La falsa Iglesia beatifica sus falsos mártires. Por Arnaldo de Vilanova
Cuando veáis la abominación de la
desolación, anunciada por el Profeta Daniel, en el lugar santo -el que
lea que entienda- entonces los que estén en Judea huyan a los montes; el
que esté sobre el tejado no baje a tomar nada de su casa; y el que esté
en el campo no vuelva a tomar su túnica. Mateo, 24, 15-18.
Finalmente, el pasado sábado 27 de abril
se consumó la beatificación del Obispo Angelelli junto con la de los
curas Murias y Longueville y el laico Pedernera. De nada valieron las
súplicas dirigidas a Roma desde distintos lugares de Argentina y del
mundo. Tampoco las fundadas razones expuestas en numerosos trabajos y
voluminosos dossiers que circularon abundantemente por las
redes sociales y variados medios periodísticos. Con una pertinacia
asombrosa, contra viento y marea, se han llevado adelante estas
beatificaciones fruto de una grosera impostura sin precedentes en la
historia, al menos reciente, de la Iglesia.
Hemos rezado insistentemente a Dios por
medio de la Santísima Virgen pidiendo que tamaña iniquidad no se llevara
a cabo: que al final prevaleciera en el Papa y en los obispos
involucrados en esta aventura una pizca de sentido de la fe y de temor
de Dios. Nuestras plegarias no fueron oídas: bendito sea el Señor que en
su sapientísima Providencia -por motivos que se nos escapan- ha
permitido que las cosas sucedieran de este modo.
Un texto premonitorio
En los años setenta,
cuando arreciaba en Argentina la oleada tercermundista, la Teología de
la Liberación se expandía haciendo estragos en las almas y la situación
política y social comenzaba a teñirse de sangre por la aparición de las
organizaciones guerrilleras armadas (algunas de ellas integradas y
alentadas por amplios sectores eclesiales) un grupo de sacerdotes
argentinos -muchos de ellos figuras ilustres del clero de aquella época-
dio a luz un documento que tuvo amplísima difusión y fue, en su
momento, el más claro y lúcido alerta ante la situación que se vivía. Se
trataba de una extensa declaración, fechada pocos días después del
asesinato por parte de un comando guerrillero del ex Presidente
Aramburu, en la que se hacían serias advertencias respecto de la
situación del país pero, fundamentalmente, el texto apuntaba a lo que
ocurría en el interior de la Iglesia. Uno de los pasajes más salientes
del documento expresaba:
“Pero he aquí que desde hace unos años
un grupo de sacerdotes, cada vez más numeroso, de diversas jerarquías y
ubicados en todas las latitudes, se hallan empeñados en cambiar la
imagen de la Iglesia, del Cristianismo y aun del mismo Jesucristo. Con
sus palabras o con sus actos quieren estos sacerdotes presentarnos una
imagen de la Iglesia -y también, lógicamente, la misión de Jesucristo y
del sentido del Evangelio- radicalmente falsa”.
Esta falsa Iglesia, que los firmantes adjetivaban de antropocéntrica, temporalista, naturalista, materialista, democrática y secularizante, resultaba ser, a la postre, una Iglesia
“[…] sin principios, ni valores, ni
dogmas permanentes; sin una moral esencialmente siempre igual a sí
misma; con un sacrificio divino transformado en asamblea puramente
humana y temporal; con sacramentos abolidos, cambiados o minimizados;
con una autoridad que emana del pueblo y sólo debe estar atenta a
escucharlo, interpretarlo y acatarlo; con instituciones divinas o
humanas milenarias o seculares que han de ser derogadas o devenir
caducas, obsoletas; desprendida de los tesoros que el arte más sublime
había producido para la alabanza de Dios y la elevación de los hombres;
despojada de los bienes instrumentales destinados a servir sus sublimes
fines; convertida en incipiente, quizá en primitiva, porque olvidada
voluntariamente de la sabiduría de la experiencia; complaciente con
todos los desvaríos de la humanidad contemporánea; mal remedo de las
sociedades seculares… estéril para el cielo y la tierra”.
Es evidente que la actualidad de este
documento es hoy mucho mayor que la que tuvo en su momento. Hoy esta
falsa Iglesia es la Iglesia oficial, la más visible, la que es oída y
alabada por el mundo, la Iglesia de la Propaganda como la llamó
lúcidamente entre nosotros Julio Meinvielle pero que ya no comparte
nada con la Iglesia de la Promesa, la verdadera Iglesia de Cristo.
Pues bien, esta falsa Iglesia beatifica
sus falsos mártires. En tanto es un remedo de la Iglesia Católica
necesita cubrirse de la falsa púrpura de los falsos mártires. Esto y no
otra cosa es lo que hemos visto en La Rioja el pasado sábado 27 de
abril, en medio del aplauso de las izquierdas, el aliento de los
minúsculos pero poderosos grupos de la progresía izquierdista y la
notoria ausencia del pueblo fiel y devoto de la Patria que así demostró
que su sentido de la fe no se ha perdido.
La abominación de la desolación
En medio del dolor nos han venido a la
memoria las palabras del Evangelio que hemos puesto de epígrafe a estas
líneas. El Señor nos habla de la abominación de la desolación en el
lugar santo. ¿Qué es esta abominación de la desolación? Ante todo se ha
de tener presente que esta expresión se halla contenida en el contexto
del discurso esjatológico de Jesús que Mateo recoge en el capítulo 24 de
su Evangelio. El Señor anuncia las persecuciones y tribulaciones que
sobrevendrán a quienes permanezcan fieles y las catástrofes -guerras,
rumores de guerra, hambre- que indicarán “el comienzo de los dolores”.
Advierte también sobre los falsos cristos y falsos profetas que
arrastrarán a muchos al error y que a causa de la abundancia de la
iniquidad la caridad de muchos acabará por enfriarse. La abominación de
la desolación, por tanto, no se entiende sino en el marco de la
esjatología.
Todos
los exégetas, tanto los Padres como los medievales y los
contemporáneos, han interpretado a lo largo del tiempo que esta imagen
de la abominación desoladora en el lugar santo es la entronización de
los falsos ídolos allí donde debiera ofrecerse el sacrificio único y
verdadero. Así, San Hilario, reconoce que “fue llamada abominación,
porque viniendo contra Dios, reclama para sí el honor de Dios; y
abominación de desolación, porque ha de desolar toda la tierra con
guerras y mortandades”[1].
Orígenes, por su parte, nos amonesta diciendo que “en todo el lugar
santo de las Sagradas Escrituras (tanto del Nuevo como del Antiguo
Testamento) se halla con frecuencia el Anticristo, que es la predicación
falsa; y los que esto entienden, huyen desde la Judea de la letra a los
elevados montes de la verdad”[2].
Santo Tomás en su comentario de este pasaje del Evangelio de San Mateo,
reafirma la idea de que la abominación desoladora alude siempre a la
presencia de ídolos en el lugar santo del templo o a la directa
destrucción éste; y pone al respecto una serie de ejemplos históricos:
Pilatos que introdujo el águila romana en el templo o la destrucción de
Jerusalén por parte de Tito y de Vespasiano[3].
Resulta, por tanto, unánime -más allá de
los varios matices y de los diversos acentos de los distintos autores-
la interpretación de este misterioso texto evangélico en el sentido de
que alude claramente a la presencia de los falsos ídolos en el lugar del
verdadero Dios. También es unánime el sentido claramente esjatológico
del texto.
Esta abominación de la desolación se
cumple toda vez que algún ídolo es puesto en el lugar sagrado sólo
reservado a Dios; toda vez que en el templo dedicado exclusivamente al
único sacrifico se rinde culto idolátrico a cualquiera de los ídolos del
mundo.
Esto es lo que sucedió en La Rioja a la
vista de todos. En la ceremonia de beatificación de los falsos mártires,
el ídolo de las ideologías negadoras de Cristo fue puesto en el sitial
del Santo Sacrificio. La ideología de los poderosos del mundo, de los
que rinden culto a los falsos dioses de la propaganda y de la mentira,
la ideología en cuyo nombre no sólo se miente sino que se mata. Allí
donde debía reinar Cristo, el Mesías, y sus santos fueron puestos los
secuaces de los falsos mesianismos mundanos, los falsos profetas, los
falsos cristos…
Sólo pensarlo, estremece. Qui legit, intellegat!
[1] Catena Aurea in Matthaeum, c 24
[2] Ibídem
[3] Cf. Super Matthaeum, c 24, l. 2

