cualquier
candidato que no cuente con tales ayudas son totalmente nulas; y no hará
falta decir que los dueños de la economía suelen saber muy bien en
quién invierten.
Ya en la década de los cincuenta, fue uno de los candidatos a la Casa
Blanca, Robert Taft, quien manifestó que "desde
1936, todos los candidatos republicanos a la presidencia de los Estados Unidos
han sido nominados por el Chase Manhattan Bank". Aparentemente, el punto álgido
de la intervención del clan en la vida pública iba a producirse
durante los años en que Nelson Rockefeller se convirtió en uno de
los principales protagonistas de la política norteamericana. Pero ese capítulo
no debe considerarse sino como una anécdota circunstancial, ya que las
oligarquías económicas han demostrado sobradamente su inclinación
a ejercitar su dominio de forma indirecta y sin estridencias, sirviéndose
para ello de sus correspondientes peones políticos. El caso de Nelson
Rockefeller, pues, obedeció menos a los manejos hegemónicos de la
plutocracia, mejor ejercitados por otros conductos, que al afán de
notoriedad del personaje en cuestión.
La trayectoria de David Rockefeller, por el contrario, se sitúa en el
extremo opuesto a la de su hermano Nelson, y responde bastante mejor a las
coordenadas clásicas del poder plutocrático ejercido más
allá y muy por encima de las contingencias políticas de cada
momento. Un poder que, en el caso de David Rockefeller, ha venido basándose
en una amplia red de influencias y relaciones sociales tejida a lo largo de
decenios por las Fundaciones del Trust, así como en los puestos de primer
rango detentados en organismos tales como la Round Table, el Consejo de
Relaciones Exteriores, la Comisión Trilateral o el Bilderberg Group, sin
contar la presidencia del Chase Manhattan Bank. Y no es en los estamentos políticos,
sino en los organismos de ese tipo, donde reside el auténtico poder.
Todo lo reseñado hasta aquí no ha sido más que una
sucinta muestra de la influencia ejercida en la vida pública
estadounidense por el clan Rockefeller, escogido como paradigma de unas prácticas
extensivas y comunes a todos los trusts financieros. Lo oportuno, por tanto, será
completar este repaso dedicando algunas líneas a las influencias de la
saga en el ámbito de la política exterior.
Si, como en el primer caso, nos remontamos a los principios de la dinastía,
podremos comprobar que, ya en la época de su fundador, la Standard Oil
contó para su expansión exterior con la estrecha colaboración
de las instituciones políticas estadounidenses. El propio John D.
Rockefeller anotaría en su libro autobiográfico
"Random Reminiscences" que "una de las entidades
que más nos ha ayudado ha sido el Departamento de Estado",
aunque se le olvidara añadir que, para hacer más grata esa ayuda,
muchos de los embajadores y cónsules norteamericanos figuraban en la nómina
de la Standard, percibiendo a cambio de sus servicios las oportunas
compensaciones económicas.
Uno los capítulos más lucrativos de las actividades
comerciales de la Standard en el exterior se sitúa en el ámbito de
los conflictos bélicos. En la década de los veinte, la Standard de
Nueva Jersey formó un consorcio con la corporación petroquímica
alemana I.G. Farben. Las relaciones comerciales entre ambas compañías
continuaron después de la subida de Hitler al poder, e
incluso se prolongaron durante los primeros años de la guerra. Y es que
los buenos negocios no entienden de otras desavenencias que no sean las económicas.
Una carta dirigida en 1939 por el vicepresidente de la Standard, Frank Howard,
a sus socios de la Farben, se expresaba en términos tan elocuentes como éstos:
"Hemos hecho todo lo posible por trazar proyectos y llegar a un
modus vivendi, independientemente de que los Estados Unidos entren o no en
guerra". Por otro lado, uno de los más destacados directivos
de la Rockefeller Brothers Inc., Lewis Strauss, desempeñó
también un papel relevante durante las postrimerías del conflicto.
Este polifacético personaje, que a su condición de banquero
asociado a la firma Kuhn&Loeb, añadía la de consejero
gubernamental, fue el promotor de la Misión Técnica destacada por
el gobierno norteamericano al término de la 2ª Guerra Mundial para
la captación de científicos nazis; también en este caso el
pragmatismo de Strauss se impuso a su origen étnico.
Posteriormente, tanto la guerra del Vietnam, como la árabe-israelí
de 1973, dieron lugar a numerosas denuncias acusando a los trusts petroleros (la
EXON y la SOCONY de Rockefeller entre ellos) de lucrarse con la primera y, más
aún, de promover la segunda con el propósito de provocar el alza
de los precios del crudo. En tal sentido se manifestaron el rotativo Washington
Observer y, muy especialmente, una documentada obra publicada en 1974 por
C.Baker bajo el título "The Great Rockefeller
Energy Hoax".
En los países sudamericanos las actividades económicas del
trust Rockefeller, y de las restantes macrocompañías
norteamericanas, se beneficiarían de la política oficial diseñada
por el Departamento de Estado para esa región, política basada en
el principio de la prioridad de los intereses privados estadounidenses sobre
cualquier consideración de carácter político.
Otro de los principios que han regido la política exterior de los
Estado Unidos en el Tercer Mundo, y que sirvió de cobertura a la actuación
de los grandes trusts, fue formulado precisamente por Nelson Rockefeller a
comienzos de la década de los cincuenta, cuando señalara la
importancia que tendrían en el futuro los recursos de los países
tercermundistas, así como la necesidad de asegurarse su control. Tesis
que, obviamente, serían adoptadas con puntualidad por el Departamento de
Estado.
De todos los miembros de la dinastía, ha sido sin duda David
Rockefeller quien con más empeño y mayor éxito ha cultivado
su proyección internacional. Desde los inicios de los años sesenta
hasta hoy, este financiero-estadista ha recorrido el planeta en su reactor
particular para entrevistarse y negociar con jefes de Estado y primeros
ministros de toda laya ideológica. En todos los lugares donde recaló
fue (y es) recibido con respeto reverencial, y muy especialmente en los países
de la antigua órbita soviética. Esta última circunstancia
sería comentada por George Gilder, un íntimo de
la familia, en los siguientes términos: "Cuando David va a
Rusia es tratado a cuerpo de rey. Y resulta curioso que nadie sea capaz de
reverenciar, halagar y exaltar a un Rockefeller tan bien como lo hacen los
marxistas".
Derechos exclusivos de edición
albalonga@iname.com
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