Las razones-pretextos de Occidente
Irán, la destrucción necesaria
Ante la
visita histórica del presidente Barack Obama a Israel, es conveniente
ver con una mirada lúcida las fuerzas que impulsan, no sólo a Israel
sino también a todo el sistema occidental, a implementar una guerra
contra Irán. La Red Voltaire propone a sus lectores los primeros
capítulos de un ensayo del analista francés Jean-Michel Vernochet
publicado en francés por la editorial Xenia, en diciembre de 2012, bajo
el título Irán, la destrucción necesaria.
Persia delenda est
Pues sí, hay que destruir Irán como sea, por lógica y a cualquier
costo, incluso si ello da lugar a un conflicto regional o mundial
imposible de controlar. Algunas declaraciones oficiales de China y Rusia
contemplan esa posibilidad. China, superpotencia militar, ya ha
multiplicado en estos últimos años las advertencias en cuanto a las
situaciones incontrolables que podrían producirse en el Medio Oriente,
región de crisis que ya cuenta 60 años de inestabilidad permanente,
especialmente en los últimos 20 años. Esas crisis van en aumento y las
tensiones Este-Oeste van a la par, a tal punto que se puede hablar de
guerra fría, y esto se hace cada día más claro en el contexto de la
crisis siria.
Es por eso que, entre las amenazas recurrentes en estos últimos años
de ataques unilaterales contra las instalaciones nucleares iraníes por
la aviación israelí o por misiles de crucero embarcados en los
submarinos furtivos proporcionados por la Alemania de Angela Merkel,
muchos observadores prudentes pronostican un incendio dentro de poco,
quizás en los próximos meses.
Los anuncios de guerra inminente no son nada nuevo, pero no por eso es menor el peligro asoma, que parece cada vez más cercano.
Hay que destruir Irán, no por ser una nación chiita, sino por tratarse de una «teocracia nacionalitaria» que hay que «normalizar».
O sea, no es que se pretenda atacar el Islam. El objetivo es el
Estado-nación, modelo y concepto contra el cual la democracia universal,
participativa y descentralizada, ha declarado una guerra sin piedad
desde 1945. A la Nación, desde la Segunda Guerra Mundial, se le acusa de
todos los males, empezando por la guerra. Sin embargo, a pesar de lo
que dijo recientemente la secretaria de Estado Hillary Clinton,
convencida de que «a lo largo de sus 236 años de existencia, Estados Unidos ha defendido la democracia en el mundo entero»,
debemos recordar que esto le costó unas 160 guerras exteriores antes de
1940, en su mayoría guerras de injerencia, en busca de la anexión de
territorios o de la expansión.
Lo que conviene normalizar es el carácter revolucionario, nacional
islámico y místico de Irán. Esto ya figura como necesidad y prioridad en
las agendas políticas occidentales (Estados Unidos, Israel, Unión
Europea): hay que convertir a Irán en una democracia liberal.
Quiéralo o no, la República Islámica tiene que fundirse en el gran
caldero de las sociedades disgregadas, dentro de un espacio regional de
libre cambio, como el que justifica la construcción europea, por
ejemplo, donde la fragmentación social, por no decir atomización
individualista, permite la máxima segmentación de los mercados. Ello
servirá para desmultiplicar los actos y los actores económicos: minorías
étnicas, confesionales, sectarias y sexuales, mujeres, grupos de edad
subdividas a su vez; así es como los niños se convierten en objetivos de
la publicidad a los 2 años de edad, edad para una precoz inmersión
escolar. Dicha segmentación ad libitum choca con las barreras
morales, o sea con aquello que conlleva cierta rigidez en las
costumbres; pero se trata de una segmentación imprescindible para la
plena integración del país en el mercado único o unificado dentro del
sistema-mundo.
El sistema-mundo se estructura en torno a unos pocos centros
nerviosos y sus satélites, las grandes plazas bursátiles. Las
principales son la City de Londres, la isla de Manhattan, Francfort y
también la bolsa de materias primas en Chicago, donde se decide el
destino de la alimentación de los pueblos del mundo, especialmente de
los pueblos del Tercer Mundo, que padecen los flujos y reflujos de las
tasas de cambio inducidos por la especulación frenética y se encuentran
por lo tanto indefensos ante las turbulencias de los mercados,
extremadamente inestables.
Es que la volatilidad necesaria, o mejor dicho consustancial de la
economía financierizada, exige una flexibilidad y sobre todo una
movilidad de la producción y los circuitos de distribución, lo cual
requiere cada vez más deslocalizaciones y reestructuraciones que no
afectan únicamente a las sociedades postindustriales, dando lugar a «planes de ajuste», o «planes sociales», considerados por el sistema como simples variables.
Se trata de un sistema económico que no tiene en cuenta el factor
humano y de un sistema especulativo que se alimenta del desequilibrio
mismo en que se mantienen los mercados, llegando a armarse un aquelarre
donde prosperan los juegos a la baja o al alza, los delitos de
iniciados, los rumores asesinos, las «ofertas públicas de compra»
de tipo caníbal, etc. Este motor económico tiende a desbocarse del todo
y acelera la sobreexplotación de los recursos naturales hasta
agotarlos, con una simple finalidad, la destrucción masiva consumista,
conocida como «crecimiento».
Ese es el núcleo del reactor económico que está a punto de salirse de
control y que bien puede estarnos llevando a una fusión demoledora.
Muchos lo comentan con toda razón, sin catastrofismo ni angustia
neurótica. Después del Chernobyl financiero del 14 de septiembre 2008,
está por llegar un Fukushima económico global, con el derrumbe del euro y
el estallido de la Unión Europea, al que seguirá el probable colapso
probable de Estados Unidos. Llegados a ese punto, una guerra de gran
magnitud es lo único que pudiera salvar un sistema que ya alcanzó una
velocidad tan alocada que implica pérdida de control, porque ha
alcanzado la fase de agotamiento de sus recursos dinámicos.
La destrucción de Irán debe dar paso a la salvación de Occidente,
evitarle la quiebra, y tal vez –esperanza bastante quimérica– dar un
nuevo impulso al sistema, hacerle entrar en un nuevo ciclo rico de
potencialidades abiertas gracias a la economía «verde». Con lo
verde, se procura darle un barniz ético al sistema que empezó su ascenso
vertiginoso a finales del siglo XIX mediante el abandono casi total de
los frenos impuestos por el «orden moral» de antaño, hoy en día
repudiado porque estaba fundado en metafísicas y en un edificio
teológico. Si bien la transgresión de los imperativos morales era algo
frecuente en el pasado, cada cual sabía al menos dónde se situaba el
límite a respetar y cuál era la regla. Uno trataba de mantenerse en el
marco de lo éticamente aceptable y próximo al eje del deber, al menos en
apariencia.
Hoy se ha llegado al divorcio completo con el capitalismo patrimonial respaldado en cierta trascendencia, a raíz de la gran «ruptura epistémica»
de fines de los años 1960. Regía hasta entonces lo que Werner Sombart y
Max Weber habían explorado y que ilustraba el ministro francés Guizot
con una sonora consigna: «¡Enriqueceos!», dándose por sentado que había que hacerlo «mediante el trabajo, el ahorro y la probidad», nada que ver con el enriquecimiento a través de la especulación y la ruina de los peones de la bolsa o de la producción.
La desregulación empieza en realidad por la desreglamentación metafísica. «Si Dios no existe, todo está permitido»,
decía Dostoievski. Pero además, el sistema se vale de dos caras para
una misma realidad: por un lado, la utopía o el espejismo colectivista, y
por el otro, la ilusión o mentira liberal, fundadas en el mito de la
autorregulación de los mercados, de la mano invisible y, al final, de la
democracia «representativa». El modelo se vio además
tergiversado e incluso viciado por ciertos mecanismos concebidos
expresamente para perennizar rentas de situación y monopolios, de los
que gozaban las nomenklaturas del Este, donde la vox populi padecía una expropiación semejante a la que conocemos hoy día a nivel del debate público. La «dictablanda» ya ha dejado paso a la «democratura», o sea al verdadero rostro de la democracia confiscada.
El feroz ateísmo de las sociedades colectivistas que se gestaron a
raíz de la Revolución de 1917 sobre la base del materialismo dialéctico,
convertido en seudociencia, es lo que anunció el materialismo
triunfante del anarcocapitalismo, último avatar desestatizado,
descentralizado, proteiforme y falaz. Ya no tenemos «ni Dios ni amo» pero sí una inmensa muchedumbre de esclavos, empezando por las víctimas del endeudamiento con tasas variables y usureras.
En realidad, todo esto ocurre en el plano de la larga duración, a la
escala de los tiempos modernos que debe tener en cuenta la aceleración
presente de los acontecimientos. La escala de los tiempos no es algo
fijo, de modo que la velocidad de los acontecimientos crece de manera
vertiginosa en ciertas coyunturas históricas, cuando nos acercamos a la
boca del embudo. Hoy en día, una década vale lo que un siglo o dos de
antes y la aceleración no termina nunca… «La decadencia del imperio romano duró 4 siglos, la nuestra sólo tomará 4 años…»,
decía el excepcional filólogo que fue Georges Dumezil pocos años antes
de fallecer, en 1986. Es cierto, estamos viviendo una ruptura
cataclísmica con el mundo tradicional, un trastorno de las conductas y
los modos de pensar, un caos organizado y la irrupción en la vida
corriente de técnicas mutágenas tales como telecomunicaciones por
satélite, inteligencia artificial, enlaces entre individuos a través de
redes transcontinentales. Al mismo tiempo se da la desrealización del
mundo, lo cual se manifiesta por su proyección virtual en las pantallas
parietales de la imaginación colectiva.
¿Por qué vuelvo a insistir sobre la aceleración de la historia
humana? Porque se trata de una descomposición visible y recomposición
aleatoria. Esta es la fase que actualmente atraviesan la ideología
pretexto del «choque de civilizaciones», en boga desde 1996, y la
dudosa tesis (algunos pretenden que ni siquiera sus promotores se la
creen) del estadounidense Samuel Huntington. Es también la que sirve de
telón de fondo para los grandes cambios geopolíticos y sirve de
justificación para la multiplicación de los conflictos con el mundo
islámico y dentro del mismo.
Lo cierto es que el factor religioso no desempeña un papel central en
cuanto causalidad maestra en la hipótesis del choque entre
civilizaciones. Por ejemplo, Riad y Doha, capitales del fundamentalismo
wahabita, están en el Medio Oriente muy estrechamente asociadas al «destino manifiesto»
del puritanismo estadounidense… lo cual tiende también a demostrar que
modernidad y tradición pueden convivir perfectamente en un terreno donde
el comercio de hidrocarburos, mercados de armamento, Kriegspiel y
guerras subversivas ocupan un lugar eminente. Véase la guerra de Libia
en la que la implicación de Qatar está muy documentada. El diario
conservador Le Figaro ya señalaba, el 6 de noviembre de 2011, que
Doha había contratado 5 000 hombres de sus Fuerzas especiales en el
escenario libio.
Obsérvese –y resulto harto paradójico según ese esquema– que las
primaveras árabes de 2011 están dando a luz, una tras otra, gobiernos
dominados por los islamistas –Hermandad Musulmana y diversos componentes
salafistas– apadrinados a la vez por la Turquía neo-otomana y por el
wahabismo rigorista de las dos susodichas monarquías… con la bendición
de Washington. La integración de estos nuevos poderes religiosos en el
plan de reconfiguración del Gran Oriente, desde las Columnas de Hércules
hasta el río Indus, contradice del todo la teoría de la
incompatibilidad entre civilizaciones.
- Las “primaveras árabes” han parido gobiernos regidos por la Hermandad Musulmana y componentes salafistas, apadrinados a su vez por Turquía y por el wahabismo rigorista de Qatar y Arabia Saudita… con la bendición de Washington.
En realidad, estamos ante una lectura «a la medida» –según el
enfoque de Washington– de las resistencias que han venido manifestando
las sociedades tradicionales constituidas en Estados nacionales a lo
largo del siglo XX, pero cuyos arcaísmos –tal vez se pueda hablar de
inercia cultural– obstaculizan su apertura completa e incondicional al
comercio transnacional, al libre acceso de los operadores e
inversionistas que quieren valorizar y explotar racionalmente –ahora se
dice además «de forma sostenible»– las potencialidades
geográficas y los recursos, tanto naturales como humanos, que ofrece
tal o más cual zona de interés económico y por lo tanto geoestratégico.
Según esta perspectiva, la idea misma de Nación entra en
contradicción con la de libre intercambio, idea según la cual hay que
eliminar las puertas y ventanas [para evitar que se cierren]. La
política de la cañonera actualizada (esa misma que practicara el
comodoro M. C. Perry frente a Tokio en julio de 1853, intimidación que
dio resultados y abrió un año más tarde, en marzo 1954, con la
Convención de Kanagawa, los puertos japoneses a los navíos mercantes
estadounidenses) es lo que practicaron en el pasado los B52 y más tarde
los drones asesinos, que son los que hoy llevan el «evangelio» de
la democracia, sinónimo de libre mercado. Ya no se menciona
ingenuamente el comercio sino que se le ha sustituido con elegancia
aquello de las urgencias humanitarias, la liberación de las mujeres, la
autodeterminación de las minorías étnicas o confesionales, todo lo cual
se mezcla en el «deber de asistencia» y el «derecho de injerencia» del fuerte en auxilio del débil.
A fin de cuentas, la teoría tendiente a declarar ineludibles la
confrontación entre áreas culturales y bloques confesionales
–cristiandad occidental y ortodoxia eslava frente a Islam, confucianismo
etc.– legitima a priori ciertas guerras en realidad
premeditadas, es decir programadas y planificadas, guerras por encargo,
ajenas a cualquier idealismo, que apuntan in fine a objetivos
triviales, de naturaleza geoeconómica, geoenergética y hegemónica. En
realidad, las supuestamente irreductibles incompatibilidades
civilizacionales no son nada fatales, ni siquiera se trata de verdades
definitivamente establecidas… Así que no proceden de culturas perversas a
las que habría que rehabilitar por negarse a convertirse a los
beneficios del consumo desenfrenado, desafuero que hace de la posesión
de bienes efímeros, intercambiables y perecederos, el colmo de la
plenitud individual y existencial. No, el choque abusivamente llamado
civilizacional, las guerras efectivas y las guerras en gestación
proceden más bien de un modelo de sociedad expansionista por naturaleza
o, por decirlo en otras palabras, imperialista o bulímica sui generis,
en busca de legitimación «científica» ya que hoy día es la supuesta la ciencia la que ocupa el lugar de la moral natural.
Se trata, en definitiva, de un modelo que está devorando el planeta,
los recursos, los pueblos y los hombres. Claro, el sistema no podría
existir sin los hombres que lo encarnan, lo promueven y lo sirven… a
veces con un celo excesivo y en algunos casos con una falta total de
sentido moral. Pensemos en estas figuras emblemáticas del falso
semblante del bien, lo que fueron, en el ejercicio de sus funciones, los
Bush y Blair (a quien la Inglaterra popular llama «Bliar», o sea
el mentiroso) los culpables de las guerras de Afganistán e Irak, sobre
la base de mentiras como aquella de las armas de destrucción masiva de
Irak o el mito de al-Qaeda.
- El 16 de marzo de 2003, José Manuel Durao Barroso, primer ministro de Portugal; Tony Blair, primer ministro británico; George Bush, presidente de Estados Unidos; y José María Aznar, primer ministro español, se reúnen en las Azores en lo que fue el preludio de la invasión perpetrada contra Irak sin mandato previo del Consejo de Seguridad de la ONU. Ninguno de los responsables de esa violación flagrante del derecho internacional ha sido sancionado y el señor Durao Barroso incluso preside actualmente la Comisión Europea.
Pero el sistema, por definición, es amoral, se sitúa en un más allá: «más allá del bien y el mal».
Esto no quita que el sistema formatea, amasa y arrastra a los hombres
en su estela poderosa. Les ahorra pensar, los exonera de cualquier
escrúpulo y premia su sometimiento. Decimos que en un momento dado, a
partir de cierto nivel, el sistema vive por sí mismo, de manera
autónoma, y no deja más que un estrecho margen de maniobra a quien
quisiere tomar sus distancias; entre marginalidad o fracaso, no hay más
que oposición tenue y sin porvenir, escurriéndose entre las murallas del
conformismo y la corriente torrencial de las pesadeces sistémicas.
¿Qué hacer contra un modo de funcionamiento de la sociedad heredado
de las eras primitivas, de las épocas del pillaje, las del nomadismo
depredador? Los capitales (estamos inmersos en la impermanencia que
induce la imperiosa exigencia de maximizar los rendimientos económicos)
se mueven como las langostas que dejan el suelo desnudo a su paso. Este
es el modelo del saqueo «a fondo», al que la tecnología ofrece
ahora inmensas capacidades de desmultiplicación, hasta agotar en espacio
de pocas generaciones las reservas biológicas y geológicas acumuladas a
lo largo de los 400 primeros millones de vida organizada… océanos y
mares se están vaciando de sus reservas halióticas y las entrañas de la
tierra están soltando a gran velocidad sus reservas de hulla, petróleo,
gas, formados en la edad carbonífera… ¡la edad de las libélulas gigantes
y de las primeras selvas, de los helechos arborescentes, mucho antes
del reino de los dinosaurios!
Nuestro modelo de sociedad es destructor de las culturas que fueron
madurando en las sociedades humanas a lo largo de estos 4 o 5 últimos
milenios. Una descomposición de las culturas tradicionales no ofrece
como contraparte sino una recomposición más o menos errática, carente de
referencias, en el marco del fetichismo de la mercancía, el
desencantamiento del mundo y el consumo creciente de neurolépticos.
Tales trastornos, tales desniveles culturales conllevarán forzosamente
resistencia y tumultos, aunque sean sólo las convulsiones de la agonía…
El Estado-nación, aunque derrotado en todos los campos de batalla
políticos y militares recientes (Europa, Yugoslavia, Irak, Libia…
¿Siria?) resiste como modelo y seguramente responderá. Desde este punto
de vista, las estructuras estatales nacionalistas laminadas por la
democracia de mercado no han fallecido y renacerán en el marco de estas
múltiples entidades etnoconfesionales que el Nuevo Orden Mundial quiere
crear sobre los escombros de los Estados vencidos. Observemos que el
Estado nacional prospera en Asia, especialmente en Singapur y Taiwan,
pero también en China, Corea, Vietnam y Japón.
El derrumbe de la sociedad totalitaria estrictamente colectivista, la
de las democracias populares del este, también nos ha enseñado que no
se puede descartar lo sagrado y arrojarlo fuera del campo de lo político
de manera duradera ya que forma parte esencial de este: el ateísmo
militante de las sociedades mercantiles muestra su impotencia para
fundar una moral viable. En cuanto al materialismo que brotó del Antiguo
Testamento (con el axioma del cumplimiento de un designio divino a
través del éxito material), que funda y justifica el ultraliberalismo
anglosajón, se basa en sus orígenes en una teología que legitima al
predador. El demiurgo recompensa al que sabe apoderarse del botín, sea
cual ser el medio apropiado… La excepción es el hecho de que se mantenga
en pleno siglo XXI la democracia popular en la China estatal, a la vez
hipercapitalista y comunista, a la vez se observa un marcado
renacimiento del confucianismo doctrinal al servicio del Estado; pero
además renacen también taoísmo y budismo. ¡Es un resurgimiento tan
espectacular como el de la iglesia ortodoxa en la Federación Rusa, al
cabo de 72 años en las sombras!
En el Maelstrom del tiempo presente, las cosas se van haciendo y
deshaciendo sin marcha atrás, siguiendo una lógica de lo irreversible…
en apariencia. Nada parece poder desviar el flujo del tiempo de su cauce
catastrófico. Sin diques naturales o humanos va desbordándose, ya no
riega sino que inunda sin que nadie sepa cómo detenerlo. Por esto es que
Irán, obstáculo en el rumbo de las aguas desbocadas de la modernidad,
debe ser destruido, barrido, aniquilado, a no ser que, desplomándose
solo, caiga de rodillas espontáneamente, bajo los efectos de un
pronunciamiento palaciego o bajo el impulso irreprimible de la calle. En
todo caso, aún sabiendo que la historia da a luz en medio del dolor y
la violencia, ya estamos viendo el resultado del parto forzado de la
democracia en los países de la primavera árabe.
En Túnez, Egipto, Libia o Yemen –sin contar con los que aguantan la
respiración como Argelia, sabiendo que ya les tocará su momento de
entrar en la tormenta, u otros como el Irak «liberado» manu militari–
han caído o están cayendo en la guerra civil alimentada, fomentada y
dirigida desde afuera (Libia, Siria) y no tienen ni tenían ningún motivo
para esperar la menor inflexión (o sea, una ruptura en la actual
dinámica sistémica) en marcha, que podría cuestionar o anular los
grandes invariantes directores del campo geoestratégico. Estos acompañan
o traducen sobre el planisferio o en las relaciones internacionales la
revolución mundial que progresa a marcha forzada desde 1945. Se trata de
una mutación global de largo alcance cuya permanencia y pertinencia
–como explicación y manifestación de la construcción del sistema-mundo–
jamás se han desmentido a lo largo del último medio siglo.
Estamos pues ante una lógica dentro de la cual se desarrollan los
acontecimientos a los que asistimos y los que están llamados a ocurrir.
Esto seguirá hasta que la lógica propia de los acontecimientos llegue a
su propia extinción, por agotamiento o a raíz de un acontecimiento
cataclísmico –guerra nuclear, ¿o primero regional, tal vez?–, trastorno
que determine y complete la redistribución del campo geopolítico. Pues
los fracasos o repliegues de Estados Unidos en los últimos 60 años, por
muy dolorosos que hayan sido, desde la derrota sufrida en Vietnam hasta
el fiasco de su invasión contra Afganistán, no van a desautorizar esta
hipótesis. Se pierden muchas batallas para mejor ganar la guerra. Son
derrotas fecundas en progresos de todo tipo, especialmente en cuanto a
avances técnicos que agrandan el abismo tecnológico que separa aún hoy
en día a Estados Unidos del resto del mundo. Son al fin y al cabo
conflictos factores de progreso, en última instancia propicios al
desarrollo y a las mutaciones de los elementos constitutivos de la
potencia.