jueves, 9 de mayo de 2013

GALOPAN CAMBIOS

Aunque cundan los impacientes que le reclaman al Neopapa cambios radicalísimos en dirección opuesta a la tradición, aunque en los diarios se estampen títulos como «En el Vaticano los cambios tienen lugar de manera lenta, dubitativa e irregular», auspiciando una mayor celeridad de los mismos, y aun la propia hermana de Francisco (tan lejos de Roma, en una pausa birlada a los pucheros, y echándoles el pronto caracú a los periodistas) declare sin reservas su conformidad con el cambio, así sin más, palabra dorada ya, y talismán, y cojín para los sesos («nosotros tenemos que animarnos al cambio, no le podemos pedir todo al Papa», dijo textualmente, y no aclaró si de lo que se trataba era, v.g., de mudar el cepillo de dientes o la religión), lo cierto es que esa sobrevaloración del cambio, que es apriorística e hipnótica, y de incontrastable uso en nuestros días, tomó ya ciudadanía en los Sacros Recintos. Sin que, al parecer, la pueda desalojar sino el solo resplandor del Perveniente. Porque la sana doctrina que la Iglesia profesó a lo largo de los siglos, armonizando siempre el dato revelado con la razón, fue muy otra que una exaltación funambulesca del devenir, al punto de omitir el debido homenaje a cuanto de inmutable -principiando por Dios- informa a la realidad. Ni Parménides ni Heráclito fueron el abrevadero de aquellos que, desde Justino, se dieron a la tarea de inquirir lo real desde la fe, sino una correcta distinción de las categorías de accidente y sustancia, y el siguiente y sensato reconocimiento de que hay cosas variables y cosas inmutables. Constatación que, por lo demás, no requiere el auxilio del Evangelio para hacerse efectiva.
Heráclito: «nada es permanente sino el cambio»
Así fue que aquel célebre dicho de Cicerón antiquitas proxime accedit ad deos, alusivo a la felicidad de los hombres de la edad áurea, pudo ser reinterpretado en clave católica como un encarecimiento de las tradiciones venerandas que, en razón de su misma y remota antigüedad, reflejaban de algún modo la inmutabilidad del Altísimo. Que la secuencia de Pentecostés Veni Creator se remonte a la época carolingia nos estremece casi a la par que la melodía y el texto sacro. Y no menos nos conmueve saber que el hábito de cantar la misa (y no las pamplinas aperturistas del padre Cantalamessa) ya era usual entre las comunidades cristianas de la edad apostólica. Es comprensible que aún más que las formas litúrgicas, sujetas casi inevitablemente a una leve aunque imperceptible variación a través de los siglos -hasta su abrupta reforma bajo Paulo VI-, todo lo relativo al dogma y la moral deba permanecer, sí, inalterado. Podrán variar, asegún la sensibilidad de época, las formas de exponer las verdades de siempre, pero -así en la lección de Lerins- eodem sensu eademque sententia, «conservando el sentido y la sentencia».
Los cambios que se vienen introduciendo en la Iglesia desde el Concilio Vaticano II -o impulsados por éste, o por él parcialmente avalados, debido sobre todo a la ambigüedad de sus documentos- podrían ocupar, como es noto, vastos volúmenes. Hacia 1984 Romano Amerio pudo compilar un grueso tomo tratando de los mismos, y ya corrieron casi otros treinta años. Baste pensar en el deplorable y ya extendidísimo hábito de recibir la comunión en la mano, que él apenas mencionó en su célebre Iota Unum, en el capítulo alusivo a las variaciones introducidas en relación a la Eucaristía. Acompasados con los cambios efectivamente consumados, arreciaron también en el mismo lapso los pedidos, a cuál más desaforado, relativos ora a alterar la moral sexual, ora la constitución de la Iglesia o las prescripciones sobre los sacramentos, por citar algunos de los más corrientes. El caso es que, desde el inédito desamparo propiciado por Benedicto XVI con su abdicación -inédito, decimos, por la sazón y los términos en los que se produce, y por sus consecuencias aún por verse-,  hoy estamos asistiendo a una intensificación de esas presiones, y descaradamente desde adentro mismo de la Iglesia. Entiéndase: lo novedoso no es tampoco esto último. Al fin de cuentas, el tránsito que va del Syllabus (1864) de Pío Nono a la Pascendi (1907) de Pío Décimo corresponde al que va de la condena de los errores modernos a la recusación del modernismo, es decir, del combate a un moto que obra de afuera adentro: de los males exteriores que asedian a la Iglesia al mal ya introducido en ella. Y la historia de la Iglesia de los últimos cincuenta años, si hiciera falta comprobarlo, es la de su progresiva y progresista infestación. Lo nuevo, en todo caso, es el ritmo que ha cobrado el confusionismo, ese picar espuelas para pasar del trote al más decidido galope. Lo que sorprende es el envalentonamiento en aplicar el hacha a las mismas raíces, la confianza con la que la granuja post-conciliar parece preparar en nuestros días el abordaje definitivo.
Se califica a Francisco como a un progresista "moderado", es decir, como a un Papa que no cederá a la ansiedad revolucionaria de trocarlo todo en un tris. Pero esta apelación es todo menos tranquilizadora, ya que el horror reside en el solo hecho de que un progresista llegue a ocupar el trono de Pedro. La táctica revolucionaria más inteligente persigue justamente no hacerse notar, lo que le permite alcanzar los fines previstos enfrentando menores resistencias.
El papa Bergoglio reincide en su conocida fabla aproximativa, hecha de alusiones imprecisas, como la imputación -proferida en el curso de una de sus informales homilias- de "auto-referencialidad", de "mundanidad espiritual", o del "querer domesticar al Espíritu Santo" (imputación que podría recaer, como proyectil lanzado de contrarias trincheras, en muy diversos sujetos, y él no se cuida de aventar el equívoco). No se corre ostensiblemente del depositum fidei y, aunque su estilo ripioso roce peligrosamente la chocarrería y la cacofonía, no se lo oye proclamar -lo que se dice- errores manifiestos. Lo que se dice herejías, no se las hemos escuchado. Pero entromete, con una soltura que no nos animaríamos a llamar precisamente libertad evangélica, uno y otro cambio asaz simbólico: cambio en los atuendos, cambio en el saludo con que se presentó a las multitudes el días de su elección, cambio en los términos del lavatorio de los pies del Jueves Santo, y tantos otros que sería redundante y ocioso referir. El último, quizás, fue el de sustituir la consueta cachetada en el ritual de la confirmación por un suave beso en la mejilla.
A su entorno consta, sí, el furor revesador de sus inmediatos subordinados, que no fueron por lo pronto exhortados a cultivar el muy preferible silencio. Cuatro o cinco altos dignatarios que ya se animaron a declarar que habría que contemplar el reconocimiento civil de las uniones sodomíticas, excusando sólo el llamarlas indebidamente "matrimonio". Aquel otro panchampla de monseñor Zollitsch, que pidió la ordenación de diaconisas, en sintonía con cuanto tudesco mitrado se anima a los micrófonos, incluido en bloque el cardenalato trasalpino. O aquel cardenal Tauran (el mismo que, a fuer de protodiácono, salió casi dos meses atrás al balcón de la logia de San Pedro en inolvidable -por lo onírica- sazón, para anunciar, con los penosos tics del Parkinson, queteníamos papa, pero con una quejumbre como la de quien dijera «annuntio vobis poenam magnam»), cuya última aparición pública fue para saludar a los budistas, renovando el compromiso de un diálogo «que no es competencia sino peregrinaje en común hacia la verdad» entre otras graves nimiedades, como la de homologar el quinto mandamiento del decálogo con el -así se presume- correspondiente precepto búdico de no matar, incluidos en éste cucarachas y roedores.
No es aventurable -toléresenos la insistencia- que el papa Francisco profiera, en el magisterio menudo de sus sermones, alguna sonora herejía. Podrá acaso remitir al clero y a los fieles de todo el mundo alguna encíclica en lunfardo, pero difícilmente incurra en flagrante anatema. El modernismo, por lo demás, no necesita de tales estruendos. Si algo ha evidenciado el naturalismo religioso en boga desde hace décadas es su capacidad de mimetismo, su aptitud para el formulismo oral, diríamos su psitacismo de la letra evangélica con minuciosa abolición de su espíritu. Ya decía Castellani que esta herejía implícita y embozada no necesita tocar el Credo, el Misal ni el Breviario: le basta vaciarlos de sustancia para poner en su lugar el culto idolátrico del hombre. Y a esto sí apuntan, más ostensiblemente, los cambios que en disciplina y moral -no que a la constitución misma de la Iglesia- pueden avizorarse para lo próximo, a juzgar por la clamorosa coincidencia que a este respecto demuestra tanta jerarquía muy próxima al Papa. Y a juzgar por las aficiones del mismo, según consta en las palabras que le dirigió su admirada teóloca Dolores Aleixandre, la cual, como un guiño al programa revolucionario en ciernes, le manifiesta con plena confianza que «empiezan a sobrar y a estorbar tantas conductas, prácticas y costumbres en las que se ha ido confundiendo la dignidad con la magnificencia y lo solemne con lo suntuoso (...) Ahora te tenemos como cómplice en el deseo de ir cambiando esas usanzas e inercias que nadie se decidía a declarar obsoletas».