Importa comenzar aclarando, para los lectores no argentinos de este espacio, que berreta
es voz tomada del lunfardo, esa jerga resultante de la contaminación
del castellano nativo con el italiano traído por la más numerosa de las
colectividades inmigratorias a fines del siglo XIX y comienzos del XX en
la Argentina. El entonces cardenal arzobispo Jorge Bergoglio supo
volver, tal como la cierva a los hontanares que le son más gratos, a
este pintoresco depósito idiomático de los bajos fondos, engarzándole
muy a menudo a su magisterio, y sin la menor intención irónica, uno que
otro aljófar de estos -que por lo palmario diríase un berrueco- tomado
de la próvida cantera "lunfa".
Se supone que berreta proviene del italiano «beretta», es decir, gorra
(de etimología común a «birrete»), que era la prenda que vestían en sus
cabezas los hombres de las las clases subalternas en contraposición a
los sombreros de copa, en uso entre los atildados porteños de sociedad
de cien años atrás. De allí que «berreta», por extensión, aluda a lo
ordinario, a lo propio de la plebe, a lo que es de calidad inferior.
Salva reverentia, que si hay algo que necesitamos los sufridos
fieles es un papa con todas las cuatro letras (y al papado queremos
defenderlo, si es menester, con el arma que Dios ponga en nuestras
manos, y de buen grado haríamos el guardia suizo, y aun el gruñón mastín
si fuera por guardar la integridad del pontífice), no se puede callar
el estupor ante la ringlera de nimiedades que el papa reinante se
obstina en agregar a su discurso, especialmente en sus improvisadas
homilías matutinas -al menos, según lo que resulta de la transcripción
que hacen de las mismas los amanuenses electrónicos, que es posible le
poden no pocas chuscadas. La caída en el ejercicio del munus docendi respecto
del pontificado precedente -y quizás de muchos, y aun de los 265
precedentes- es tan evidente como dramática, lo que constituye un dato
más (y no menor) para reconocer una como «nivelación del papado»,
análoga a la que la modernidad viene operando compulsivamente para con
todo aquello que presente una excelencia resultante de una previa
ordenación jerárquica, de un orden.
Nutrido ramillete podría hacerse con algunas de las flores que Francisco
va dejando a su paso: desde la exhortación a "ir contracorriente", sin
mayor especificación, hasta lo de los "católicos melancólicos con cara
de ajíes en vinagre"; desde la instancia a "construir puentes y no
muros" al pedido de "ser pastores con olor a oveja". Últimamente no tuvo
empacho en afirmar, entre lamentables citas de un midrash rabínico, tan espantosamente malsonante en boca de un papa y tan en consonancia con su habitual melindre judaizante, que «la Iglesia siempre entró en las desviaciones, en las sectas, en las herejías, cuando se puso demasiado seria».
Los últimos pontificados fueron ya ostensiblemente suaves a la hora de
señalar el error. Respecto de aquellos documentos papales que no le
ahorraban a las doctrinas heréticas sometidas a denuncia, hasta hace
todavía menos de un siglo, la calificación de pestíferas o de ponzoñosas,
se ha ido prefiriendo una morigeración que a menudo parece querer
soslayar los peligros de los errores modernos, no comprometiéndose en su
deixis, a la vez que se suele eludir, o casi, el sic sic non non
que debe caracterizar el habla de los seguidores de Cristo. Con todo,
se guardó siempre un tono y un nivel discursivo lo suficientemente docto
como para no hacer manar del papado un tufo tabernario. Con Bergoglio
se evidencia un verdadero salto en este último sentido, con anacolutos y
solecismos a profusión entre diversos dichos amasados como para
contentar a las tribunas con un lenguaje reconocible, como el de un papa
de los nuestros.
Así lo padece el autor del blogue opportuneimportune que, advirtiendo oportunamente que «después de banalidades tales como El trabajo ennoblece al hombre, o bien La Iglesia debe ser pobre,
creemos poder formular alguna previsión en atención a las próximas
perlas de sapiencia de Bergoglio, que encontrarán seguramente perfecta
expresión en el eloquio límpido y cultísimo que señala al Obispo de
Roma». Y ofrece el plausible florilegio anticipado, con entre otras
piezas: «ya no hay más medias estaciones», «se estaba mejor cuando se
estaba peor», «el amor siempre vence», «lo importante es quererse
bien», «yo soy uno que (sic) la libertad es la primera cosa», «mejor un
buen laico que un mal cura», «el papa es un hombre como nosotros»,
«somos todos hermanos». Dígasenos si no son dignas de S.S. Franciscus P.P.
Si nuestros días pudieran parir a un Dante, en la elocución del Neopapa tendría vasto asunto como para un remozado De vulgari eloquentia, entendiendo ya la nota «vulgar» no como lo hacía el florentino, que trataba del romance italiano, sino como ordinaria, plebeya. Y León Bloy lo tendría para una refundición de su Exégesis de los lugares comunes,
donde hace estribar aquella perícopa paulina «nuestra conversación está
en los cielos» en la mera meteorología, en los comentarios habituales
sobre la lluvia que se espera o el fresco que arrecia.
Sin dejar de ceñirnos al discurso sobre el lunfardismo papal, creemos
premioso señalar el peligro -¡que el Señor no permita!- que en el mal y
adocenado gusto de Francisco pueda hallarse, junto al papa berreta, el tanto o más nocivo chantapufi.