ESI: Nuevos Aportes. Por Antonio Caponnetto
Cuando lo conocí a
“Marquitos” yo era muy joven (sólo ahora me doy cuenta), y él ya era un
personaje plenamente instalado en el mundo del Nacionalismo Católico.
Era dos cosas el susodicho, si de abreviar se trata. Un hombre de
cuidado, por su temeridad proverbial; y uno de esos varones en los
cuales la anécdota suple a la biografía. Porque hay casos en los cuales
las leyendas oralmente transmitidas desdeñan a sabiendas cualquier
noticia escrita que pudieran aportar los documentos.
Sin un tercer dato,
la etopeya de Marquitos –que sólo en diminutivo se nos permitía
llamarlo- quedaría irremisiblemente incompleta. El hombre era “tomista”
de estricta observancia; y aunque no parecía ni lector ni amigo de
Borges, es casi seguro que a él le sopló al oído aquel fragmento de su
Soneto al vino, que así dice: “El vino fluye rojo a lo largo de las
generaciones, como el río del tiempo; y en el arduo camino nos prodiga
su música, su fuego y sus leones”. Sobre todo en este caso, los dos
últimos atributos.
Marquitos era Marcos
Gigena Ibarguren. Patronímicos y gentilicios competían en su nombre por
darle lustre legítimamente patricio. Por eso mismo no necesitaba hacer
ostentación alguna. Era una heráldica viva.
En una de sus
tertulias etílicas -que eran todas-, Don Marcos contó este episodio que
–clarete más o tinto menos- decía lo siguiente. Cuando tenía trece años
–y tuvo que haber sido comenzando la década del cuarenta del siglo XX-
su padre le obsequió dos entradas para ir, junto con su hermanita, a ver
una película en “la matiné”; esto era entonces, recién pasado el
mediodía. El riesgo físico o moral que tal paseo podría significar en el
Buenos Aires antañón de otrora, resultaba menor, para que se entienda
el contexto, al peligro que pudiera correr hoy Leónidas pertrechado con
sus Trescientos, si saliera a comprarse una confitura a la vuelta de su
casa.
Sucedió entonces que,
el padre de nuestro protagonista, tras haberle asignado la ropa adecuada
que debería ponerse y colocado algún peso en las faltriqueras, lo toma
con sobreactuada fuerza de las solapas. Duele. Tanto que lo obliga a
erguirse en puntas de pie para amortiguar el forzado izamiento. Y al
soltarlo, acomodándole paternalmente el saco, tras una bofetada seca, de
lado a lado, lo mira tan fijo como penetrante para decirle con tono
intimidatorio: “¡Vuelva como se fue, y cuide a su hermana!”.
El cuento no pasaría
de su cauce costumbrista, si quien lo contaba no nos hubiera extraído
explícitamente la moraleja. Decía Marquitos al terminar el relato,
riéndose a dos carrillos: “¡Fue la única clase de educación sexual que
recibí en mi vida!”. Y aunque de averías el narrador, no podía evitar un
leve sonrojo al pronunciar el horrísono nombre de la materia mentada.
¿Cuáles fueron los
contenidos de esa clase hogareña, que han de tener hoy por salvaje,
bárbara y cruel los cultores de la degeneración cultural imperante?
¿Cuál fue el estilo con que se impartió en tan solo un instante y que
resultó indeleble para el destinatario?
Pues
esa lección –lo supiese o no el paterno docente- estaba claramente
inspirada en los progymnasmatas de la antigua Grecia. Esto es, en
aquellos ejercicios retóricos, a través de los cuales los jóvenes se
adentraban en el arte de definir, discursear verdades, defender los
bienes, comprender lo real y descifrar las alegorías. Catorce tipos de
progymnasmatas llegó a catalogar Hermógenes de Tarso, y entre ellos
campeaban el proverbio, la confirmación y la acusación.
-“Escuche hijo mío
esta sentencia que le indico. Dele credibilidad, pues pruebas sobran.
Apostrofe a los falsarios; vuélvase apologeta de la verdad. Y sello esta
Praeexercitamina –es decir este ejercicio preparatorio- con el rigor de
mis manos sobre su gorguera porque no soy el gramático Prisciano sino
su padre. Aguante sin flojeras esta severa imposición de puños y hágase
gaucho, que es más que hombre, como enseñó Don Segundo Sombra “.
Así podríamos descifrar el cómo de esa “única clase” que, para su gloria, recibió Marquitos.
El qué es todavía más relevante y significativo. Y tiene dos momentos complementarios.
“Cuide a su hermana”
es una proposición universal, de inequívoco sello caballeresco. La
hermana es la niña, la dama, la mujer, a la que se ha de tratar con toda
pureza, según enseña San Pablo en la Primera Carta a Timoteo (5,1). Es
la que vive junto a nosotros, “paralela en el tiempo de la flor y la
fruta”, al buen decir de Marechal. Es la chiquilla de la que un día nos
enteramos que “entró la luna en su aposento”, y que tal misterio es
posible porque en su alma y en su cuerpo “están abiertos los balcones
para aspirar el aire puro”.
Custodiar a la hermana
es un tópico que se repite en toda la historia. Como a la madre o a la
huérfana o la viuda –y acaso a la patria- carga el varón justo con el
deber de velar por estas femineidades arquetípicas, que coronan después
en la manifestación esponsalicia. Mucho más arduo aún el desvelo si esa
femineidad está en agraz; si “cantado es su verdor, y la niña entre
alabanzas amanece”.
El recado primero que
le dejó encargado a Marquitos su severo padre, no era sólo singular y
específico: vele por su hermana de sangre, patio y cuna. Vele por el
fruto de su misma madre, ahora que traspone el umbral de la casa en que
jugaron juntos. Se le pedía más. Por eso el afectuoso gesto punitivo, la
voz tonante y el cuello recibiendo la presión de las manos: ¡sea un
caballero!
Al fin de cuentas,
gracias a la pedagogía de Don Quijote, Sancho terminó llamando a su
esposa Teresa, hermana mía. Como llamó a la mozuela aquella –en aquel su
primer pleito como gobernador de Barataria- reconviniéndole
fraternalmente que cuidara su cuerpo y su honra más que a su bolsa. Era
este mote fraterno, traslaticiamente usado, el eco lejano que llegaba a
las costumbres cristianas, de aquella voz inspirada del Líbano que, en
el Cantar de los Cantares, al modo de una anáfora, insiste en llamar a
su esposa: amada mía, hermana mía, ven.
El segundo momento de
la lección paterna dada a Marquitos era genuinamente tomista, sin
ironías ni juegos de palabras. El eterno binomio del exitus-reditus
(emanación-retorno), con que el buen Aquinate explica la Historia o
aplica a la comprensión de la Trinidad. En muchos pasajes de su obra
aparece –no sin antecedentes, claro, en ciertas fuentes antiguas- aunque
nos viene ahora a la cabeza el Comentario a las Sentencias: exitus a
principio et reditus in finem.
Don
Marcos cumplía trece años y emprendía su exitus. Su tránsito de la
infancia hacia la región jocosa y doliente, áspera y divertida, pero
dificilísima siempre, de la adolescencia humana.
Como el del eterno
femenino tutelado por el caballero, el tema del viaje es otro tópico,
que el buen retor sabía usar en sus ejercicios. La literatura abunda en
ejemplos, y nos quedaríamos cortos citando a Homero, a Virgilio, a
Dante, a Chesterton, Saint Exupery o Tolkien. O los Relatos de un
peregrino ruso, dictados tal vez desde los hondones mismos del Monte
Athos.
El viajero cristiano,
en un sentido, tiene que volver como se fue: fiel a sus raíces, leal a
su cepa, pío ante sus antepasados y devoto frente a sus lares. Y en otro
sentido debe volver distinto y mejor, si ha viajado bien y con aplomo.
Debe tornar pulido, acerado, ascético, purificado en la travesía, limpio
de andares exigentes y templado a fuerza de tantos itinerarios
escarpados. Cada quien tiene su propio camino de Santiago, aunque no se
haga en la geografía sino en el espíritu.
No sabemos si este
cuento de Marquitos es verídico, o fruto de un magín bañado en Chivas
Regal. Para el caso dá lo mismo, porque las consecuencias que de él se
derivan son invariables y confortadoras.
Por eso, cuando vemos
que hoy se empapelan impúdicamente las calles de la ciudad, las
escuelas, las plazas y hasta ciertas parroquias, con cartelones
degradantes e infames, en los que el gobierno les dice a los chicos de
trece años -¡justo a esa edad!- que están autorizados legalmente a
pecar, a contraconcebir, llegado el caso a abortar, a traicionar su
naturaleza y al Autor de la misma que es Dios.
Cuando vemos el
frenesí demoníaco puesto por los políticos para que nuestros jovencitos
pierdan cuanto antes, ya no la virginidad sino el sentido mismo del
Orden Natural, nos asaltan las ganas de ir casa por casa a repetir la
didáctica del bofetón preventivo y del doble grito de guerra: Varón,
cuide a su hermana y vuelva como se fue. Merecedor de ser llamado
caballero. Mujer: preserve su honra y exíjasela al hombre que va a su
lado. Adolescentes de trece años, desoíd las convocatorias verracas de
los poderes mundiales, enarbolando el alegre orgullo de proclamarse
castos.
Si los hombres y las
mujeres vuelven como se fueron y mejor que como se fueron. Si la casa es
umbral y pórtico, pero a la vez malecón, muelle, vaguada y puerto de
anclaje seguro. Si queda todavía un revés paternal dado a tiempo, y una
madraza ejemplar mitigando durezas; entonces habrá esperanzas. Será la
tarde y la mañana del Sexto Día. Después será el sosiego de Dios y la
salvación de las creaturas.
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