A propósito de un horror acaecido en Mar del Plata.
Por María Lilia Genta
Me refiero al caso, ocurrido
recientemente en la ciudad de Mar del Plata, de una niña que cambió de
sexo ¡a los cinco años de edad!
Cualquiera sabe, sin embargo, y más
ahora que abunda la información, que hasta los seis o siete años
aproximadamente los niños están en un período de latencia sexual. Me
remito a mi estupenda infancia.
No había entonces juguetes electrónicos.
Nuestra imaginación trabajaba “a mil” como dicen ahora y cada objeto
tenía el significado que en ese momento le atribuíamos. Por razones
familiares mis compañeros de juegos habituales fueron dos varones. Uno
de mi edad y otro un año menor.
Al principio nuestras madres y tías nos
contaban historias. Además, íbamos mucho al cine. Después comenzamos a
devorar libros. Piratas, personajes del far west, caballeros de
la Tabla Redonda, caballeros cruzados, príncipes y princesas. Todo lo
representábamos, jugábamos las historias y luego cuando ya estaban
“armadas” dábamos “funciones” de teatro para nuestros mayores y chicos
del barrio.
Cuando era muy chica me gustaba
representar a piratas, príncipes y caballeros. Me manejaba bien con la
espada y encontraba “aburrido” representar a las doncellas y princesas
porque se movían poco y yo era muy inquieta.
Aclaro que nuestros padres, tíos y
amigos de la familia intervenían en nuestros juegos. Ellos recordaban
situaciones y párrafos enteros de Sandokán o el Corsario Negro. Nos
tomaban muy en serio. Recuerdo sobremesas en las que mi padre abandonaba
por un momento a los filósofos y mi madre a sus poetas de la Generación
del 27 para charlar sobre nuestras lecturas. De paso, nos señalaban los
errores geográficos o históricos de Salgari sin que por eso menguara
nuestro entusiasmo. Así nos convertimos en lectores insaciables.
Con
el tiempo fuimos entrando en las lecturas más elevadas; casi sin darnos
cuenta llegamos a Mío Cid y al Quijote. Y también casi sin darme cuenta
fui eligiendo personajes femeninos. Recuerdo el primero: me puse un
vestido largo y sin abandonar la espada animaba a los tripulantes del Rayo al grito de ¡Sus, hijos del mar! ¡Al abordaje! ¡La hija del Corsario Negro os mira! Así fui Yolanda de Ventimiglia conservando la espada y en ropaje femenino.
Después y hasta que llegó la
adolescencia fui adoptando otros personajes femeninos. Comencé a mirar a
los chicos de otra manera, a preocuparme por mirarme a mí misma con
ojos inquisitorios para aparecer más linda y a preocuparme por
gustarles. Las monjas se aliviaron cuando dejé de jugar al rango y
saltar sobre los bancos. Les costó acostumbrarse a que apareciera bien
peinada, con la ropa ordenada y mis modales cambiados en el verano del
54.
Cuando veo tanta imbecilidad entre los
padres, tanta perversidad en profesionales, en los medios y en el
ambiente general, pienso que hubiera sido de mí si mis padres me
hubieran llevado a un médico sexólogo o a algún psicólogo “deconstruido”
cuando elegía ser el Corsario Negro, Lancelot o Robin Hood.
En los tiempos que corren hay tanta
información sexual que apabulla a los chicos y no les permite despertar
descubriendo las propias sensaciones en las sucesivas y naturales
transformaciones de la carne y las alas.

