El pasado 4 de febrero en Abu Dabi, el papa Francisco y el Gran Imán de Al Azhar, Ahamad Al-Tayyeb, suscribieron un documento Sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común. La declaración se inicia en el nombre de un dios que, para ser común, no debe ser otro que el Alá de los musulmanes.
En realidad, el Dios cristiano es uno en su naturaleza pero trino en sus personas, iguales y diversas, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Desde los tiempos de Arrio, la Iglesia ha combatido a los antitrinitarios y los deístas que negaban dicho misterio –el más grande del cristianismo– o prescindían de él. El islam, por el contrario, lo rechaza horrorizado, como proclama la sura La fe pura: «¡Él es Alá, uno! Dios, el Eterno. No ha engendrado, ni ha sido engendrado. No tiene par!» (Corán 112, 2, 4).
Lo cierto es que es en la Declaración de Abu Dabi no se rinde culto al Dios de los cristianos ni al del islam, sino a una divinidad laica, la fraternidad humana, «que abraza a todos los hombres, los une y los hace iguales». No nos encontramos ante el espíritu de Asís, que en su sincretismo no deja de reconocer la primacía de la dimensión religiosa sobre la secularista, sino ante una afirmación indiferentista.


De hecho, en ningún momento se hace alusión a un fundamento metafísico de los valores de paz y fraternidad a los que constantemente se alude. Cuando el documento afirma que «el pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos», no profesa el ecumenismo que condenó Pío Xen Mortalium animos (1928), sino el indiferentismo religioso condenado por León XIII en su encíclica Libertas (20 de junio de 1888), al que califica de     que lo define  como sistema doctrinal «fundado en la tesis de que cada uno puede profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna».

En la Declaración de Abu Dabi, cristianos y musulmanes se someten al principio cardinal de la Masonería, según el cual los valores de libertad e igualdad de la Revolución Francesa tienen que sintetizarse y cumplirse en la fraternidad universal. Ahamad Al-Tayyeb, que redactó el texto conjuntamente con el papa Francisco, es jeque hereditario de la Hermandad de Sufíes del Alto Egipto. Por otra parte, Al Azhar, la universidad de la cual es rector, se caracteriza por su propuesta del esoterismo sufí como puente iniciático entre la Masonería de Oriente y Occidente (cf. Gabriel Mandel, Federico II, el sufismo y la Masonería, Tipheret, Arcireale 2013).

El documento exhorta con gran insistencia «a los líderes del mundo, a los artífices de la política internacional y de la economía mundial», «a los intelectuales, a los filósofos, a los hombres de religión, a los artistas, a los trabajadores de los medios de comunicación y a los hombres de cultura» a que se comprometan a difundir «la cultura de la tolerancia, de la convivencia y de la paz», y expresa «la fuerte convicción de que las enseñanzas verdaderas de las religiones invitan a permanecer anclados en los valores de la paz; a sostener los valores del conocimiento recíproco, de la fraternidad humana y de la convivencia común».

Se recalca que tales valores son «ancla de salvación para todos». Por ese motivo, «la Iglesia Católica y Al Azhar … piden que este Documento sea objeto de investigación y reflexión en todas las escuelas, universidades e institutos de educación y formación, para que se ayude a crear nuevas generaciones que traigan el bien y la paz, y defiendan en todas partes los derechos de los oprimidos y de los últimos».

El pasado 11 de abril en Santa Marta el documento de Abu Dabi fue sellado con un gesto simbólico: Francisco se postró ante tres dirigentes políticos sudaneses, a quienes besó los pies implorando la paz. Dicho gesto expresa la sumisión a la autoridad política y el rechazo de la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo. Aquel que representa a Cristo, ante cuyo Nombre se dobla toda rodilla en el Cielo y en la Tierra (Filipenses 2,20), debe recibir el homenaje de los hombres y las naciones y no rendir homenaje a nadie.

Resuenan las palabras de Pío XI en la encíclica Quas primas: «¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente —diremos con las mismas palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico—, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre».

Por otra parte, el gesto realizado por el papa Francisco en Santa Marta niega un sublime misterio cristiano: la Encarnación, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, único Salvador y Redentor de la humanidad. Al negar este misterio se niega la misión salvífica de la Iglesia, que está llamada a evangelizar y civilizar el mundo. El Sínodo de la Amazonía que se celebrará el próximo mes de octubre, ¿constituirá una nueva etapa en este rechazo de la misión de la Iglesia, lo cual supone también rechazar la misión del Vicario de Cristo? ¿Se arrodillará el papa Francisco ante los representantes de los pueblos indígenas? ¿Les pedirá que transmitan a la Iglesia la sabiduría tribal de la que son portadores?

Lo cierto es que tres días después, el 15 de abril, la catedral de Notre Dame, imagen plástica de la Iglesia, salió ardiendo y las llamas consumieron la aguja, dejando intacta la base. ¿Acaso no significa esto que, a pesar del desmoronamiento de la cumbre de la Iglesia, su divina estructura resiste, y nada podrá derribarla? Una semana más tarde, otro suceso sacudió la opinión pública católica: una serie de atentados, provocados por secuaces de la misma religión a la que se somete el papa Bergoglio, transformaron la Pascua de Resurrección en un día de Pasíon para la Iglesia universal, con 310 muertos y más de 500 heridos.

Antes incluso que sus cuerpos, el fuego consumió las ilusiones de los católicos que con aplausos y guitarras entonaban aleluyas mientras la Iglesia vive su Viernes y su Sábado Santo. Se podría objetar que quienes perpetraron los atentados de Sri Lanka, a pesar de ser musulmanes, no representan al islam. Ni siquiera el imán de Al Azhar, que firmó el documento de paz y fraternidad, representa a todo el islam. Pero el papa Francisco ciertamente representa a la Iglesia Católica. ¿Hasta cuándo?

No hay verdadera fraternidad si se prescinde de la sobrenatural, que no nace de vínculos con los hombres, sino con Dios (1ª Tesalonicenses 1,4). Del mismo modo, no es posible la paz prescindiendo de la paz cristiana, porque la fuente de la verdadera paz es Cristo, Sabiduría encarnada, que «viniendo, evangelizó paz a vosotros los que estabais lejos, y paz a los de cerca» (Efesios 2,17). La paz es un obsequio de Dios, traído a la humanidad por Jesucristo, Hijo de Dios y soberano de Cielos y Tierra.

La Iglesia Católica que Él fundó es la suprema depositaria de la paz, porque es custodia de la verdad, y la paz se funda en la verdad y la justicia. El neomodernismo, implantado en la cúpula de la Iglesia Católica, predica una falsa paz y una falsa fraternidad. Pero la falsa paz trae la guerra al mundo, así como la falsa fraternidad conduce al cisma, que es una guerra civil en la Iglesia.

San Luis Orione lo predijo trágicamente el 26 de junio de 1913: «El modernismo y el semimodernismo no tienen remedio; tarde o temprano se llega al protestantismo o a un cisma en la Iglesia que será el más terrible que haya conocido el mundo» (Escritos, vol 43, pág. 53).

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)