Me demandó muchos años llegar a tan penosa conclusión
Y le ruego me sepa disculpar, así no haya podido elaborar mi propia disculpa.
Se habla y hablo de la horrenda descomposición social que incluye a
las distintas clases sociales. Se habla y hablo de acontecimientos de
los que jamás imaginamos ser víctimas o protagonistas.
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Sin embargo, y por ello lo de penoso, si hacemos un repaso ajustado a
la realidad de la que formamos parte, concluiremos en que “el asombro”
bien puede ser un argumento más de los tantos a los que echamos mano,
para lavárnoslas.
Necesariamente tengo que retroceder en el tiempo, resignando ese supuesto poder de síntesis que Ud. generosamente me adjudica.
Años atrás, y cuando la población total del país apenas alcanzaba a
los 20 millones de habitantes, nos suponíamos más felices. Formábamos
parte de una sociedad casi sin sobresaltos. Las escaramuzas, las
alteraciones del orden, eran por lo general encausadas o mitigadas por
una autoridad presente; presente con sus virtudes y sus defectos, pero
presente. El “no te metás”, formó siempre parte de nuestra
idiosincrasia. Un “no te metás” en tanto no nos rozara en lo personal,
estrictamente en lo personal. Jamás vimos al otro, caso de no tratarse
de un componente de nuestro núcleo social, como un semejante, un
hermano, un argentino más. Sí existía el saludo, el diálogo, las buenas
costumbres, apenas matizadas por las otras.
Pero… repare en un detalle quizá menor. Si en cualquier fiesta
patria, un hombre o una mujer entonaba las estrofas de nuestro himno
nacional a voz en cuello, no sólo no despertaba admiración, sino por el
contrario la burla de los mayores, o la risa contenida de los más
pequeños. ¿Qué pretendo decirle con esto? Simple: el sentimiento de
patria siempre fue una máscara que cada tanto se nos caía. El
sentimiento de patria sólo estaba reservado para la declamación
exultante o la actuación pública necesitada del hipócrita aplauso.
No voy a hacer el repaso de todo lo que ha cambiado en nuestro país.
Se trataría de una ardua y estéril tarea que no estoy dispuesto a
asumir. Disculpe. Sí, en cambio, y puntualmente, puedo decirle que para
entonces, el pertenecer a la extrema izquierda, o al vulgarmente
conocido “zurdaje”, involucraba a apenas el 1% de esa población. Ser
zurdo era mala palabra. Ser zurdo era sinónimo de exclusión, y por
consiguiente, de reclusión o enmascaramiento. No obstante y para
entonces, ese grupito de zurdos se encargaba de mantener al resto en
vilo, amedrentado. Y supongo que por aquí es por donde Ud. se podrá dar
cuenta de la conclusión a la que pretendo llegar.
Hoy las cosas cambiaron, y tanto, que el ser de “derecha” se ha
convertido en sinónimo de mala palabra, cuando en realidad ni la una ni
la otra debieron serlo jamás. En los países más avanzados y prósperos
del planeta tierra, poco interesa para qué lado camine “ladeao” un
gobernante, sino lo bien inspirado que pueda estar en procura del
bienestar general, la prosperidad y la vida de sus gobernados, que son
en definitiva “sus mandantes”.
Llego entonces a tan penosa y vergonzante conclusión: somos un pueblo
manso de la comodidad, incapaz de reconocer el valor de nuestros
símbolos patrios, incapaz de acudir en ayuda del otro en tanto se trate
de “poner el cuerpo” en lugar de la dádiva o la limosna del cumplido,
incapaz de luchar por nuestras generaciones venideras, a las que sólo
dejaremos “el regalo” de la falta de compromiso, de la falta de amor.
Somos, en definitiva, un pueblo incapaz de afrontar el desafío mayor que
hoy nos impone la inmoralidad, la afrenta, la depredación, el
avasallamiento con el que se nos remite a la más insignificante pero
todavía soberbia existencia.
