DEl octavo círculo del Infierno de Dante (cantos XVIII-XXX) involucra diez sucesivas fosas concéntricas, en cuya parte central se abre un enorme pozo cuyo fondo constituye el círculo noveno, el más tenebroso y hondo, en el que son castigados los traidores. Si bien a la Jerarquía apóstata en su conjunto podría caberle la demora en esta última estancia en compañía de Judas su mentor, hemos creído factible situar a Angelelli en el círculo octavo, el de los fraudulentos, toda vez que la nota destacada en este componedor de la dudosa síntesis católico-marxista ha debido ser, por fuerza, la falsificación omnímoda  y concienzuda del primero de sus términos. Allí pues, en alguna de las diez fosas consecutivas en que yacen, entre otros, los aduladores y lisonjeros, simoníacos, barateros, hipócritas, ladrones, malos consejeros, sembradores de escándalo y de cisma y falsificadores, allí lo imaginamos al malhadado obispo de La Rioja, sufriendo como un tormento añadido aquel de su –digamos- beatificación.


Que Dios, el poeta florentino y los lectores nos toleren este breve escolio al inmortal poema.  

Allí, en esa foresta estupefacta

de puniciones y estertóreos ayes

estaba aquel que, conste, no se jacta

de la corona impropia que lo ciñe

    en hora de tinieblas tan exacta.

    “¡Retíreme esa palma, que me riñe

su ajenidad, y que me quema, amigo,

    como ese sonsonete que retiñe

    el decreto, llamándome «testigo»,

cuando no he sido más que un traficante

    de cuentos de impiedad que al fin maldigo!”

    Aquí calló, y lo vi rodando avante

por sobre agudos ripios, desollado

    en una operación tan incesante

    como el rodar del agua en el collado

que el río retembló en igual cascada.

    Yo lo observaba absorto, sazonado

    por las gotas candentes de su arada.

Y me contó que tal era su suerte:

    el perpetuar el trance en que, expulsada,

    Su Eminencia del auto, halló la muerte.

“Que no hablen de emboscada, de martirio.

    Volvía de un asado como inerte,

    la curda casi al borde del delirio,

las gomas lisas: todo concertado

    para apagar al cabo ese mi cirio

    por pura negligencia. Descontado

que in ódium fídei era yo el que obraba

    entre los montoneros arrimado,

    hasta que me cayó al revés la taba”.

De bruces, otra vez, a su suplicio

    lanzábase a rodar, cuando la aldaba

    de los remordimientos daba inicio

a nuevas confidencias para embargo

    del proceso canónico y su vicio

    profundo, radical, cumplido y largo.

“«Pelado» les pedía que me llamen

    para afectar llaneza pese al cargo,

    cargándole a la mitra ese vejamen

(ser generoso es fácil con lo ajeno).

    Los paisanos, atentos al certamen,

    no sin untar sus lenguas con veneno,

dieron en motejarme «Satanelli».

    Tengan por bien sabido todos que no

    es mito este lugar, no es una peli,

ni nadie será salvo que lo niegue.

    Testigo atormentado es Angelelli”.

    Tras esta exhortación fue su despegue

y entonces ya lo vide arrebozado

    por mil agudas guijas. A Dios plegue

    la conversión a tiempo del pecado

de adulterar la fe de los sencillos

    con fábulas tomadas de prestado

    del infecto magín de los zurdillos.

Guay del embaucador, del lobo aleve

    que urde lisonjas, trucos y estribillos

    que, a Cristo destronado, a sí se eleve.

Por crasa afinidad con este expolio,

    fraguar tal santidad sin más se debe

    a típica jugada de Bergolio

(que Dios Nuestro Señor pronto se lleve lejos del solio).