No han de faltar, en lo más empinado de la jerarquía eclesiástica,
hombres dispuestos a abrogar el filioque y el primado de Roma con tal de
favorecer la unidad con las iglesias de Oriente, las mal denominadas
"ortodoxas" (rusa, griega, búlgara, etc.). Esa unión es, por supuesto,
muy deseable, y mucho más factible de realizarse si atendemos al vasto
depósito común y a la piedad afín -al menos hasta hace un par de
generaciones-, que la que pudiera consumarse con las diversas
denominaciones protestantes frente al abismo abierto tras la ruptura de
Lutero. Demasiado de inconciliable todavía queda entre la universalidad
romana y la atomización hiperbórea (doctrina de la fe y de los
sacramentos, disciplina, y mil derivas resultantes de una muy diversa
aprehensión del mundo y la realidad) como para augurar, a no ser en las
más febriles y entusiásticas ecumanías, una pronta redintegratio de las
astillas semicristianas que dejaron las tesis de Wittemberg. A no ser, y
Dios no lo permita, en una nueva y espuria entidad.
Es una obviedad decir que la unidad debe realizarse sin alterar la doctrina de la fe, de la que la Iglesia no es dueña sino depositaria: iota unum aut unus apex non praeteribit. La unidad depende del retorno (reditus) de los separados al seno de la Iglesia, que no a una amalgama meramente política alcanzada a costa de la renuncia, por parte de la Iglesia, a alguna de las verdades que le han sido confiadas por su Fundador. Más a la oración ingente de los fieles se encomienda esta santa causa, que no a la diplomacia demasiado humana de algunos estrategas de la reunificación a todo trance.
En esto, como en tantos otros respectos, el magisterio controvertido del Vaticano II dejó una señal de confusión con aquello de que «la Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica» (Lumen Gentium, 8), quedando allí comprometida la pura identidad y la exclusiva continuidad de la Iglesia católica con la sociedad fundada por Cristo. Confusión que, de la letra de los documentos, fue volcándose poco a poco en la praxis, tanto que hoy muchos eminentes hombres de Iglesia parecen llevar a mal la invalorable gracia de la elección, así como, picados de ese panfilismo que todo lo corroe, quisieran neutralizar el extra Ecclesia nulla est salus con la recurrencia toda protestante -y mucho menos comprometedora- a una presunta «Iglesia invisible».
Una estampa de lo mismo la ofrecieron la semana pasada el papa Francisco y el patriarca copto Tawadros II. Mientras aquél insiste en despojarse de todos los ornamentos propios de su ministerio, casi como si lo avergonzaran la estola y la tiara, el visitante egipciano echó mano de cuanto atuendo señalara su particularísima dignidad. El visitante parecía el primado, y a él le cupo nada menos que impartir la bendición a los presentes, mientras Francisco, uno más entre todos, la recibía en silencio, como aquella vez de su presentación en la loggia de San Pedro, cuando se inclinó ante la multitud pidiendo que orase por él.
Véanse, para mayor horror, estas imágenes que alguien se tomó el trabajo de compilar para cotejar el sentido de la dignidad del culto en la segunda mayor basílica católica del mundo (Aparecida, en San Pablo, Brasil) y la correspondiente segunda mayor iglesia ortodoxa.
Es una obviedad decir que la unidad debe realizarse sin alterar la doctrina de la fe, de la que la Iglesia no es dueña sino depositaria: iota unum aut unus apex non praeteribit. La unidad depende del retorno (reditus) de los separados al seno de la Iglesia, que no a una amalgama meramente política alcanzada a costa de la renuncia, por parte de la Iglesia, a alguna de las verdades que le han sido confiadas por su Fundador. Más a la oración ingente de los fieles se encomienda esta santa causa, que no a la diplomacia demasiado humana de algunos estrategas de la reunificación a todo trance.
En esto, como en tantos otros respectos, el magisterio controvertido del Vaticano II dejó una señal de confusión con aquello de que «la Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica» (Lumen Gentium, 8), quedando allí comprometida la pura identidad y la exclusiva continuidad de la Iglesia católica con la sociedad fundada por Cristo. Confusión que, de la letra de los documentos, fue volcándose poco a poco en la praxis, tanto que hoy muchos eminentes hombres de Iglesia parecen llevar a mal la invalorable gracia de la elección, así como, picados de ese panfilismo que todo lo corroe, quisieran neutralizar el extra Ecclesia nulla est salus con la recurrencia toda protestante -y mucho menos comprometedora- a una presunta «Iglesia invisible».
Una estampa de lo mismo la ofrecieron la semana pasada el papa Francisco y el patriarca copto Tawadros II. Mientras aquél insiste en despojarse de todos los ornamentos propios de su ministerio, casi como si lo avergonzaran la estola y la tiara, el visitante egipciano echó mano de cuanto atuendo señalara su particularísima dignidad. El visitante parecía el primado, y a él le cupo nada menos que impartir la bendición a los presentes, mientras Francisco, uno más entre todos, la recibía en silencio, como aquella vez de su presentación en la loggia de San Pedro, cuando se inclinó ante la multitud pidiendo que orase por él.
Véanse, para mayor horror, estas imágenes que alguien se tomó el trabajo de compilar para cotejar el sentido de la dignidad del culto en la segunda mayor basílica católica del mundo (Aparecida, en San Pablo, Brasil) y la correspondiente segunda mayor iglesia ortodoxa.
No diremos palabra de la música, de la apostura de los celebrantes y los fieles, de la ambientación: se comentan solos. Nótese, como para cifrar en un gesto decisivo la magnitud del desmadre, la ostensión de la Biblia a partir del minuto 6' 00''. Alguien suspirará aliviado porque no era el Santísimo el exhibido en esas pantomimas.
Hasta hace unos pocos años, diez o quince, estas cosas sólo podían permitírselas los ridículos tele-predicadores evangélicos, peste de nuestras azotadas latitudes. Ahora la fantochada ingresó al culto católico, tanto que ya no se distingue de aquel de sus pares protestantoides. Y esto no puede deberse a una meteórica declinación de fuerzas de la fe, a una degradación de la sensibilidad cumplida a la velocidad del relámpago. La celeridad del proceso descendente exige unos responsables directos, que conspiran en las sombras para envilecer a la Iglesia desde sus mismas entrañas. Son los mismos a los que nos referíamos al principio, al decir que estarían dispuestos a renunciar a las verdades de fe que las iglesias de Oriente no reconocen, siempre y cuando -claro está- que estos staretz no nos exijan un mayor decoro en lo tocante a la liturgia.
Publicado por Flavio Infante